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Fue la primera vez que le dije a John que lo quería. Pudo haber contestado lo mismo, pero no lo hizo. Me sentí triste y vacía, enferma de un dolor insoportable en las raíces mismas de todo mi ser. Fue entonces cuando comprendí que me había enamorado y lo lloré en serio, como nunca había llorado antes, aunque fuera mi castigo y mi torturador. Así, retorciéndome internamente de dolor desesperado, busqué la compañía de Araminta, quien en un intento por reconfortarme me decía: “Me da mucho pesar ese dolor tuyo, amiga, pero es lo mejor que ha podido pasarte. Es una oportunidad para hacer las cosas bien”. No puedo negar que durante un tiempo, estuve al borde de sucumbir a ciertos excesos lujuriosos en los lugares más apartados y detestables de la ciudad, corrompida por la profunda depresión en que vivía. Había llegado a un estado de aniquilación

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