2

Había tenido muchas primeras veces incómodas, pero ninguna como esta.

Despertarme con el recuerdo de un aullido tan cerca de mi ventana que me dejó el corazón acelerado por horas no era precisamente el mejor inicio para mi segundo día en Greystone Hollow.

El bosque estaba quieto.

Demasiado quieto.

Como si se burlara de mí.

No le dije nada a mamá. Últimamente hablaba poco, y cuando lo hacía, lo hacía como si estuviera midiendo cada palabra. Como si ciertas verdades tuvieran filo. Me limité a observarla mientras me servía café sin azúcar y me evitaba con la mirada. Lo hacía cada vez que me notaba inquieta. Cada vez que sentía que estaba a punto de hacerle una pregunta que no quería responder.

—Dormiste bien —dijo más como una afirmación que una pregunta.

—Sí —mentí.

Ella solo asintió y volvió a su taza, perdida otra vez.

El instituto olía a papel húmedo y desinfectante barato. Era un lugar lleno de rincones oscuros, como si la luz del sol no quisiera colarse demasiado entre sus paredes. Algunos chicos me miraban con la misma mezcla de curiosidad y recelo del día anterior. Otros simplemente me ignoraban, como si ya hubieran decidido que no valía la pena conocerme.

Y él no estaba.

Ronan.

El chico de los ojos afilados y la mirada que pesaba más que cualquier palabra.

Lo busqué con disimulo en cada pasillo, aunque no entendía por qué. Él no me había dado ninguna razón para interesarme. Todo lo contrario: parecía evitarme como si mi presencia le resultara tóxica. Pero aún así… había algo. Algo que me hacía girar la cabeza cada vez que sentía un escalofrío recorrerme la espalda. Algo que me hacía sentir observada, incluso cuando estaba sola.

Fue entonces cuando lo vi.

Kael Rivers.

Y si Ronan era sombra, Kael era luz.

Alto, de sonrisa torcida y una seguridad tan natural que parecía esculpida en él. Caminaba como si el mundo fuera suyo, como si las reglas no aplicaran. Su cabello castaño claro caía con un descuido perfecto sobre la frente, y su mirada—verde, intensa—me atrapó desde el primer instante.

—Tú debes ser la nueva —dijo, deteniéndose justo frente a mi casillero.

Asentí, con más cautela de la que quería mostrar.

—Ayla Moon —respondí.

—Bonito nombre. Suena como a poema o a maldición antigua.

—¿Siempre saludas así a las chicas nuevas? —pregunté, entre irónica y defensiva.

Él sonrió, encantado. Como si mi actitud fuera parte de un juego que ya sabía ganar.

—Solo a las que se ven como si vinieran con secretos —replicó, bajando un poco la voz.

Y por un segundo, sentí que podía leerme. Que veía cosas en mí que yo misma ignoraba.

Kael resultó ser tan popular como parecía. Todos lo saludaban, se acercaban a hablarle, lo buscaban con los ojos. Y sin embargo, él se mantuvo cerca de mí durante el almuerzo, ignorando por completo las miradas curiosas.

—¿Siempre eres tan encantador? —le dije, mientras jugaba con la tapa de mi botella de agua.

—Solo cuando quiero —dijo, sin apartar la vista de mí.

Y entonces ocurrió.

Sentí un cambio en el aire. Literal. Como si la temperatura bajara de golpe, como si el mundo se tensara en un solo segundo de silencio.

Y supe que Ronan estaba cerca.

No lo había visto entrar, pero lo sentí.

Mi piel lo sintió.

Giré la cabeza… y ahí estaba.

Apoyado contra una de las columnas del comedor, con los brazos cruzados, la mirada clavada en nosotros. Pero no era solo enojo. Era algo más. Algo que parecía más instinto que emoción. Como si ver a Kael cerca de mí lo desencadenara.

Kael lo notó también. Se giró lentamente y sus ojos se encontraron en una tensión tan palpable que el aire se volvió denso.

—Qué sorpresa —murmuró Kael, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. ¿Decidiste salir de tu cueva?

—Tú deberías volver a la tuya —respondió Ronan con voz baja, ronca, como un gruñido contenido.

El comedor entero pareció volverse más silencioso. La tensión no pasó desapercibida. Y yo estaba en medio, como una chispa entre dos cargas opuestas.

—¿Qué pasa entre ustedes? —pregunté sin pensar.

Ambos me miraron. Y por primera vez, vi que compartían algo. No un secreto… sino una amenaza. Como si el uno representara algo que el otro odiaba profundamente.

—Nada —dijeron al mismo tiempo.

Mentira.

Todo en sus miradas gritaba lo contrario.

Fue en la última clase del día cuando ocurrió.

Estaba recogiendo unos papeles del suelo. La profesora había dejado unas fichas de trabajo, y al pasar cerca de Ronan, una se cayó justo entre sus pies.

Me agaché para recogerla y, por accidente, mis dedos rozaron los suyos.

El contacto fue mínimo. Apenas un roce. Pero fue como si una descarga me recorriera todo el cuerpo. No era electricidad. Era más profundo. Más primitivo. Mis oídos comenzaron a zumbar, mis piernas temblaron.

Y luego…

Oscuridad.

Cuando abrí los ojos, estaba en el suelo.

La profesora hablaba en voz alta, pero sus palabras eran confusas. Algunos alumnos me miraban preocupados. Otros, curiosos. Y Kael estaba a mi lado, sosteniéndome con fuerza por los hombros.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí… solo… me mareé —murmuré.

Miré a Ronan.

Estaba de pie, al otro lado del salón. Duro. Inmóvil. Pálido.

Y sus ojos… sus ojos me miraban como si lo que acababa de pasar no fuera un simple desmayo.

Como si supiera exactamente por qué había sucedido.

Esa noche, en casa, no podía dormir. Otra vez.

El bosque seguía allí, tan presente como siempre. La niebla se pegaba al vidrio como si quisiera colarse por cada rendija.

Necesitaba aire. O respuestas.

O ambas cosas.

Comencé a revisar las cajas de mi madre. Las que había dejado en el pasillo del desván sin desempacar. Quería distraerme. Sentir que tenía algo de control.

Pero lo que encontré me quitó el aliento.

Era una caja de fotos antiguas. Blanco y negro, otras sepia. Algunas eran solo paisajes. Otras, de personas.

Y entonces vi una en particular.

Una imagen de un grupo de adolescentes, frente a un claro del bosque.

Mi madre estaba en el centro. Sonreía, con una expresión que ya no recordaba en ella. Y junto a ella… había un chico. Alto. Con la misma mirada intensa. El mismo rostro. El mismo todo.

Ronan.

No cabía duda. Era él. Exactamente igual.

Ni una arruga. Ni una diferencia.

La foto tenía fecha escrita en tinta azul: 1996.

Mi madre tenía diecisiete años.

Y Ronan… también.

O al menos, debería haberlo parecido.

Sentí que el piso se me movía.

¿Cómo podía estar igual? ¿Cómo era posible?

Mi madre había vivido en este pueblo. Había dejado algo aquí. Alguien.

Y yo acababa de tocar a un chico que no había cambiado en casi treinta años.

Me asomé por la ventana, con el corazón golpeando con fuerza.

Y allí estaba otra vez.

La misma figura entre los árboles.

Mirando hacia mí.

Y aunque estaba lejos, supe que era Ronan.

Esta vez, no me escondí.

Me quedé mirándolo.

Y por primera vez… él dio un paso hacia adelante.

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