Había tenido muchas primeras veces incómodas, pero ninguna como esta.
El bosque estaba quieto.
No le dije nada a mamá. Últimamente hablaba poco, y cuando lo hacía, lo hacía como si estuviera midiendo cada palabra. Como si ciertas verdades tuvieran filo. Me limité a observarla mientras me servía café sin azúcar y me evitaba con la mirada. Lo hacía cada vez que me notaba inquieta. Cada vez que sentía que estaba a punto de hacerle una pregunta que no quería responder.
—Dormiste bien —dijo más como una afirmación que una pregunta.
—Sí —mentí.
Ella solo asintió y volvió a su taza, perdida otra vez.
El instituto olía a papel húmedo y desinfectante barato. Era un lugar lleno de rincones oscuros, como si la luz del sol no quisiera colarse demasiado entre sus paredes. Algunos chicos me miraban con la misma mezcla de curiosidad y recelo del día anterior. Otros simplemente me ignoraban, como si ya hubieran decidido que no valía la pena conocerme.
Y él no estaba.
Lo busqué con disimulo en cada pasillo, aunque no entendía por qué. Él no me había dado ninguna razón para interesarme. Todo lo contrario: parecía evitarme como si mi presencia le resultara tóxica. Pero aún así… había algo. Algo que me hacía girar la cabeza cada vez que sentía un escalofrío recorrerme la espalda. Algo que me hacía sentir observada, incluso cuando estaba sola.
Fue entonces cuando lo vi.
Y si Ronan era sombra, Kael era luz.
Alto, de sonrisa torcida y una seguridad tan natural que parecía esculpida en él. Caminaba como si el mundo fuera suyo, como si las reglas no aplicaran. Su cabello castaño claro caía con un descuido perfecto sobre la frente, y su mirada—verde, intensa—me atrapó desde el primer instante.
—Tú debes ser la nueva —dijo, deteniéndose justo frente a mi casillero.
Asentí, con más cautela de la que quería mostrar.
—Ayla Moon —respondí.
—Bonito nombre. Suena como a poema o a maldición antigua.
Él sonrió, encantado. Como si mi actitud fuera parte de un juego que ya sabía ganar.
—Solo a las que se ven como si vinieran con secretos —replicó, bajando un poco la voz.
Y por un segundo, sentí que podía leerme. Que veía cosas en mí que yo misma ignoraba.
Kael resultó ser tan popular como parecía. Todos lo saludaban, se acercaban a hablarle, lo buscaban con los ojos. Y sin embargo, él se mantuvo cerca de mí durante el almuerzo, ignorando por completo las miradas curiosas.
—¿Siempre eres tan encantador? —le dije, mientras jugaba con la tapa de mi botella de agua.
—Solo cuando quiero —dijo, sin apartar la vista de mí.
Y entonces ocurrió.
Sentí un cambio en el aire. Literal. Como si la temperatura bajara de golpe, como si el mundo se tensara en un solo segundo de silencio.
Y supe que Ronan estaba cerca.
Giré la cabeza… y ahí estaba.
Apoyado contra una de las columnas del comedor, con los brazos cruzados, la mirada clavada en nosotros. Pero no era solo enojo. Era algo más. Algo que parecía más instinto que emoción. Como si ver a Kael cerca de mí lo desencadenara.
Kael lo notó también. Se giró lentamente y sus ojos se encontraron en una tensión tan palpable que el aire se volvió denso.
—Qué sorpresa —murmuró Kael, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. ¿Decidiste salir de tu cueva?
—Tú deberías volver a la tuya —respondió Ronan con voz baja, ronca, como un gruñido contenido.
El comedor entero pareció volverse más silencioso. La tensión no pasó desapercibida. Y yo estaba en medio, como una chispa entre dos cargas opuestas.
—¿Qué pasa entre ustedes? —pregunté sin pensar.
Ambos me miraron. Y por primera vez, vi que compartían algo. No un secreto… sino una amenaza. Como si el uno representara algo que el otro odiaba profundamente.
—Nada —dijeron al mismo tiempo.
Mentira.
Fue en la última clase del día cuando ocurrió.
Estaba recogiendo unos papeles del suelo. La profesora había dejado unas fichas de trabajo, y al pasar cerca de Ronan, una se cayó justo entre sus pies.
Me agaché para recogerla y, por accidente, mis dedos rozaron los suyos.
El contacto fue mínimo. Apenas un roce. Pero fue como si una descarga me recorriera todo el cuerpo. No era electricidad. Era más profundo. Más primitivo. Mis oídos comenzaron a zumbar, mis piernas temblaron.
Y luego…
Cuando abrí los ojos, estaba en el suelo.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Sí… solo… me mareé —murmuré.
Miré a Ronan.
Como si supiera exactamente por qué había sucedido.
Esa noche, en casa, no podía dormir. Otra vez.
Necesitaba aire. O respuestas.
Comencé a revisar las cajas de mi madre. Las que había dejado en el pasillo del desván sin desempacar. Quería distraerme. Sentir que tenía algo de control.
Pero lo que encontré me quitó el aliento.
Era una caja de fotos antiguas. Blanco y negro, otras sepia. Algunas eran solo paisajes. Otras, de personas.
Y entonces vi una en particular.
Mi madre estaba en el centro. Sonreía, con una expresión que ya no recordaba en ella. Y junto a ella… había un chico. Alto. Con la misma mirada intensa. El mismo rostro. El mismo todo.
Ronan.
No cabía duda. Era él. Exactamente igual.
La foto tenía fecha escrita en tinta azul: 1996.
Mi madre tenía diecisiete años.
Sentí que el piso se me movía.
¿Cómo podía estar igual? ¿Cómo era posible?
Mi madre había vivido en este pueblo. Había dejado algo aquí. Alguien.
Y yo acababa de tocar a un chico que no había cambiado en casi treinta años.
Me asomé por la ventana, con el corazón golpeando con fuerza.
La misma figura entre los árboles.
Mirando hacia mí.
Y aunque estaba lejos, supe que era Ronan.
Esta vez, no me escondí.
El primer síntoma fue el oído. Una tarde cualquiera, sentada en clase de biología, escuché el zumbido de una mosca desde el extremo opuesto del laboratorio. Una tontería. Algo insignificante. Pero lo oí como si volara junto a mi oído.El segundo fue el olfato. Greystone Hollow siempre olía a bosque húmedo, pero esa mañana, distinguí entre el pino y la tierra mojada una nota dulce, como miel quemada. Provenía del pasillo. De alguien. Y sin querer, la seguí.El tercero fue peor. Estaba sola en mi habitación, intentando leer un libro, cuando sentí el latido de mi corazón en las yemas de los dedos. Luego en los oídos. Luego… en todo el cuerpo. Como si no fuera mío. Como si algo en mí reclamara ser escuchado.Dormí mal. Otra vez. Pero esta vez los sueños no eran niebla confusa. Eran imágenes nítidas. Claras. Atormentadoras. Lobos. Corriendo bajo una luna plateada.Sus patas golpeaban la tierra húmeda con furia, pero no era violencia. Era libertad. Era instinto. Era un llamado salvaje
Greystone Hollow no tenía muchas casas con historia. Tenía historia oculta.Y después de la advertencia de la anciana, no pude dejar de pensar en mi madre. En lo que había huido. En lo que me había negado saber durante toda mi vida.Así que comencé a buscar.Entre fotos viejas, documentos amarillentos y cajas olvidadas en el altillo de la cabaña donde vivíamos. No tenía mucho. Apenas unas cartas sin firmar, una medalla oxidada con una luna grabada… y un cuaderno de cuero raído que encontré escondido en el falso fondo de un baúl.El diario de mi madre.Las primeras páginas hablaban de su llegada al pueblo cuando era joven. Frases cortas, escritas a mano con una caligrafía dulce, casi tímida. Nostálgica.Pero a medida que avanzaba, las palabras se volvían urgentes. A veces caóticas."He visto sus ojos cambiar bajo la luna.""No somos como ellos.""La Luna Negra se acerca.""El Juramento de Sangre no se rompe. Ni con el tiempo.""Yo lo amé… y fue mi maldición."No entendía del todo, per
No sé cuántas veces al día me pregunté si me estaba volviendo loca.Pero esta semana ya perdí la cuenta.Desde que llegué a Greystone Hollow, mi vida se deshilacha como una tela vieja tironeada desde todos los extremos.Y yo soy el hilo del medio. A punto de romperme.Dormir se volvió un acto violento.Cada vez que cerraba los ojos, algo me empujaba hacia lugares que no conocía, pero que mi cuerpo recordaba.Soñaba con rituales, con luna llena, con sangre.Soñaba con mi madre… pero no era ella.Era una versión joven. Encapuchada. De pie en medio del bosque, con los brazos marcados por símbolos brillantes.Y yo despertaba empapada en sudor. Con el corazón latiendo fuera de compás.A veces llorando. A veces gritando.No entendía qué me estaba pasando.Pero el pueblo sí.Lo presentían.—Te estás desmoronando —me dijo Maggie, la dueña del café donde pasaba las tardes intentando encontrar algo de normalidad.Yo solo la miré.A veces, me preguntaba si en su mirada amable se escondía un sabe
El sueño era distinto esta vez.No había sombras acechándome ni lobos corriendo a lo lejos. Solo uno. Un lobo blanco, herido, con una mirada antigua y sabia, acostado bajo la luna llena. Su pelaje estaba manchado de sangre en un costado y su respiración era irregular, como si acabara de sobrevivir a una batalla. Me miró directamente a los ojos.—Ayla… —susurró con una voz que no era humana. Ni masculina ni femenina. Solo… eterna.Desperté sobresaltada, con el corazón latiendo como un tambor frenético en mi pecho. La sábana pegada a mi piel, el cabello revuelto, las uñas marcando las palmas de mis manos de tanto apretarlas. Otra pesadilla. Otro aviso.Pero esta vez no era solo un mal sueño. Esta vez… lo sentía en el cuerpo.Me levanté a tientas, buscando el interruptor de la lámpara, pero ni siquiera lo necesité. La habitación estaba en penumbras, y aun así podía ver con claridad. Las sombras no eran tan densas. Podía distinguir los contornos, los objetos, incluso leer el título del li
No quería estar aquí. No quería ver los árboles hundidos en la niebla, ni las casas de madera que crujían con el viento como si susurraran secretos entre ellas. No quería sentir el aire húmedo de Greystone Hollow pegándose a mi piel como un recordatorio constante de que ya no tenía salida.Pero aquí estaba. Obligada a mudarme a este pueblo que parecía detenido en el tiempo, por una razón que ni siquiera tenía que ver conmigo. Todo era por mi madre. Su salud, dijeron. Su equilibrio emocional. Su necesidad de volver a sus raíces. Como si eso fuera una cura para la tristeza que la perseguía desde hacía años, como un espectro que nunca la soltaba.Yo solo era el daño colateral.—Llegamos —dijo mi madre desde el asiento del conductor, con los dedos temblorosos sobre el volante.Su voz era suave, como si hablara desde otro lugar, otro tiempo. Desde que habíamos salido de la ciudad, no había dicho más que dos o tres frases. Sus ojos, sin embargo, no dejaban de observar el paisaje, reconoci