Cap° 2

No pude quitarme el asunto de la cabeza en todo el día. ¿cómo podía persuadir a la persona más testaruda y adicta a la adrenalina del mundo que no arriesgara su vida? Era una batalla casi pérdida, como la vez que lo quise convencer de que no corriera esa carrera con el chico nuevo y terminó rompiéndose la clavícula contra un poste de luz, creo que le dolió más pagar las reparaciones de su moto que el hueso roto.

Walter se iría para el extranjero con sus padres, se quedaría allí, y temía que ellos no le permitieran volver. Aunque era un hombre adulto consciente y capaz, dependía de la ayuda monetaria que le daban. Según él, acabaría su carrera de medicina y trabajaría para pagar su residencia, para no depender de ellos.

Cientos de veces le había tratado de convencer para que se fuera con sus padres, allá tendría más oportunidades de abrirse camino en el mundo, pero siempre me había dicho que no, que amaba su tierra y no la quería dejar. Pero en el fondo yo sabía que había otra razón, algo más grande, más fuerte. no creo que fuera yo, sus padres me tenían aprecio y sé que podría visitarlo cuantas veces quisiera. Entonces, suponía yo, que, al tener miedo de no volver, tenía miedo también de perder la única oportunidad de ver una sirena, era la única razón que mi mente despistada de ese entonces podía encontrar.

Entré en mi cuarto después de la cena con mi abuelo y mi hermano. Hablamos de todo y nos reímos un rato, como siempre. La cenas con el abuelo eran divertidas, y guardé cada una en miente como el tesoro más preciado.

me tiré en la cama boca abajo apretando la almohada y respirando su olor, olía a sudor, entonces hice una nota mental para lavar las sábanas al siguiente día y recordé a la chica del parque, ¿Cómo es que nunca la había visto? La ciudad era pequeña y poco habitada, nadie quería vivir cerca del mar, y mucho menos en uno donde estuvieran las sirenas, ¿por qué no la había visto antes? Me pregunté a mi mismo de nuevo, ¿por qué no había sacado el valor de hablarle? Pensé que tal vez los traumas de mi pasado me detenían.

Mi abuela había muerto hacía unos diez años en un accidente de tránsito junto con mis padres. El suelo estaba húmedo y el auto perdió el control. Entonces mi hermano y yo tuvimos que vivir con mi abuelo. No era malo, pero perder de la nada a la familia era un golpe fuerte y más para un niño.

Vivíamos de la tienda de libros del abuelo, en una ciudad tan chica como esa, las personas casi no compraban libros, preferían ir a la biblioteca, ver películas o jugar al fútbol, pero las pocas personas que lo hacían nos ayudan mucho.

Siempre nos turnábamos para estar al pendiente. Mi hermano, que es un año menor que yo, estaba en la tienda en las tardes, mi abuelo en la mañana y yo en la noche, excepto los fines de semana en los cuales me quedaba desde la mañana hasta casi el atardecer por que mi hermano trabajaba y el abuelo se quedaba en casa.

—¿qué tal tu día? — preguntó mi hermano sentándose bruscamente en la cama haciendo que me sobresaltara.

 —Un día Excitante — dije con sarcasmo —y ¿cómo va la librería? — pregunté mirándolo por el rabillo del ojo.

No nos parecíamos casi en nada; su cabello era rubio y sus ojos impresionantemente verdes iguales a los de mamá; mientras que yo era castaño y tenía los ojos del abuelo, de un color miel intenso.

—Bien — dijo después de un gran suspiro —Hoy vendí un par de ejemplares de esa novela erótica tan famosa, se vende bien— Su mirada se perdió en los pliegues de mi cama, sus dedos juguetearon con la funda de la almohada y se mordió el labio. Me quería decir algo. Lo conocía como a mí mismo y no me equivoqué cuando su mirada se posó sobre la mía y lo soltó —Ray. Tengo que decirte algo

—¿Que? — Me acomodé en el cabecero de la cama y crucé las manos.

—Te quieren ver en el Anidado —dijo en un hilo de voz y no me moví. ¿qué querrían de mi allí?

El Anidado era el nombre de la empresa textil más grande del país, y allí trabajaba mi hermano, haciendo aseo en los corredores los baños y unos cuantos mandados. La dueña era una ponzoñosa anciana de unos ochenta años de edad, era cruel y humillativa. Amelia Pétricor.

Mi abuelo le había pedido un préstamo un tanto gordo para remodelar la librería. No era tanto. Pero para un anciano de ochenta y uno y dos adolescentes, era más que suficiente para preocuparnos.

mi hermano se ofreció a trabajar en su empresa los fines de semana y un porcentaje de lo que poco que ganaba era abonado a la deuda.

—Vamos, Alexander dime quien — le acosé y él se removió incómodo.

—Doña Amelia quiere hablar con Tigo — como si de un resorte me tratase, me puse de pie y luego caminé hasta la ventana, necesitaba aire fresco. Miré a mi hermano con cara de terror para encontrarme con la misma situación, su cara daba más miedo que la idea de ir a ver la viejita esa.

—¿Para qué? — pregunté tragando saliva —sabes que esa señora me eriza la piel.

—Quiere hablar sobre la deuda — No podía ser. Miré por la ventana y dejé que el aire fresco de la noche golpeara mi cara con fuerza, lo necesitaba. Me empezaba a hogar. ¿por qué? Todavía faltaba para que se cumpliera el plazo que le dio a mi abuelo.

—¿Por qué yo? — pregunté rascándome el cuello —la deuda es con mi abuelo no conmigo.

—Yo qué sé —mi hermano se encogió de hombros — yo solo soy el mandadero. Creo que es porque ya cumpliste los dieciocho.

—¿Cuándo? — no quería escuchar la respuesta, pero debía.

—El lunes en la noche — contestó mi hermano, bajó la mirada y respiró profundo —pienso que no es sólo la deuda.

—¿A qué te refieres? — Me alejé de la ventana y me senté a su lado.

—Aún falta mucho. Más de seis meses para que se cumpla el plazo —pienso que te quiere para otra cosa.

—No me acostaré con ella — dije tratando de soltar una sonrisa que se transformó en una mueca de angustia.

—No. No creo que sea eso — hizo énfasis en la palabra creo —desde hace días me ha estado preguntando cosas raras respecto a ti.

—¿Cómo qué?

—Cosas, si tienes novia, qué te gusta hacer. Una vez me preguntó si tu serias capaz de morir por un ser querido. Obvio sonó tan casual que apenas noté que fue algo raro.

— ¿Qué le contestaste? — pregunté inclinándome hacia él.

—Que si... sé que lo harías.

—Si, lo haría — él hizo una mueca de desagrado y continuó.

—Me pregunto si eras cobarde, pero eso sí fue una pregunta directa nada que se camuflara con la conversación —Eso me asustó un poco, para qué necesitaba saber esa señora si yo era cobarde.

—¿Y qué dijiste? — pregunté, aún recuerdo lo alarmada que sonaba mi voz.

—Le dije que no sabía. Entonces ella se puso extraña y me pidió que te dijera que quería verte. Yo le pregunté para qué y me dijo que era sobre la deuda.

—bueno — respiré resignado —tendré que hacerlo

Vi el reloj después de que él se fuera, era temprano. Recosté mi cabeza en la almohada y miré por la ventana, el mar se veía desde mi casa, estaba tormentoso, la luz de la luna lo golpeaba con delicadeza y él le devolvía el toque con olas gigantes capaces de arrasar cualquier navío para enviarlo directo a las garras de tan hermosas criaturas.

La imagen de Walter golpeó mi cabeza como un bumerang que no vi llegar, tenía miedo de lo que pudiera pasar al siguiente día en la noche. Muy claros los avisos decían que debíamos estar a cien metros de distancia, no quería ir, no. No lo haría, esperaba que Walter no se enojara conmigo, no creía que se enojara por no querer que me comieran a mordiscos unas chicas sexis... aunque no sonaba tan mal diciéndolo así. También tenía que ver a la anciana malvada. Y ¿si quería que pagara la deuda de otra manera? No me quería acostar con una anciana, preferiría morir mordisqueado por sirenas y no aplastado por los pliegues arrugados de la señora Amelia. Si lo decía así sonaba peor.

Esa noche soñé con la chica del cabello negro.

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