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Gestando a los hijos de mi Jefe
Gestando a los hijos de mi Jefe
Por: Amaranthax
Capítulo 1. Rumbo a lo desconocido.

Laredo (Texas).

En la ajetreada terminal de Laredo, Amelia esperaba con el corazón apesadumbrado el tren que la llevaría a Boston. Su destino era la mansión de Noah Koch, un hombre poderoso e influyente, donde trabajaría gracias a la gestión de Alma, amiga de su tía Lucero.

La injusta encarcelación de Lucero, que se ganaba la vida vendiendo comida en las calles, pesaba sobre Amelia como una losa. La pobreza las había marcado, y ahora, con el escaso dinero que le quedaba, solo podía permitirse un viaje en tren.

Mientras esperaba, Amelia se sumía en sus tristes pensamientos, consciente de la dura realidad que enfrentaba, pero con la esperanza de que este nuevo trabajo le brindara la oportunidad de ayudar a su tía y cambiar su suerte.

Con el corazón en un puño, Amelia subió apresurada al tren, aferrándose a su pequeño bolso y a una maleta de mano. Se sentía vulnerable y sola, pero la imagen de su tía Lucero, su único apoyo, la animaba. Estaba decidida a trabajar sin descanso para reunir el dinero necesario y contratar a un abogado que la liberara.

Una vez instalada en su asiento, Amelia fijó la mirada en el paisaje que se deslizaba tras la ventana. Entonces, algo la invadió por dentro y, con voz queda, casi un susurro, se prometió:

—Te sacaré de prisión, tía. Lo juro por Dios que te sacaré de allí.

La firmeza de sus palabras era genuina, pero la tristeza la desbordó y las lágrimas comenzaron a rodar silenciosas y persistentes por sus mejillas, como un río que fluía con la fuerza de su amor y su desesperación.

Boston.

Noah Koch se desplomó junto a la lápida de Sarah, su esposa. El frío mármol era un eco de la calidez que se había instalado en su corazón. Las lágrimas corrían por sus mejillas, mezclándose con la lluvia que caía sobre el cementerio de Boston, un paisaje que le parecía desolado y sin vida.

—Sarah, mi amor —susurró con la voz entrecortada—, no puedo creer que te hayas ido. Cada día que pasa es una agonía, un recordatorio constante de tu ausencia. El mundo sigue girando, pero para mí se ha detenido. ¿Cómo se supone que debo seguir adelante sin ti? Eras mi luz, mi compañera, mi todo. Ahora solo queda oscuridad, un vacío que nada ni nadie podrá llenar jamás.

El dolor le oprimía el pecho e impedía que respirara. Se sentía perdido, como un barco a la deriva en un mar de lágrimas, sin rumbo ni esperanza.

Noah se encontraba atrapado en un laberinto de dolor y soledad, luchando cada día por levantarse de la cama y por encontrar sentido a una vida que había quedado vacía desde la partida de Sarah.

Su corazón, una sombra de lo que fue, latía con fuerza solo al pensar en el sueño que compartieron: tener un hijo. La idea de encontrar una madre subrogada se convirtió en su única luz en medio de la oscuridad, en el último hilo de conexión con su amada.

Cada vez que cerraba los ojos, podía imaginar el rostro del niño que nunca llegó, como un eco de risas y juegos que se desvanecieron con la ausencia de su esposa.

Era un intento desesperado de atrapar su espíritu en un ser pequeño, de construir un puente hacia el pasado que lo mantuviera vivo, aunque fuera en forma de recuerdo tangible.

Pero cada paso en esa dirección era un aviso punzante de lo que había perdido y la tristeza se entrelazaba con la esperanza formando una mezcla devastadora que lo mantenía despierto en noches interminables.

Al día siguiente...

—¿A dónde vas con tanta prisa? —le pregunta Mía, su hermana.

—A la oficina, como siempre —responde Noah con desdén.

—A veces creo que te olvidas de respirar. ¿No podrías tomarte un momento para descansar?

—No tengo tiempo para eso, Mía.

—No todo en la vida es trabajo, Noah. Deberías relajarte un poco.

—¿Relajarme? ¿Y perder el tiempo? Tengo cosas más importantes en mente.

—Tal vez lo importante sea cuidarse a uno mismo primero.

—No puedo permitirme pensar en eso ahora.

—Pero deberías. La vida no es solo responsabilidad.

—Ya veré, Mía. Ahora tengo que irme.

—Cuídate, Noah. Aunque no lo creas, me importas.

—Lo sé. Gracias —dijo Noah esbozando una media sonrisa.

Antes de partir, Noah mira a su hermana de reojo, consciente de que no la verá durante todo el día. Sus ojos se cruzan brevemente, revelando una mezcla de complicidad y nostalgia. Sin decir una palabra, se despide con un ligero asentimiento y se dirige directamente hacia el coche que lo espera en la entrada.

El conductor, impecablemente vestido de negro, abre la puerta con respeto y Noah se sienta en el asiento trasero, dejando atrás la calidez del hogar, mientras su mente se anticipa a las responsabilidades que le esperan en la empresa.

Mía observa la puerta cerrada y la figura de Noah desvanecerse. Alma se acerca y su mano cálida se posa en el hombro de Mía.

—Lo extrañas, ¿verdad? —señala Alma, la ama de llaves.

—Más de lo que imaginas, Alma. Desde que se fue Sarah, él... no es el mismo.

—Lo sé, mi niña. La pena es un manto pesado.

—Y ahora, esta obsesión... Buscar una madre sustituta. ¿Acaso no ve que se está perdiendo a sí mismo?

—Su dolor lo ciega, Mía. Pero tú estás aquí. Eres su luz.

—¿Será suficiente? A veces siento que lo estoy perdiendo, Alma. Que ambos nos estamos perdiendo.

—Mía, mi niña, sé que estás preocupada por Noah, pero tengo buenas noticias. Amelia, la joven de la que te hablé, llegará en unas horas.

—¿Amelia? Sí, la nueva sirvienta. Me alegra mucho, Alma.

—Es una chica muy capaz y trabajadora. La conozco desde que era una niña y te puedo asegurar que es de fiar.

—Si tú la recomiendas, no me cabe duda. Siempre has tenido buen ojo para la gente.

—Ella necesita este trabajo y necesitamos ayuda en la mansión. Creo que se llevarán muy bien.

—Estoy segura de que sí. Gracias, Alma. Me alegra tener una cara nueva en la casa.

—Verás que todo saldrá bien, mi niña. Ahora déjame preparar un té para que te relajes.

El tren se detuvo con un chirrido y sus pasajeros quedaron liberados en el bullicio de la estación de Boston. Amelia, agotada por el largo viaje, bajó con sus escasas pertenencias. La multitud la rodeaba y un ruido de voces y pasos la envolvía. Una señora mayor, con ojos llenos de sabiduría, notó la profunda tristeza que se reflejaba en la mirada de la joven.

—Disculpa, querida, ¿te encuentras bien? Pareces muy cansada.

—Sí, señora. Solo estoy cansada del viaje.

—Entiendo. Los viajes largos pueden ser agotadores. Si necesitas algo, no dudes en pedirme lo que sea.

—Muchas gracias, señora. Es muy amable.

Amelia se alejó, sintiendo un breve destello de calidez en medio de su cansancio y soledad. La amabilidad de la desconocida le recordó que aún quedaba bondad en el mundo, lo que le brindó un pequeño consuelo en su incierto futuro.

Amelia se quedó paralizada, recorriendo con la mirada el entorno familiar que ahora le parecía ajeno y distante. La imagen de su tía Lucero, con las manos esposadas y la mirada perdida, no dejaba de repetirse en su mente como un eco doloroso.

La confusión se transformó en un torrente de emociones y, sin poder contenerse, las lágrimas brotaron de sus ojos. Cada sollozo era un grito ahogado por la injusticia, un lamento por la mujer que siempre había sido su refugio y que ahora era una sombra de lo que solía ser.

En ese instante, el mundo a su alrededor se desvaneció y solo quedó el peso de la tristeza, un vacío que parecía devorarla por dentro. Amelia se sintió pequeña y desamparada, atrapada en un mar de incertidumbre, donde la figura de su tía se desdibujaba entre las lágrimas y el dolor.

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