Alberto no podía quedarse de brazos cruzados. Aunque no tenía una relación estrecha con Camilo, algo dentro de él le decía que debía buscar informe sobre su condición. La incertidumbre lo carcomía, una sensación de urgencia se apoderaba de su cuerpo. No podía ignorarlo. Sin perder más tiempo, se dirigió a recepción y, con el corazón latiéndole en la garganta, exigió respuestas.—Necesito información sobre el señor Lawrence —su voz sonó firme, casi amenazante, al dirigirse a uno de los médicos.la chica suspiró antes de responder. Su expresión reflejaba compasión, pero también el peso de la noticia que estaba a punto de dar.—Lo lamento, pero falleció en la ambulancia antes de llegar aquí.Un escalofrío recorrió la espalda de Alberto. El mundo pareció detenerse por un instante. Su visión se nubló y un nudo amargo se formó en su garganta. No podía ser... Camilo estaba muerto.Mientras tanto, en la comisaría, Camila se encontraba en la sala de interrogatorios. Frente a ella, dos oficiale
Mientras tanto, Camila vivía su propio infierno en prisión. El lugar era un pozo de desesperación. El hacinamiento, la falta de higiene y la violencia la asfixiaban. Las reclusas la habían tomado como sirvienta. Le exigían dinero a cambio de dormir, bañarse, incluso respirar. Y si no pagaba, la alternativa era aún peor. Palizas. Humillaciones. Trabajos forzados. Los días se volvieron insoportables, hasta que recibió una visita inesperada. Su corazón latió con fuerza, esperando ver a Alberto. Quería explicarle todo, decirle que lo hizo por él, por amor. Pero cuando la puerta se abrió, su esperanza se convirtió en decepción. Georgina la observaba desde el otro lado de la mesa. Camila sintió una punzada de ira. Sus manos esposadas temblaron contra el metal frío. —Hola, Camila. Ha pasado un poco de tiempo —dijo Georgina con una sonrisa ladeada. —¿De qué te ríes? ¿Por qué no viniste antes? —preguntó con resentimiento. —Estaba ocupada. ¿Qué te pasó en la cara? —preguntó al
Los días pasaron como un torbellino de desesperación y sufrimiento para Camila. Estar encerrada en esa celda oscura y lúgubre era una tortura insoportable. Gritaba con desesperación, rogando que la sacaran, pero el silencio del otro lado de la puerta era ensordecedor. La comida que le traían era fría, insípida y repugnante, pero aun así, cada día esperaba con ansias el sonido de la pequeña abertura de la puerta al deslizarse, anunciando su ración. El tiempo transcurría lentamente, cada minuto en esa prisión se sentía como una eternidad. Pero un día, la gran puerta se abrió con un rechinido metálico. El guardia la tomó del brazo y la obligó a ponerse de pie. —Tienes una visita —anunció con voz monótona. Camila sintió su estómago encogerse. —No quiero recibir a nadie —susurró con voz quebrada. —No tienes opción —replicó el guardia con frialdad—. Te darás un baño rápido y regresarás. Ella asintió en silencio, sin fuerzas para discutir. Se bañó y se puso de nuevo su uniforme gastado
El juicio de Camila se acercaba. Veinticuatro horas. Ese era el tiempo que la separaba de completar su plan. Su corazón palpitaba con una violencia aterradora, como si quisiera rasgarle el pecho y huir de la condena que la aguardaba. Apretó los puños hasta que sus uñas se clavaron en su piel. El miedo se aferraba a sus entrañas, pero una chispa de esperanza ardía en su interior. Agustín le había dado su palabra. Y ella lo había visto en sus ojos: se estaba enamorando de ella. Durante un mes entero, la visitó sin falta. El tiempo en prisión seguía siendo un tormento, pero prefería soportar los juegos de Agustín a volver a ser el saco de golpes de las reclusas. Desde que él apareció en su vida, nadie más se atrevió a tocarla. Ni siquiera el guardia que solía golpearla con sadismo. Lo habían destituido. Ahora, Camila era intocable. El patio: su reino El sol abrasador caía sobre el patio de la cárcel, proyectando sombras alargadas en el suelo polvoriento. Los ojos de las reclusas
Samanta llegó a casa con el corazón latiendo a toda velocidad. La imagen de Camila antes de irse, con esa sonrisa enigmática, quedó grabada en su mente. —¿Por qué tenía esa sonrisa? —preguntó en un murmullo, casi para sí misma. —¿Quién? —preguntó Alberto, frunciendo el ceño. Samanta se dio cuenta de que había hablado en voz baja. Tragó saliva y lo miró directo a los ojos. —Camila. Tenía una sonrisa cuando se la llevaron. Alberto suspiró, tomándose un momento antes de responder. —No lo sé, pero me aseguraré de que no salga. Samanta asintió, sintiendo una ligera tranquilidad en su pecho. Sin embargo, en el fondo, algo en ella le decía que Camila no se daría por vencida tan fácilmente. *** En la prisión, Camila caminaba con la cabeza en alto y una sonrisa cada vez más grande. La escoltaban los guardias, pero no parecía una reclusa común, sino una reina volviendo a su trono. Las miradas de las demás presas la seguían, llenas de odio, miedo y envidia. Ninguna había logra
—¿Qué descubriste? —preguntó Samanta en cuanto Alberto cruzó la enorme puerta. Él la miró con el rostro sombrío, su voz salió grave, casi como un susurro. —Es verdad… Camila está muerta. Yo mismo vi su cuerpo. Está llena de moretones… y tenía varias puñaladas. Samanta sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Su respiración se volvió pesada mientras intentaba asimilar la noticia, a pesar de los que intento hacerle, la idea de morir de esa forma le causaba malestar. —Qué horror… —susurró, abrazándose a sí misma. Dagne, que había estado en el sofá jugando con la bebé, alzó la vista con el ceño fruncido. —¿Qué habrá hecho Camila para terminar así? Samanta la miró incrédula. —¿Lo preguntas en serio? Dagne se encogió de hombros. —Es que… sé que era una grandísima perra, pero pensé que en la cárcel se calmaría un poco. —Al parecer, no. —Alberto suspiró, pasando una mano por su rostro —Y por eso terminó así. El silencio llenó la sala por unos segundos, solo interrumpido
—Te vas a casar en una semana. Samanta—Me quedó paralizada durante unos segundos, el matrimonio nunca paso por mi mente. —Padre, ¿De que estás hablando? —Te digo que te casarás. —No quiero casarme, soy muy joven. —No es lo que quieras, es lo que tiene que hacer por el bien de la familia, tiene que hacerlo, te recuerdo que fue tu culpa que nos encontremos en esta situación. Solo tuya. —Sus palabras son como antorcha que queman mi piel. Aún así sigo implorando. Con mis ojos llenos de lágrimas le pido. —Padre por favor, no estoy preparada para eso. —Eso no es asunto mío, te dije que te casas y lo haces, y no vuelvas decir nada más del tema. —Esta bien padre, lo haré. —Estas palabras pesan en mi garganta. —Me alegra que no te resista. Sabe que estamos en quiebra, tú más que nadie sabes el porque. —¿Qué se supone que haga ahora? —Vamos a conocer a tu suegro y futuro esposo. —¿Qué tiene esa familia de especial? —Son una familia de mucho dinero, creyeron en
Rosa—Estas hermosa querida. Samanta. —Gracias madre. Tengo la piel de gallina, estoy sudando frío. Me veo en el espejo para asegurarme de no estropear mi maquillaje, respiro profundo y pienso que todo pasará rápido. —Vamos Samanta, tú puedes, no pasará nada. —Digo esto en mi mente una y otra vez, hasta lograr tranquilizarme. Comienza a sonar la música, mi padre me espera con una gran sonrisa. —Te ves bellísima. —Gracias padre.—Hago una sonrisa amarga. Sacerdote—Estamos aquí para celebrar la unión de dos personas que se aman... Durante todo el tiempo que el sacerdote habló estaba ausente. Pensaba en como sería mi vida luego de salir de esto. Me iré lejos, nunca más volveré a este lugar, estaré lo más lejos de mis padres como me sea posible. Siento un pellizco y miro a mi lado. Es hora de realizar los votos. Luego de la boda las personas nos felicitan, no conozco a nadie en absoluto, más que a mis padres. Alberto—Tenemos que mantenernos juntos. Samanta—¿Tie