4

Greystone Hollow no tenía muchas casas con historia.

Tenía historia oculta.

Y después de la advertencia de la anciana, no pude dejar de pensar en mi madre. En lo que había huido. En lo que me había negado saber durante toda mi vida.

Así que comencé a buscar.

Entre fotos viejas, documentos amarillentos y cajas olvidadas en el altillo de la cabaña donde vivíamos. No tenía mucho. Apenas unas cartas sin firmar, una medalla oxidada con una luna grabada… y un cuaderno de cuero raído que encontré escondido en el falso fondo de un baúl.

El diario de mi madre.

Las primeras páginas hablaban de su llegada al pueblo cuando era joven. Frases cortas, escritas a mano con una caligrafía dulce, casi tímida. Nostálgica.

Pero a medida que avanzaba, las palabras se volvían urgentes. A veces caóticas.

"He visto sus ojos cambiar bajo la luna."
"No somos como ellos."
"La Luna Negra se acerca."
"El Juramento de Sangre no se rompe. Ni con el tiempo."
"Yo lo amé… y fue mi maldición."

No entendía del todo, pero mi pulso se aceleraba con cada línea.

¿La Luna Negra? ¿El Juramento de Sangre?

¿Quién había amado mi madre? ¿Y qué tenía eso que ver conmigo?

Guardé el diario bajo mi almohada como si fuera un amuleto. Y esa noche no pude dormir.

Salí al bosque. No era una decisión racional.

Era un impulso. Algo visceral que me arrastraba, como si respondiera a un eco que no era mío, pero que se sentía familiar.

Llevaba una linterna, pero la luna bastaba. Estaba gorda y brillante, asomándose por entre las ramas como una testigo silenciosa.

Me adentré más de lo que debía.

Hasta que el suelo se abrió bajo mis pies.

Caí de golpe por una pendiente cubierta de hojas y rocas. El dolor fue inmediato. Un corte en la pierna, y el tobillo torcido. La linterna se perdió entre los matorrales.

El miedo me alcanzó con fuerza.

—¡¿Hola?! —grité, el eco de mi voz rebotando entre los árboles.

Silencio.

Y luego… un crujido.

Pensé que era un animal. Tal vez un ciervo. Pero entonces lo vi.

Ronan.

Emergiendo entre las sombras, el rostro endurecido por la preocupación, la camiseta desgarrada en un costado. Parecía… salvaje. Más que de costumbre.

—¿Estás loca? —murmuró, arrodillándose junto a mí.

—Eso parece. ¿Qué haces aquí?

—Te sentí.

Eso no tenía sentido. Pero sus ojos… estaban distintos. Dorados. Brillaban como los del lobo de mi sueño.

—Estás herida —dijo, su voz más profunda de lo normal.

Cuando me tocó el tobillo, su mano ardía. Como si algo bajo su piel estuviera vibrando.

—No deberías estar aquí, Ayla. No esta noche.

—¿Por qué? ¿Por qué siempre actúas como si supieras algo que yo no?

Él tragó saliva. Su mandíbula se tensó.

Y entonces lo vi.

Sus dedos… cambiaron.

Las uñas se alargaron, curvándose en garras. La piel de su brazo tembló, como si algo debajo quisiera romperla.

Su espalda se arqueó y soltó un gruñido bajo, inhumano.

—Ronan…

—¡No mires! —gritó, alejándose de mí, cayendo de rodillas.

Una fracción de segundo.

Su rostro cambió.

Por un instante, no era completamente humano.

Era… bestia.

Y luego… volvió a ser él.

Sudoroso. Temblando. Aterrado.

—¿Qué eres? —pregunté en voz baja.

Pero él no respondió. Se giró y huyó entre los árboles, como si su propia existencia lo quemara desde dentro.

Yo lo seguí. Cojeando. Ignorando el dolor. Porque necesitaba respuestas. Porque lo que acababa de ver no podía ser real… y al mismo tiempo lo era.

Y entonces, entre los árboles, Kael apareció.

Como si supiera exactamente dónde estaría.

Como si me esperara.

—¿Te hizo daño? —preguntó, caminando hacia mí.

—No. Me salvó. Me estaba ayudando… y luego…

—…Y luego casi se transforma frente a ti —completó, cruzándose de brazos.

—¿Qué fue eso, Kael?

Él me miró. Por primera vez, sin su sonrisa. Sin sarcasmo.

Solo esa seriedad que dolía.

—Tienes que mantenerte alejada de él.

—No hasta que alguien me explique qué diablos está pasando.

Kael dio un paso más. Su cercanía era cálida. Aterradora.

Y de alguna forma… seductora.

—Ronan no puede controlarse. No esta noche. No contigo cerca. Tú lo alteras.

—¿Por qué?

—Porque no eres como los demás. Porque tú también estás cambiando.

Mi corazón se detuvo.

—¿Qué… qué soy yo?

—Aún no estás lista para saberlo.

Me reí sin humor.

—¿Y tú quién eres para decidir eso?

Kael no respondió. En su lugar, alzó una mano y la colocó cerca de mi mejilla, sin tocarme.

—Tú sientes esta conexión, ¿verdad? —susurró—. Esta fuerza entre nosotros. No es casualidad. Es sangre. Es linaje. Es destino.

Sus ojos brillaban. No como los de Ronan.

Pero sí… intensos. Antiguos.

—¿Me estás diciendo que yo…?

—No estoy diciendo nada —interrumpió—. Solo te pido que no vuelvas a seguir a Ronan. Él está… marcado.

—¿Y tú no lo estás?

—Yo elegí mi marca.

No entendía completamente. Pero lo sentía. Una red invisible envolviéndome. Dos caminos abriéndose bajo la luna. Uno salvaje y dolido. Otro seductor y oscuro.

Ambos me querían.

Y ninguno me lo decía todo.

—Dime la verdad, Kael —murmuré—. ¿Qué soy yo?

Él bajó la mirada, como si el decirlo fuera más peligroso que el silencio.

—Eres la sangre dormida —susurró—. La promesa de lo que fue… y de lo que vendrá.

Antes de que pudiera preguntar más, él se alejó, dejando tras de sí el aroma de madera y lluvia. Un dejo de lo primitivo.

Y en mi bolsillo, el diario de mi madre parecía pesar más.

Como si supiera que su historia estaba a punto de repetirse.

Esa noche, no soñé con lobos.

Soñé con un altar bajo la luna.

Con voces antiguas pronunciando palabras en un idioma olvidado.

Y con una marca roja brillando en mi piel.

La misma que ardía ahora…

bajo la clavícula.

Una señal.

Algo dentro de mí había despertado.

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