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Capítulo 1: Los moluscos.

Habían pasado seis años desde aquello, desde que comprendí que acercarse a Ivar Kalahar no era buena idea.

En aquella época estábamos en el instituto, yo ya tenía un grupo de amigos, Aren, Olaf, Elin y Kaira. Los cinco éramos muy amigos, aunque ya había una pareja entre ellos, pues Aren y Kaira llevaban seis meses juntos, como novios. Así que, hacía una larga temporada que no quedaban con nosotros.

Era una buena estudiante, aunque me gustaba mucho hacer escapadas al campo, donde solíamos ir a beber más que nada, así que, se puede decir que era más rebelde de lo que debía.

Solía escaparme por la ventana de mi habitación e irme con Olaf y Elin al bosque, nos lo pasábamos en grande. Por eso, aquella noche no fue una excepción, estábamos allí, cerca de la playa, alrededor de una candela que nosotros mismos habíamos encendido, bebiendo alcohol.

  • … y entonces se encontraron con Ivar – contaba Elin, narrando algo que le habían contado en sus clases extraescolares de natación – y todo comenzó a ir mal, se chocaron entre ellas, y ya no podían coger el ritmo.

  • Estoy seguro de que es Ivar el que provoca todos esos accidentes – añadía Olaf – ese chico es siniestro, y empiezo a pensar que todas las historias que hablan de él son ciertas.

  • ¿El qué? – me quejé, hablando por primera vez en un largo rato - ¿qué es hijo de un demonio y que tiene poderes malignos? – bromeé, haciendo que ambos me mirasen temerosos, pues sabía que ellos si lo creían.

El sonido del buho hizo que Elin pegase un grito, asustada, y que Olaf la acurrucase. Al final acabarían juntos aquellos dos, también, y yo me quedaría sola, de nuevo. Lo veía venir, porque a ella parecía que él le gustaba más de lo que pretendía.

  • ¿Con quién vas a hacer el trabajo de los moluscos? – preguntó Olaf, soltándola, mirando hacia mí. Me encogí de hombros, pues todos tenían ya sus parejas, todos, excepto yo, por supuesto. La razón era obvia, pues Lena, la chica con la que solía ponerme estaba enferma, y no estaba yendo a clase – siempre puedes hacerlo con nosotros – me dijo – estoy seguro de que si le preguntamos al profesor no nos pondrá pegas.

  • Si no… siempre te quedará Ivar – bromeó Elin, haciendo que la mirase con cara de pocos amigos.

Fue una noche divertida, mucho, pero nos recogimos pronto, pues no quería que papá descubriese que me había ido, y por supuesto, tendríamos clase al día siguiente.

Olaf le preguntó al señor Winston, sobre si podríamos hacer un grupo de tres, y por supuesto las respuesta fue negativa, así que no me quedaba de otra, tendría que acercarme al espeluznante Ivar, si quería aprobar la asignatura.

  • Ivar – le llamé, justo a la salida del instituto, haciendo que él se parase en seco, en mitad del patio, y girase la cabeza para observarme. Sus ojos ya no eran negros, me percaté, eran de un tono aguamarina intenso.

Me quedé largo rato mirándole, sorprendida, porque sus ojos ya no parecían ser los mismos que cuando éramos niños. En aquella ocasión eran preciosos.

Me di cuenta entonces, ya no había nada espeluznante en él, tan sólo eran restos de habladurías, lo que seguía alejando a todas las personas de él.

  • El profesor Winston… - comencé, buscando las palabras para informarle de aquello, pues me había quedado muda al verle.

  • El trabajo de los moluscos – añadió, con una voz fina y algo ronca, lo que provocó que se aclarase la garganta antes de volver a hablar – quieres hacerlo conmigo – asentí, pero no era una pregunta. Él parecía saberlo, de alguna manera. Su voz se volvió un poco más fría, pero aún tenía notas dulces, en el fondo – a las siete en la playa.

  • No es un trabajo de campo – le corté, pero él habló antes de que hubiese dicho nada más.

  • ¿Cómo quieres hacer un estudio de su comportamiento si nunca has visto uno? – me dijo, para luego marcharse sin más, abriéndose paso entre la multitud, sin mucho esfuerzo, pues la gente se apartaba en cuanto lo veía aparecer.

***

Me parecía una idiotez estar allí, en la playa, esperando a aquel extraño chico, ese del que todos huían. Me descalcé, tirando los zapatos a la arena, para luego meter mis pies en la arena, sintiendo como el agua cubría estos, y los moví, despacio, observando como algunas coquinas salían a la superficie.

Levanté la vista, observando como él caminaba hacia mí, descalzo, pues parecía haberse quitado los zapatos, al igual que yo.

Llegó hasta donde estaba, y sin decir una palabra se tiró al suelo, de rodillas, mojándose los pantalones, prestando toda su atención a la arena mojada, en la orilla. Esperó, paciente, durante un par de minutos, y entonces levantó la mano, exasperado, tirando de mi brazo para que me agachase.

Caí de rodillas, manchando mi vestido un poco más, mientras observaba como él apoyaba sus manos en la arena, y yo hacía justo lo mismo. Le observé, con detenimiento, tenía los ojos cerrados, y parecía estar concentrado en algo. Enterró sus manos en la arena, y cuando las sacó, observé, maravillada, como en su interior había coquinas, demasiadas.

Sonreí al ver aquello, mientras él acercaba su mano izquierda, mostrándomelas.

  • Mira – pidió – cuando sienten el peligro cierran su concha para protegerse – aseguró, mirando hacia su mano, para luego sumergirla de nuevo en el agua, observando, como estas comenzaban a abrirse, despacio – pero a veces, si te quedas muy quieta, ellas se dejan ver.

La forma en la que hablaba de las coquinas me conmovía, como las miraba, y las dejaba marchar después, ayudadas por las olas del mar, a huir de aquellos que habían osado sacarlas de su hábitat.

Sonreí al darme cuenta de ello. Él no era malo, no había nada maligno en él en ese momento.

  • ¿Crees que podrías haber escrito sobre los moluscos sin haberlo visto con tus propios ojos? – preguntó, levantando la vista, observándome. Negué con la cabeza, haciendo que él mirase hacia el mar, poniéndose en pie.

Me levanté, con dificultad, y le observé durante un minuto. La forma en la que el viento movía sus cabellos, su expresión indescriptible mirando hacia el horizonte, como apretaba los puños, y lucía rígido frente a mí.

  • Todos dicen que hay algo malo en mí – dijo de pronto, después de casi quince minutos en silencio – por eso siempre estoy solo.

  • Antes yo también lo creía – acepté, girando mi cuerpo para mirar hacia el océano, justo como él – pero acabo de darme cuenta de que no es así. – sonrió al escuchar aquellas palabras, para luego caminar hacia donde estaban nuestros zapatos – tenemos que entregar el trabajo en dos semanas – le dije.

  • En mi casa podemos trabajar – aseguró, poniéndose los zapatos, para luego mirar hacia mí - ¿vienes?

Era raro, muy raro, estar con él allí, en su casa, mientras miraba hacia todas partes. Él vivía en el bosque, cerca de donde solía venir con los chicos, en una cabaña de madera algo tosca, pero se veía resistente. El lugar estaba repleto de crucifijos y símbolos extraños en las paredes, pero a pesar de eso, era muy normal.

Retiró una de las sillas de la mesa y se sentó en ella, mientras yo hacía justo lo mismo, observando como sacaba de su mochila folios y un par de bolígrafos.

  • ¿Quieres empezar por su comportamiento ante el peligro? – preguntó. Dejé de mirar hacia el techo, hacia aquellas vigas repletas de extraños símbolos dibujados con pintura blanca, en la madera.

  • ¿Qué son todos esos símbolos? – pregunté, haciendo que él se sintiese algo triste, justo antes de responder.

  • Me protegen – respondió, dejándome altamente sorprendida – centrémonos en el trabajo – él asintió – Creo que deberíamos empezar por el principio, hablar sobre lo que es un molusco y …

  • ¿Vives aquí solo? – pregunté, volviendo a irme de nuestro tema principal. Asintió, algo cohibido con las preguntas que le hacía – pensé…

  • El padre Helge me consiguió esta cabaña – explicó, aún sin mirarme – estoy a salvo aquí.

  • La gente del pueblo es muy cruel – me quejé, mientras él asentía, levantando la vista para mirarme, poco a poco - ¿soy la primera persona que pisa esta casa?

  • Eres la única que no ha salido corriendo – me informó, algo afligido – la primera compañera con la que hago un trabajo.

  • Puede que los demás no se acerquen porque…

  • Me tienen miedo – aseguró, volviendo a levantar la mirada, observándome – todos lo hacen.

  • Es cierto – admití, pues era cierto, lo sabía perfectamente – pero ¿sabes qué? – él esperaba a que hablase, sin dejar de observarme – no hay nada que temer, ahora lo sé.

  • Me tenías miedo – aseguró. Asentí, en señal de que era cierto - ¿por qué ya no?

  • No eres cómo todo el mundo dice – reconocí, dándome cuenta de ello. Él no era algo malvado, demoníaco que hacía que las cosas fuesen mal. Sonrió, al escuchar aquellas palabras, bajando la mirada un momento, para luego entristecerse, de nuevo.

Y así comenzó todo.

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