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Y de pronto, el fuego cálido de aquella noche de primavera trasmuta a la luz blanca y fría de mi triste tumba. Abro mis ojos después de la sexta sesión en la habitación de la tortura. Vuelvo a cerrarlos para protegerme de la intensa luz de la lámpara sobre mi rostro. Retiran las correas que sujetan mis muñecas, mis tobillos, mi cabeza y en un sobresalto defensivo, un silbido ensordecedor se intensifica progresivamente en mi cabeza, perforándola. Me incorporo. Trato de analizar a través de una nube de dolor, el estremecimiento de terror que recorrió por mi mente cuando empecé a escribir aquel diario, cuando empecé a atar cabos.

Luego de salir “aparentemente” airosos del incidente en la convivencia, decidí continuar con mi vida. Necesitaba dejar de pensar. Necesitaba dejar de lado, al menos por el momento, todas esas sombras negras y silenciosas que se moví

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