Heider Parada en la sala de reuniones, rodeada de los Alfas, me sobrecogió una sensación de frialdad, un presagio que anticipaba algo fuera de lo ordinario. Mis ojos se enfocaron en un punto en el espacio, donde gradualmente comenzó a formarse una figura etérea y luminosa. Era Alice, mi hermana, su presencia llenaba la habitación con una luz tenue y reconfortante. —Hermana, has crecido mucho, —murmuró Alice con una sonrisa suave y melancólica que iluminó su rostro transparente. Su voz, aunque suave, llevaba un eco que resonaba en el espacio silencioso. —Alice, tú... —comencé, sintiendo un nudo en mi garganta. —Te extraño tanto, —confesé, hablando en nuestra conexión mental. —Y yo a ti, querida mía, —respondió ella con dulzura y un destello de tristeza en sus ojos. —Ahora necesito que hables con Orión en mi lugar, ¿puedes hacerlo? —preguntó, su imagen parpadeando ligeramente como si luchara por mantenerse en nuestro plano. Asentí con la cabeza, tragando el nudo de emociones. Respi
Orión La sala se convirtió en un vórtice de silencio y tensión después de las revelaciones de la Bruja Madre. Me sentía como si un peso enorme se hubiera asentado en mi pecho, cada latido de mi corazón retumbaba con una mezcla de miedo y desesperación. Octavia, mi compañera, la persona que significaba todo para mí, estaba en peligro. Mi mente corría a mil por hora, intentando trazar cualquier estrategia que pudiera llevarme a ella antes de que fuera demasiado tarde. Podía sentir la mirada de cada Alfa en la habitación clavada en mí, esperando una decisión, un plan de acción. Pero en ese momento, solo podía pensar en Octavia, en su seguridad. La preocupación era evidente en el rostro de Leila mientras hablaba. —Alfa, nuestro conocimiento sobre las Tierras Sagradas es limitado, —comenzó, su voz transmitiendo una mezcla de cautela y seriedad. —Hay rumores y leyendas, pero nada concreto. Se cree que existe un muro invisible, antiguo y poderoso, que rodea ese territorio. Me incliné ha
Samuel La noche era una oscura manta sobre nosotros mientras regresábamos a nuestro punto de encuentro, los pocos lobos que quedaban de mi escuadrón estaban heridos y exhaustos. La frustración hervía en mi sangre, una mezcla de ira y desilusión. El ataque había sido un fracaso; Orión aún vivía. Cada paso que dábamos resonaba con el sonido de nuestras propias derrotas. El viento soplaba con un frío cortante, cada ráfaga como un recordatorio afilado del amargo sabor del fracaso que impregnaba la noche. —¿Cuántos quedamos? —pregunté, mi voz apenas más que un gruñido. —Ocho, Alfa, —respondió uno de los supervivientes, su voz ronca y cansada. —Solo ocho... —murmuré para mí mismo. Mi plan improvisado había sido perfecto, o eso creía. La rabia me quemaba por dentro, una llama que consumía toda lógica y razón. —Alfa, ¿qué haremos ahora? —preguntó otro, su mirada reflejaba la misma desesperación que yo sentía. —Regresaremos y nos reagruparemos, —dije, mi tono era frío y calculador, aunq
Lucas La penumbra del amanecer se colaba por las cortinas, dando a la habitación un tono grisáceo y sombrío. Al entrar, la vista de Samantha, acostada en el sofá con el rostro surcado de lágrimas secas y una expresión de desolación, me detuvo en seco. Cada respiración suya, cada pequeño movimiento, revelaba el abismo de dolor en el que se encontraba sumergida. Acaricié su rostro con delicadeza, retirando los mechones de cabello que se pegaban a sus mejillas húmedas. Su piel estaba fría al tacto, reflejo de las horas de espera y preocupación. Al sentir mi toque, Samantha se despertó con un sobresalto, sus ojos hinchados y rojos de llanto se abrieron ampliamente. —Soy yo, amor, —susurré, intentando transmitirle algo de calma con mi voz. Instantáneamente, se aferró a mí con una desesperación que partía el corazón. Sentí su cuerpo temblar mientras me abrazaba, su calor y fragilidad contrastaban con la fuerza de su agarre. —Dime que irás a por Octavia, por favor, —sollozó en mi cuello
Lucien El bosque parecía extenderse infinitamente frente a nosotros, con sus árboles altos y majestuosos que oscurecían el camino con sus densas copas. Cada paso que dábamos era pesado, un recordatorio del cansancio acumulado en nuestros cuerpos y mentes. Miré a Octavia, que caminaba a mi lado, su rostro mostraba signos de agotamiento, pero su determinación era inquebrantable. —¿Cómo te sientes? —pregunté, rompiendo el silencio que nos había envuelto durante horas. —Exhausta, pero no podemos detenernos ahora, —respondió ella con una voz firme, aunque sus ojos revelaban su fatiga. El crujir de las hojas secas bajo nuestros pies era el único sonido que nos acompañaba, junto con el ocasional canto de un ave distante. El aire estaba fresco, lleno del aroma de la naturaleza, pero esa frescura no aliviaba la pesadez de nuestros cuerpos. —Pronto llegaremos, —dije, más como un intento de convencerme a mí mismo que a ella. —Y luego podrás descansar. Ella asintió, una leve sonrisa apareci
Octavia Estábamos parados frente a un muro invisible en las Tierras Sagradas, un lugar que sentía conocido, pero al mismo tiempo tan extraño. La energía que emanaba del entorno era palpable, como un susurro en el viento que llevaba ecos de un pasado místico. Mientras miraba a Lucien, podía sentir la confusión y el esfuerzo en su intento por recordar. El lugar donde nos encontrábamos estaba impregnado de una energía enigmática y poderosa, lo que hacía que cada detalle pareciera cobrar vida propia. —Es extraño, —admitió Lucien, con una mirada perdida. —Mis recuerdos son borrosos, como si algo los estuviera bloqueando. Miré a nuestro alrededor, tratando de percibir algo más allá de lo visible. El lugar era hermoso, con una luz que jugaba entre las hojas de los árboles, creando un mosaico de luces y sombras. Sin embargo, había algo en el aire, una especie de melancolía, una sensación de que este lugar estaba lleno de historias antiguas y olvidadas. —No solo es hermoso, es... inquieta
OctaviaCuando finalmente el mundo se estabilizó y nuestros pies tocaron el suelo nuevamente, nos miramos el uno al otro, respirando con dificultad, los ojos muy abiertos por la incredulidad y el asombro. Estábamos vivos, y el muro que nos había bloqueado el camino había desaparecido, dejando ante nosotros un camino abierto hacia lo desconocido.El aire se volvió más pesado y cargado a medida que las nubes negras que se arremolinaban en el cielo sobre nosotros presagiaban una tormenta inminente. Un olor a tierra mojada llenaba mis pulmones, y una sensación de electricidad estática hacía que los pelos de mis brazos se erizaran. Al mirar hacia adelante, vi un humo negro, denso y lento, que se elevaba desde las profundidades del bosque, como los dedos de una mano oscura extendiéndose hacia el cielo.—Esto se pone cada vez mejor, —dije con un tono irónico, observando cómo el humo negro se mezclaba con las nubes grises. —Bueno, esto no era lo que esperaba —comenté, mi voz cargada de sarcas
Lucien La presión de la mano de la Diosa Luna sobre mí era casi insoportable, un peso que amenazaba con aplastar mi ser mismo. La sensación de la corriente eléctrica recorriendo mi cuerpo era tan intensa que cada músculo se tensaba, cada nervio vibraba. Era una mezcla de dolor y revelación, una claridad dolorosa que traía consigo recuerdos largamente olvidados. En mi mente, las imágenes se sucedían rápidamente, cada recuerdo más vívido que el anterior. Me vi a mí mismo en las Tierras Sagradas, no como un simple visitante, sino como un habitante, un comandante, un amante de la Diosa. Las imágenes eran claras y precisas, llenas de poder y seducción. Yo no era quien creía ser; yo era el comandante de las Fuerzas de la Diosa Luna, su confidente, su amante, su guerrero. La revelación fue un golpe brutal a mi identidad. Recordé el rostro del hombre que había creído mi amigo, su mirada de confianza y fraternidad, pero luego vi la verdad. No era mi amigo; era mi víctima. Lo había matado yo