Samanta se despertó temprano; la luz de la mañana apenas asomaba por la ventana, pero en su mente ya había una urgencia latente. Se levantó rápidamente de la cama, con la mirada fija en el reloj. Sabía que el tiempo corría y no podía perder ni un segundo. Su madre, Sara, la necesitaba. Tenía que ir a verla cuanto antes. Se dirigió al baño con paso apresurado. La ducha fue corta, apenas unos minutos. Samanta no podía dejar de pensar en lo que había sucedido, en lo que podría ocurrir si no llegaba a tiempo. Salió del baño, se secó el cabello rápidamente y se vistió con lo primero que encontró. No importaba la ropa, solo quería estar lista. La ansiedad no la dejaba pensar con claridad. De regreso en la habitación, miró a Alberto, que aún dormía. Él debía ser su apoyo en ese momento, debía acompañarla, pero su mente no podía esperar. Se acercó a la cama y lo sacudió suavemente. —Alberto, despierta —dijo con tono urgente pero preocupado. Alberto se removió un poco y abrió los ojos, sin
Al llegar a casa, el silencio que envolvía el ambiente solo aumentaba la carga en el corazón de Samanta. Cerró la puerta con suavidad y se quedó allí, de pie, mirando el suelo como si no pudiera encontrar el rumbo correcto. Las imágenes de la visita a su madre seguían revoloteando en su mente, como ecos persistentes que no la dejaban en paz. Alberto, que la había seguido de cerca, la observó desde la sala, notando el peso en sus hombros. Sabía que algo la afectaba profundamente, pero no sabía con certeza qué. Se acercó a ella y, con una mano sobre su hombro, intentó reconfortarla. —Samanta, no pienses tanto —dijo suavemente, tratando de suavizar la tensión que ella llevaba consigo. —Todo saldrá bien. Samanta se giró lentamente hacia él, sus ojos llenos de incertidumbre y dolor. A pesar de las palabras de Alberto, algo dentro de ella seguía retumbando con fuerza. —No puedo evitarlo, Alberto —respondió con voz baja y quebrada. —Siento que pude haber hecho más por ella... por mi madr
Samanta terminó de ducharse y se envolvió en una toalla antes de caminar hacia el vestidor. Se vistió con calma, eligiendo ropa cómoda pero elegante. No quería parecer débil cuando viera a su padre. Mientras se abrochaba los zapatos, sintió un ligero dolor en el abdomen. Frunció el ceño y se apoyó contra la pared, respirando hondo. Seguramente no era nada grave, solo un momento de tensión. Alberto entró en la habitación en ese instante y la encontró en la esquina, con una mano sobre su vientre. —¿Samanta? —preguntó acercándose rápidamente—. ¿Qué te pasa? Ella levantó la mirada y forzó una sonrisa. —Nada… solo un pequeño dolor. Ya se fue. Alberto la observó con atención, pero no insistió. Sabía que no la convencería de quedarse en casa, así que prefirió mantenerse alerta. Salieron juntos de la casa y caminaron hacia el auto. Samanta respiró hondo, intentando calmarse, pero cuando estaban a mitad de camino, el dolor regresó. Se detuvo un segundo, apoyando una mano en el aut
Luego de una conversación intensa con su padre, Samanta decidió preguntar por Sara. —¿Qué pasó con Sara mientras estuvo secuestrada? ¿Le hiciste algo malo? ¿La torturaste? —Las preguntas salieron de su boca como disparos, sin darle tiempo a Andrés de procesarlas. Él sintió un nudo en el pecho. Había hecho cosas terribles, lo admitía, pero en el caso de Sara, la mayor culpa no era suya. Aun así, Samanta seguía viéndolo como el villano de la historia. Andrés suspiró antes de responder. —¿Por qué me preguntas eso? Samanta bajó la mirada. Durante semanas había cargado con una culpa que la carcomía por dentro, y necesitaba respuestas. —Sara no está bien. Tuvo que ser internar en un centro de salud mental… Está fuera de sí. —Su voz tembló al final. Andrés la observó en silencio por unos segundos. Una sonrisa amarga se dibujó en su rostro. —No le hice nada mientras estuvo encerrada. Si está así, es por la culpa que lleva dentro. —Hizo una pausa y luego agregó—: Mientras estuv
De repente, Camila sacó un arma de fuego.Tatia y Samanta se quedaron frías. Sus cuerpos se tensaron de inmediato, y el sudor comenzó a gotear por sus frentes. La adrenalina inundó sus venas mientras intentaban procesar lo que estaba sucediendo.No sabían qué hacer.El estacionamiento, que momentos antes había sido un simple lugar después de un día de compras, ahora se había convertido en el epicentro de un peligro inesperado.Camila las miraba fijamente, con una expresión que mezclaba dolor, ira y desesperación. Su mano temblaba ligeramente sobre el gatillo, pero su mirada no mostraba dudas.El tiempo pareció ralentizarse.Y entonces, una voz fuerte irrumpió en el silencio.—¡Camila, baja el arma!El padre de Camila apareció en escena, avanzando con pasos firmes hacia ellas. Se colocó entre Samanta y Tatia, levantando las manos en un gesto pacificador. Su rostro reflejaba una mezcla de determinación y angustia.—No tienes que hacer esto —continuó, con un tono de voz controlado, pero
Alberto no podía quedarse de brazos cruzados. Aunque no tenía una relación estrecha con Camilo, algo dentro de él le decía que debía buscar informe sobre su condición. La incertidumbre lo carcomía, una sensación de urgencia se apoderaba de su cuerpo. No podía ignorarlo. Sin perder más tiempo, se dirigió a recepción y, con el corazón latiéndole en la garganta, exigió respuestas.—Necesito información sobre el señor Lawrence —su voz sonó firme, casi amenazante, al dirigirse a uno de los médicos.la chica suspiró antes de responder. Su expresión reflejaba compasión, pero también el peso de la noticia que estaba a punto de dar.—Lo lamento, pero falleció en la ambulancia antes de llegar aquí.Un escalofrío recorrió la espalda de Alberto. El mundo pareció detenerse por un instante. Su visión se nubló y un nudo amargo se formó en su garganta. No podía ser... Camilo estaba muerto.Mientras tanto, en la comisaría, Camila se encontraba en la sala de interrogatorios. Frente a ella, dos oficiale
Mientras tanto, Camila vivía su propio infierno en prisión. El lugar era un pozo de desesperación. El hacinamiento, la falta de higiene y la violencia la asfixiaban. Las reclusas la habían tomado como sirvienta. Le exigían dinero a cambio de dormir, bañarse, incluso respirar. Y si no pagaba, la alternativa era aún peor. Palizas. Humillaciones. Trabajos forzados. Los días se volvieron insoportables, hasta que recibió una visita inesperada. Su corazón latió con fuerza, esperando ver a Alberto. Quería explicarle todo, decirle que lo hizo por él, por amor. Pero cuando la puerta se abrió, su esperanza se convirtió en decepción. Georgina la observaba desde el otro lado de la mesa. Camila sintió una punzada de ira. Sus manos esposadas temblaron contra el metal frío. —Hola, Camila. Ha pasado un poco de tiempo —dijo Georgina con una sonrisa ladeada. —¿De qué te ríes? ¿Por qué no viniste antes? —preguntó con resentimiento. —Estaba ocupada. ¿Qué te pasó en la cara? —preguntó al
Los días pasaron como un torbellino de desesperación y sufrimiento para Camila. Estar encerrada en esa celda oscura y lúgubre era una tortura insoportable. Gritaba con desesperación, rogando que la sacaran, pero el silencio del otro lado de la puerta era ensordecedor. La comida que le traían era fría, insípida y repugnante, pero aun así, cada día esperaba con ansias el sonido de la pequeña abertura de la puerta al deslizarse, anunciando su ración. El tiempo transcurría lentamente, cada minuto en esa prisión se sentía como una eternidad. Pero un día, la gran puerta se abrió con un rechinido metálico. El guardia la tomó del brazo y la obligó a ponerse de pie. —Tienes una visita —anunció con voz monótona. Camila sintió su estómago encogerse. —No quiero recibir a nadie —susurró con voz quebrada. —No tienes opción —replicó el guardia con frialdad—. Te darás un baño rápido y regresarás. Ella asintió en silencio, sin fuerzas para discutir. Se bañó y se puso de nuevo su uniforme gastado