3

El primer síntoma fue el oído.

Una tarde cualquiera, sentada en clase de biología, escuché el zumbido de una mosca desde el extremo opuesto del laboratorio. Una tontería. Algo insignificante. Pero lo oí como si volara junto a mi oído.

El segundo fue el olfato.

Greystone Hollow siempre olía a bosque húmedo, pero esa mañana, distinguí entre el pino y la tierra mojada una nota dulce, como miel quemada. Provenía del pasillo. De alguien. Y sin querer, la seguí.

El tercero fue peor.

Estaba sola en mi habitación, intentando leer un libro, cuando sentí el latido de mi corazón en las yemas de los dedos. Luego en los oídos. Luego… en todo el cuerpo. Como si no fuera mío. Como si algo en mí reclamara ser escuchado.

Dormí mal. Otra vez.

Pero esta vez los sueños no eran niebla confusa.

Eran imágenes nítidas. Claras. Atormentadoras.

Lobos. Corriendo bajo una luna plateada.

Sus patas golpeaban la tierra húmeda con furia, pero no era violencia. Era libertad. Era instinto. Era un llamado salvaje al que no podía resistirme.

Y entre ellos, estaba yo.

Desnuda. Despierta. Viva.

Y no tenía miedo.

Hasta que los ojos de uno de los lobos se volvieron hacia mí. No eran de animal. Eran ojos humanos.

Ojos dorados. Furiosos. Tristes.

Eran los ojos de Ronan.

Me desperté jadeando. Temblando.

No podía seguir ignorándolo.

Algo me estaba cambiando. Algo más que los sueños. Algo más que la tensión entre dos chicos que parecían vivir en guerra fría constante.

Algo dentro de mí.

Intenté distraerme. Salí a caminar después de clases, dejando que el bosque cercano al pueblo me tragara. El silencio allí no era silencio. Era susurro. Murmullo de hojas, vida oculta, raíces respirando bajo tierra.

Fue entonces cuando lo escuché.

—No deberías estar aquí sola.

Me giré.

Y ahí estaba Ronan.

Apoyado contra un árbol, las manos en los bolsillos, el rostro endurecido por algo que no entendía.

—No deberías seguirme —le respondí.

—No te sigo. Te cuido —dijo sin pestañear.

Aquello me descolocó. ¿Cuidarme? ¿Por qué?

—¿Por qué me cuidas? Ni siquiera me hablas.

—Ahora lo hago.

Silencio.

Sus ojos me examinaron, y sentí una punzada eléctrica en la columna. Como si su presencia tuviera peso. Gravedad.

—Hay cosas que deberías saber —continuó—. Cosas que ese idiota no te va a contar.

—¿Kael? —pregunté, aunque ya lo sabía.

Asintió con el ceño fruncido.

—No confíes en él, Ayla.

—¿Y por qué debería confiar en ti?

Una sombra pasó por su rostro. Una mezcla de dolor y orgullo herido.

—Porque yo no te quiero para mí —susurró—. Pero él… él sí.

Ese “para mí” sonó como una confesión más profunda de lo que quería aceptar.

Y entonces lo sentí.

Otra presencia.

Kael emergió de entre los árboles como si ya supiera que estábamos allí. Como si la tensión se le pegara a la piel como una segunda naturaleza.

—¿Interrumpí algo? —preguntó con su sonrisa afilada.

Ronan se irguió. Sus músculos se tensaron bajo la chaqueta, como si algo dentro de él pidiera liberarse.

—Vuelve a tu cueva —espetó Ronan.

—Tu obsesión conmigo es enternecedora —respondió Kael, cruzando los brazos—. Pero te dije que no soy el enemigo.

—¿No? Entonces ¿por qué la estás cortejando? ¿Por qué ahora?

—Porque ella merece saber quién es —dijo Kael, y luego me miró—. Y tú también, Ayla.

No entendía nada. Pero ellos sí. Ellos sabían algo. Algo grande. Algo que me involucraba de una forma que todavía no comprendía.

—¿Qué soy? —pregunté.

Y por un momento, el bosque dejó de moverse. Como si contuviera la respiración.

Kael iba a responder. Lo vi en su mirada. Pero Ronan se lanzó hacia él.

No como un ataque directo. No con violencia desatada.

Fue contención. Furia en forma de advertencia.

Sus brazos chocaron con fuerza, los cuerpos girando, empujándose, sujetándose sin herirse. Pero algo crujió. Algo más que ramas. Algo más que el suelo.

Una energía invisible vibró en el aire, tan densa que la sentí atravesar mi pecho.

Y de pronto, ambos se separaron. Jadeantes. Sudorosos. Mirándome como si yo fuera el origen de todo.

—Esto no es el momento —murmuró Ronan, sin dejar de observarme.

Kael me dedicó una última mirada cargada de promesas.

—Tarde o temprano, vas a recordarlo todo —dijo.

Y desapareció entre los árboles.

Volví al pueblo con el corazón latiendo a mil.

Y el cuerpo… el cuerpo vibraba.

Sentía mi piel más sensible. Mi oído más agudo. Podía oler las cenizas en las chimeneas desde tres casas de distancia.

Era imposible.

Y sin embargo… real.

Tomé un atajo por la plaza central, justo frente a la vieja tienda de antigüedades. Una mujer decrépita, de cabello blanco trenzado, me observaba desde el pórtico. Sus ojos eran azules, pero turbios, como si el tiempo los hubiera cubierto con una capa de presagios.

Me detuve al sentir su mirada.

—¿Pasa algo? —pregunté con una cortesía automática.

Ella sonrió, con los pocos dientes que le quedaban. Y entonces lo dijo.

—La sangre de la luna vuelve a casa —susurró.

Un escalofrío me recorrió entera.

—¿Cómo dijo?

—Tu madre huyó de lo que eras. Pero tú… tú no podrás hacerlo —murmuró, dándose la vuelta como si ya lo hubiera dicho todo.

Quise gritarle. Preguntarle qué sabía. Pero ya había desaparecido dentro de la tienda, como un recuerdo que se desvanece.

Esa noche soñé de nuevo.

Los lobos corrían bajo la luna, pero esta vez, yo no los seguía.

Corría junto a ellos.

Sentía sus cuerpos rozándome. El calor de la manada. La fuerza de sus patas. La furia de la libertad.

Y mi reflejo en el lago… ya no era completamente humano.

Tenía ojos dorados.

Y en la distancia, una voz conocida murmuró:

—Prometo protegerte… incluso de mí.

Era Ronan.

Desperté con un nombre susurrado entre mis labios:

Lunaris.

No sabía qué significaba.

Pero algo dentro de mí sí lo sabía.

Y por primera vez en mi vida, no me sentí completamente sola.

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