La tensión se hacía palpable en la sala de videovigilancia de la estación de servicio. Mi Beta estaba inquieto, caminando de un lado a otro mientras discutíamos los próximos pasos.
—Ya hemos visto mil veces las cintas. Ya vimos cómo ese hijo de puta subía a las niñas a esa camioneta. Tenemos que ir tras ellos —expresé con urgencia, la preocupación reflejada en mi rostro.
La voz de Beta llevaba un matiz de desesperación mientras respondía:
—Ya mandamos dos autos con la información de la camioneta. La policía local está colaborando. Tenemos que esperar. Si descubren que estamos tras ellas, podrían hacerles daño, Alfa.
Me acerqué a Beta, mirándolo fijamente.
—¡Es mi niña la que está en peligro ahí fuera! —le grité, la preocupación y el miedo desgarrando mi voz.
Beta se mantuvo impasible, pero sus ojos reflejaban el mismo dolor y desesperación que sentía yo.
—También lo está mi cachorra. Estoy desesperado por volver a tenerla en mis brazos, pero tenemos que ser pacientes. La quiero de vuelta con vida.
La habitación quedó sumida en un silencio tenso mientras ambos compartíamos la misma angustia y la determinación de reunir a nuestras cachorras con vida.
Una noticia repentina nos sumió en el silencio. La voz de nuestro jefe de espías interrumpió la discusión que se estaba gestando, conectándose mentalmente conmigo y Beta.
"Lo siento mucho..." comenzó, y de inmediato supe a qué se refería con esa disculpa.
"Dónde..." No era una pregunta que hacía Beta, ya entendíamos lo que había ocurrido.
"A las afueras de la ciudad de los humanos. Estamos en la segunda curva al norte, la camioneta cayó por el barranco... No hay sobrevivientes." Su voz concluyó, y sentí cómo el mundo se derrumbaba a mi alrededor.
"No, no, no, no, mi pequeña, no..." murmuré en un estado de devastación. Estaba tan arruinado, tan sumido en mi propio dolor, que no noté cuándo Beta salió corriendo de la estación.
La desesperación y el dolor eran insoportables, y me sentía atrapado en un abismo de tristeza y angustia. La noticia de la tragedia nos había golpeado con una fuerza abrumadora, y la pérdida de nuestras amadas cachorras dejó un vacío en nuestros corazones que nunca podría llenarse.
No sé quién me arrastró fuera de la estación de servicio, ni quién condujo hasta la casa de la manada. Perdí la noción del tiempo y el espacio en un torbellino de dolor y angustia.
Mi mente estaba nublada por la devastación, y cada pensamiento se sintió como un puñal en lo más profundo de mi ser. Había perdido una parte de mi corazón, una parte de mi alma, y me quedé atrapado en la oscuridad de la desesperación, con un corazón roto en las manos.
El mundo a mi alrededor se volvió borroso e insignificante, y me sentí como si hubiera caído en un abismo sin fin de tristeza y pérdida. El dolor era abrumador, y no sabía cómo encontrar la fuerza para seguir adelante.
El dolor de la pérdida era insoportable para mi Luna y para mí. Habíamos perdido a nuestras niñas; a nuestra hija y a nuestra sobrina, y el peso de la tragedia nos oprimía con una fuerza desgarradora. Sentir las emociones de ambas familias era aniquilante: la tristeza, la impotencia, el dolor, la ira, la furia.
En medio de tanta oscuridad, no sabía si alguna vez podríamos encontrar la luz de nuevo. La desesperación y la pena nos envolvían, y parecía que el mundo se había convertido en un lugar sombrío y desolado. En ese momento, la vida misma parecía haber perdido su significado.
Un momento de paz llegó solo cuando llevamos a cabo el ritual, cuando quemamos los restos ya calcinados de nuestras pequeñas. Fue entonces cuando la luz pareció asomarse entre las sombras, y sentimos un atisbo de paz. Sabíamos que ahora estarían con la Diosa Luna, quien las cuidaría eternamente.
Ese mes, compartimos todos dentro de la manada la peor semana de duelo por nuestros seres queridos perdidos. No importaba cuánto tiempo pasara, no era posible volver a sentirnos completos. La pérdida de nuestras amadas cachorras había dejado un agujero en nuestros corazones que nunca podría llenarse. La tristeza y la ausencia de sus risas y alegría eran un recordatorio constante de lo que habíamos perdido, y la vida ya no sería la misma para ninguno de nosotros.