Helena muriendo (6to Libro)
Helena muriendo (6to Libro)
Por: Day Torres
CAPÍTULO 1

Marco caminó hasta la línea de árboles que separaban el bosque de la antigua casa. No podían verlo allí, y nadie en su familia imaginaba que podía estar tan cerca, pero él veía cada movimiento, cada palada de tierra mientras el ataúd bajaba hasta su eterno descanso.

Adentro estaba la niña de sus ojos, su hermana, la persona a la que había amado y habría protegido con su propia vida… si hubiera podido. Pero no. Él, que era el más poderoso de los hombres del Imperio, sólo había alcanzado a rugir su dolor mientras recibía aquella noticia.

Vio a Carlo abrazando a su madre, a Ángelo echarse a llorar como un niño, y a Ian apoyarse en su esposa con tristeza. Alessandro parecía un fantasma y Fabio era como él, rumiando en silencio su agonía. 

Y unos pasos más allá Marco la vio. Tenía el cabello negro como un abismo y la mirada perdida. Era hermosa, con esa clase de belleza frágil y dulce que desarmaba el corazón… pero él ya no tenía ninguno.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó un celular. Nunca lo había usado. Jamás en los últimos quince años se había visto tentado a marcar el único número que estaba grabado en él, porque sabía de lo que era capaz la persona del otro lado de la línea.

— Marco. — respondieron al primer tono.

— Loan.

— Lamento mucho lo que sucedió. — dijo el hombre.

— No te llamé para que me des el pésame.

Se hizo un silencio que pareció infinito antes de que la voz se escuchara otra vez.

— Sabes lo que sucederá ahora, ¿verdad?

Sí, Marco lo sabía. Todo lo que conocía y amaba quedaría atrás. Su vida, su familia, su Imperio, incluso su propio nombre desaparecería para siempre de la faz de la tierra. Pero si eso era lo que se necesitaba para tener su venganza, entonces que así fuera.

— Loan, él me envió a Flavia en un ataúd, y sabes que yo devuelvo todo… con agradecimiento o con rencor, pero devuelvo todo.

*********************************

Un año después...

Helena salió por la puerta trasera del club, que daba a los muelles de carga, y se detuvo junto al enorme barandal el tiempo suficiente para asegurarse de que aquel hombre no hubiera salido tras ella. Cuando Mariana y Katia la habían invitado al “mejor antro de la marina”, no le habían dicho que la invitación venía con un maldito acosador incluido, uno que la había estado molestando toda la noche hasta que había decidido largarse sin siquiera despedirse.

— ¡Esto me pasa por idiota! — se reprendió.

Miró su reloj mientras evaluaba la situación, pasaban de las doce de la noche y los muelles estaban desiertos. Al menos un centenar de barcos recalaban en el puerto en Marsella, y era todo un espectáculo caminar sobre las tablas empapadas en agua y salitre, mientras a cada lado se alzaban aquellos hermosos gigantes blancos.

Divisó la avenida principal a unos doscientos metros y apresuró el paso mientras miraba de cuando en cuando por encima del hombro.

La noche había comenzado de una manera espectacular: Katia, Marina y ella habían sido invitadas a uno de los clubes más exclusivos de Marsella. Muy pocos tenían acceso a él, pero Katia era modelo y Mariana no lo era porque no quería; la cuestión es que eran un par de mujeres despampanantes que no pasaban desapercibidas en ningún lugar, y no habían tardado en hacer algunos amigos.

Helena era diferente. Con su uno sesenta y cuatro de estatura, su cabello negro como el ébano y sus curvas bien marcadas, se consideraba una belleza distinta. Quizás no atrajera tantas miradas como sus amigas, sin embargo atraía justo las que le gustaban.

Recordó al italiano que había conocido esa misma mañana, un afortunado tropiezo en un café, una disculpa, una sonrisa, un nervioso intercambio de nombres y un “hasta luego” demasiado forzado: él se había quedado queriendo más y ella también. Se había pasado todo el día pensando en él, tan misterioso, tan seguro de sí mismo, tan apuesto, tan… diferente de los nuevos “amigos” de Katia.

O más bien de uno, que parecía estúpidamente obsesionado con ella. Era un hombre que no llegaría a los treinta años, razonablemente bien parecido y con bastante estilo, pero había algo en sus ojos que le ponía a Helena los pelos de punta.

— ¿Bebita, por qué no vas a bailar con Samuel? — le había insistido Mariana — No deja de mirarte, se nota que le gustas.

— Pero él a mí, no. — Helena había levantado su copa con nerviosismo— Tiene un “no sé qué” que no me da buena espina.

— ¿Y qué planeas hacer? — se había burlado Katia — ¿Vas a estar toda la noche escondida detrás de nosotras? Por lo menos deja que te invite a una copa.

— No me estoy escondiendo, Katia. Sencillamente no quiero bailar con él… y menos que me invite a nada.

— Pues entonces pon esos hermosos ojitos en otro, pero haz algo por amor de dios. No puedes ser una mojigata toda la vida, ve a bailar con alguien, a besuquearte con alguien… qué sé yo…

Katia y ella habían hecho el mismo gesto de fastidio al mismo tiempo. La verdad era que Helena no podía recordar exactamente por qué era amiga de Katia… ¡Ah, sí, porque Gabriel le tenía aprecio! Gabriel, el ángel protector y el pegamento de aquella pandilla que había decidido recorrer Francia durante dos semanas para celebrar el cumpleaños de Helena.

Gabriel era quien siempre salía en su defensa cuando alguna de las chicas la molestaba más de la cuenta por su evidente falta de libertinaje, pero ni siquiera Gabriel le prestaba mucha atención en aquel momento, porque una pícara francesa, de rubios rizos y ojos coquetos lo tenía en aquel instante literalmente comiendo de su mano.

La noche había ido empeorando minuto a minuto. El famoso Samuel no había dejado de intentar acercarse a ella, de invitarla a bailar y a algo más, y Helena se retorcía del asco cada vez que se acercaba para tratar de hablarle al oído. No podía explicar qué era, pero aquel hombre tenía algo de siniestro en su expresión que le provocaba una extraña repugnancia.

Finalmente todo había terminado con una mano de Samuel tocando lo que no debía, y una rodilla de Helena golpeando en donde más dolía. Después de eso había dejado de ser la chica a la que sus amigos siempre protegían y, enojada como estaba, había tomado la decisión de irse sola al hotel.

Y aunque el aire fresco de la madrugada era muy buena medicina para el mareo, no tardó en darse cuenta de que había sido una mala decisión. Siguió caminando entre los barcos recalados, y segundo a segundo la piel se le iba erizando, como si presintiera que alguien estaba siguiéndola.

Llevaba una chaqueta negra de media manga, y debajo un vestido blanco ajustado a la cintura que destacaba cada una de sus curvas sin llegar a ser excesivamente provocador. Helena pensó que, si se quitaba los tacones, incluso podía correr sin que los delicados pliegues del vestido le estorbaran, pero no había que entrar en pánico, después de todo solo era un miedo infundado, nadie la estaba siguiendo… nadie…

— ¡Pegas fuerte para ser una maldita enana! — el cuerpo que la interceptó saliendo detrás de uno de los botes la detuvo en seco.

No tenía idea de cómo Samuel había logrado alcanzarla sin que ella lo viera venir, pero tenía la voz áspera y apestaba a alcohol. Helena se puso rígida cuando una mano se cerró sobre su brazo, apretándolo con violencia, y sabía que atacar dos veces el mismo sitio no daría resultado, así que pateó más abajo, directo sobre la rodilla, arrancándole un grito a Samuel.

— ¡Hija de p…!

Ese efímero de segundo de dolor y sorpresa en que el hombre aflojó su agarre fue suficiente para que Helena echara a correr con todas sus fuerzas, se dio la vuelta ya sin ver a dónde iba, mientras fuera lejos de Samuel, pero cada vez que volteaba la cabeza juraba que podía ver su sombra moviéndose contra las tenues luces de los muelles.

— No te vas a escapar de mí, morenita. — la amenaza era un susurro que lograba escuchar — No tienes a dónde ir.

El corazón latía frenético en su pecho, mientras miraba a todos lados buscando alguna señal de vida, pero increíblemente los barcos parecían abandonados a aquella hora de la madrugada. No había ningún lugar donde esconderse excepto por los botes. Si se subía a uno, con suerte encontraría a alguien que la ayudara, pero si estaba vacío entonces se habría metido ella solita en una ratonera de la que no podría escapar.

Siguió corriendo sin mirar a dónde iba, dio vuelta en una esquina, luego otra, luego… De repente sintió que le faltaba balance, algo tiró de ella y cayó de bruces, lastimándose las palmas de las manos. Uno de los tacones se había atorado entre dos tablones de madera, Helena tiró de él con todas sus fuerzas pero el maldito zapato no salía. Segundos preciosos se iban mientras intentaba desatar las correas, podía escucharse jadeando, temblando, podía sentir cómo el hombre se acercaba, cómo iba a atraparla, como… Y cuando estaba a punto de gritar alguien la arrastró.

Una mano sobre su boca, la otra contra su cuello y por debajo de uno de sus brazos. Helena pataleó para soltarse, pero el hombre que la arrastraba hasta una de las bodegas más alejadas del puerto era visiblemente más fuerte que ella. Sus uñas hacían surcos en los antebrazos que la aprisionaban, pero ni así lograba liberarse. Finalmente sintió un tirón que la hizo darse la vuelta y antes de que pudiera siquiera reaccionar, una bofetada la mandó directo al suelo.

— ¡Infeliz…! — gritó.

Se llevó las manos a la cara y se encogió sobre sí misma, sentía los latidos de su corazón en su cabeza, la sangre bombeando histérica por sus venas, pero no iba a rendirse. Con los pies recogidos bajo su cuerpo, zafó la correa del zapato que le quedaba y se preparó para defenderse. Sintió el tirón a su cabello que la obligaba a ponerse de rodillas y con todas sus fuerzas dirigió el tacón de trece centímetros hacia la parte más blanda de la pierna que tenía enfrente, logrando enterrarlo algunos centímetros.

Después todo fue caos, gritos, sangre y terror. Si Samuel había sido un acosador impertinente, ahora era una bestia cegada por la rabia. Otra bofetada la mandó contra una de las paredes de la bodega, haciendo que se golpeara la cabeza. Estaba aturdida y adolorida, pero lo suficientemente consciente para sentir las manos del hombre desgarrando la fina chaqueta, tirando del blanco vestido que ya estaba completamente manchado de la suciedad y del polvo del suelo. Gritó, lloró, rasguñó, golpeó, no dejó de pelear como una posesa mientras aquel hombre volvía a golpearla y rasgaba las finas medias color piel…

Y luego todo se detuvo.

El aire corrió limpio sobre ella cuando Samuel cayó hacia atrás, impulsado por un golpe que Helena no supo de dónde había llegado. Un cuerpo que le pareció gigantesco se interpuso entre ella y su agresor, que sólo soportó otro puñetazo antes de salir huyendo como un cobarde.

Eso fue lo último que vio antes de que la adrenalina abandonara su cuerpo. El gigante se inclinó sobre ella y le acarició el rostro.

— ¡Helena! — sus manos eran suaves y su voz extrañamente conocida — ¡Helena, mírame!

Ella lo intentó, de veras lo intentó, pero la sensación de seguridad que le daba su cercanía solo hizo que su cuerpo cediera ante el shock del momento. Una bruma cubrió sus ojos y los sonidos se hicieron cada vez más lejanos. Sintió unos brazos levantándola con urgente delicadeza mientras la voz no dejaba de llamarla. ¿Quién era? ¿Por qué le resultaba familiar? ¿Cómo sabía su nombre? Se abrazó a su cuello, temblorosa, y permitió que todo se volviera oscuro.

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