Luego de cerrar el contrato con los nuevos clientes, Alberto se dirigía a donde su padre para contarle la gran noticia. Su corazón latía con felicidad: siempre había soñado con ser padre, ser tan bueno como su padre lo había sido con él. Estaba tan absorto en sus pensamientos que casi cruzó la calle con el semáforo en rojo, pero se detuvo a tiempo.Una llamada entrante lo sacó de su ensoñación. Era el detective a cargo de los delitos de Andrés.—Solo espero que Andrés pase mucho tiempo en la cárcel —pensó con amargura.—Alberto, lamento informarte que Andrés escapó mientras lo trasladaban al juicio.El aire se volvió denso a su alrededor. Alberto apretó el volante, intentando procesar la noticia. Agradeció al detective y siguió su camino hacia donde estaba su esposa.Pensó en llamar a Samanta, pero descartó la idea. No podía arriesgarse a que la noticia afectara su embarazo. En su lugar, marcó el número de Tatia.Al llegar a la casa de la chica, lo primero que notó fue la ausencia del
—¿Ahora qué pretendes? —pregunta Sara, exhausta tras tanto tiempo en esa casa.—Tendrás que esperar... ¿Por qué tu amado Gustavo no te ha buscado? Digo, llevas una semana aquí, y mis hombres no han reportado a nadie buscándote.El corazón de Sara se hundió por un momento, pero prefirió creer que era mentira. Gustavo le había demostrado que la amaba. Duró tanto tiempo en el extranjero, buscando la forma de enfrentar a Andrés, y ella estaba segura, que pronto el actuaría.—Gustavo es listo. Él me sacará de aquí —contestó con seguridad.—Mandaré a que te traigan algo de comer. Mejor siéntate a esperar a tu príncipe azul... pero te advierto: podrías cansarte —fue lo último que dijo Andrés antes de salir de la habitación.—¿Qué tienes para mí? —preguntó a su secretario, ya en el pasillo.—Tenemos a Roger. Está en el sótano.Una sonrisa se apoderó de los labios de Andrés. —Bien. Vamos —ordenó mientras caminaba a paso firme.Al llegar al sótano, Roger estaba encadenado a una silla. Sus ojos
Samanta caminó tambaleante por el borde de la carretera. Sus manos temblaban y su mente estaba nublada por todo lo que había vivido últimamente. No había avanzado mucho cuando una patrulla se detuvo a su lado. —¡Alto ahí! —ordenó un oficial al bajar del vehículo. Al verla tan pálida y desorientada, se acercó con cautela—. ¿Está bien, señorita? Samanta solo asintió, incapaz de hablar. Los policías la reconocieron de inmediato y, tras confirmar su identidad, la llevaron a la comisaría. Dentro, le hicieron varias preguntas. Les contó lo que sabía sobre su secuestro y mencionó haber visto a Sara en ese lugar, aunque no tenía idea de su ubicación exacta. Minutos después, Alberto y Tatia irrumpieron en la sala. Al verla, Alberto la abrazó con fuerza. —Gracias a Dios estás bien —susurró. Cuando salieron, Samanta, con voz apagada, dijo: —Andrés… es mi padre. Alberto se detuvo en seco, sorprendido. —¿Qué? —Lo supe hace poco. No quiero hablar de eso ahora. Alberto asintió,
Sara se encontraba parada frente a la casa de Alberto, con el corazón acelerado y las manos temblorosas. Sabía que Samanta estaba adentro, sabía que el reencuentro debía ocurrir, pero algo la mantenía inmóvil. En su pecho, una sensación de vacío se intensificaba, como si una parte de ella se hubiera desmoronado al enterarse de la verdad. Poco a poco veía la silueta de Alberto acercarse a ella, Alberto salió del gran jardín que había frente a la casa, se paró frente a ella y le dijo. —Sara, ¿Cómo estás? Sara no contesto el saludo, no por mala educacion, sino por los nervios que tenía. —Necesito ver a Samanta. —Contestó ella de inmediato. —Lamento decirte esto... Pero Samanta no puede verte en estos momentos, ella no se siente preparada y respetaré su decisión. —Por favor, te lo pido, solo unos minutos, han pasado tres meses desde el día que me dijiste que ella me vería. —Realmente lo lamento, pero sabes que ella está embarazada y su embarazo ha sido difícil, cualquier cosa
El timbre del teléfono resonó en el amplio salón de la Mansión Monroe. Era un sonido poco habitual, pues casi siempre usaban sus teléfonos móviles. Gloria, una de las chicas de servicio, dejó de pulir la gran mesa de roble y se apresuró a contestar. —¿Diga? —Buenas tardes, ¿puedo hablar con la señora Samanta Love? —preguntó una voz femenina al otro lado de la línea, temblorosa, como si no estuviera segura de hacer esa llamada. —La señora Love no puede atender en este momento. ¿De parte de quién? —Soy Ana González, encargada de los apartamentos Riverview. Necesito hablar con ella sobre una emergencia relacionada con la señora Sara Love. Gloria sintió un escalofrío recorrer su espalda. Había escuchado suficiente sobre Sara como para saber que no era una simple llamada de rutina. —¿Qué ocurrió? —La señora Love está… en un estado muy delicado. Los vecinos han llamado varias veces porque escuchan gritos, llanto y golpes. Tememos que se haga daño. Por favor, alguien debe venir
Alberto terminó la llamada y guardó el teléfono en su bolsillo. Justo cuando se volteaba para salir del hospital, una voz familiar lo detuvo. —Alberto… Se giró rápidamente y ahí estaba ella. Camila El mundo pareció detenerse en el instante en que nuestros ojos se encontraron. Durante un año me repetí que lo había superado, que su ausencia no me dolía, que ya no significaba nada para mí. Pero al verlo de nuevo… todo se derrumbó. Mi corazón latió con fuerza, traicionándome. ¿Cómo podía seguir teniendo ese efecto en mí después de tanto tiempo? Sonreí, una sonrisa grande, sincera, que reflejaba lo mucho que lo había extrañado. Antes de que pudiera decir algo más que un sorprendido: —¿Qué haces aquí…? Me lancé a sus brazos. El contacto con su cuerpo fue como volver a casa. Casi pude engañarme a mí misma y pensar que todo estaba bien, que nada había cambiado. Pero entonces, noté algo. No me abrazó de vuelta. Su cuerpo se mantuvo rígido, sus brazos inmóviles. Un escalofrío recorri
Samanta se despertó temprano; la luz de la mañana apenas asomaba por la ventana, pero en su mente ya había una urgencia latente. Se levantó rápidamente de la cama, con la mirada fija en el reloj. Sabía que el tiempo corría y no podía perder ni un segundo. Su madre, Sara, la necesitaba. Tenía que ir a verla cuanto antes. Se dirigió al baño con paso apresurado. La ducha fue corta, apenas unos minutos. Samanta no podía dejar de pensar en lo que había sucedido, en lo que podría ocurrir si no llegaba a tiempo. Salió del baño, se secó el cabello rápidamente y se vistió con lo primero que encontró. No importaba la ropa, solo quería estar lista. La ansiedad no la dejaba pensar con claridad. De regreso en la habitación, miró a Alberto, que aún dormía. Él debía ser su apoyo en ese momento, debía acompañarla, pero su mente no podía esperar. Se acercó a la cama y lo sacudió suavemente. —Alberto, despierta —dijo con tono urgente pero preocupado. Alberto se removió un poco y abrió los ojos, sin
Al llegar a casa, el silencio que envolvía el ambiente solo aumentaba la carga en el corazón de Samanta. Cerró la puerta con suavidad y se quedó allí, de pie, mirando el suelo como si no pudiera encontrar el rumbo correcto. Las imágenes de la visita a su madre seguían revoloteando en su mente, como ecos persistentes que no la dejaban en paz. Alberto, que la había seguido de cerca, la observó desde la sala, notando el peso en sus hombros. Sabía que algo la afectaba profundamente, pero no sabía con certeza qué. Se acercó a ella y, con una mano sobre su hombro, intentó reconfortarla. —Samanta, no pienses tanto —dijo suavemente, tratando de suavizar la tensión que ella llevaba consigo. —Todo saldrá bien. Samanta se giró lentamente hacia él, sus ojos llenos de incertidumbre y dolor. A pesar de las palabras de Alberto, algo dentro de ella seguía retumbando con fuerza. —No puedo evitarlo, Alberto —respondió con voz baja y quebrada. —Siento que pude haber hecho más por ella... por mi madr