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CAPITULO 2. La Familia Adams

Samantha estaba acurrucada en una esquina de la habitación, era la más distanciada del cuarto de sus padres y la más cercana a la ventana por donde se filtraban los lejanos ruidos de la noche; algunos carros, los maullidos de los gatos y uno que otro perro, quizás respondiendo la conversación de un ladrido anterior. Su posición era intencional pero por más quisiera evadir lo que sucedía en casa, siempre acababa escuchando los gritos de sus papás, como si la persiguieran hasta las profundidades de su consciencia mientras buscaba protegerse de las palabras hirientes que flotaban hacia ella.

La pintura era su refugio y cuando esta no la ayudaba a distraerse soltaba el marcador y tapaba sus oídos con las manos, cerraba con fuerza sus ojos y comenzaba a tararear una canción, cualquiera, sin ritmo alguno. En esa última pelea, pese a todos sus esfuerzos escuchó con claridad cuando Dilas dijo que ella no era su hija y que Thaly debía tomar a Samantha e irse. Ese «tu hija» retumbó en su ser como el golpeteo de su corazón, rápido, contundente, innegable. Su cuerpo vibró con las ventanas cuando Dilas salió de la habitación y trancó la puerta con violencia.

Samantha sabía e incluso sentía cuando su mamá estaba llorando. Cuando las discusiones comenzaban y terminaban temprano Thaly esperaba unos minutos antes de ir a ver a Samantha a su habitación, en esos instantes se calmaba y se lavaba las lágrimas de la cara tratando de disimular su dolor, aunque siempre fallara en el intento. Esa noche no hubo tiempo para sosiegos y mientras Samantha escuchaba por primera vez a su mamá llorar, comenzó a llover.

Samantha se contuvo como pudo cuando escuchó que Thaly caminaba hacia su cuarto, levantó rápido los colores y el marcador dejándolos acomodados por tamaño uno al lado del otro en su mesa. La organización era una fijación que estaba desarrollando, una tarea absurda, porque siempre que arreglaba su cuarto amanecía por completo desordenado al día siguiente y sin explicación alguna.

Se subió en la cama y se arropó el cuerpo abrazando a Paquito, su pequeño oso de peluche, mientras su mamá iba acercándose.

Thaly se frenó justo en la puerta dejando ver la luz entrecortada por su silueta y Samantha contó los segundos para alejar las lágrimas y tragar el nudo doloroso que sentía en la garganta. Con cada respiro se concentraba en calmar las palpitaciones de su corazón. «¿Tendrían que irse? Seis Misisipi. Su papá no podía estar hablando en serio. Siete Misisipi. ¿A dónde irían? Ocho Misisipi».

Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando Thaly abrió la puerta y su presencia la hizo sentir un libro abierto donde su mamá podía leer todas sus dudas. Se subió la sabana hasta el cuello en un intento infantil de tapar su roto corazón, sin embargo, en cuanto Thaly vio sus ojos enrojecidos, el ceño fruncido y la forma como se mordía sus labios formando fina línea, supo que había escuchado toda la pelea.

Con pasos suaves Thaly se acercó a la cama y se arrodilló a su lado, sus ojos quedaron a la misma altura, le acarició el cabello y después de un suspiro profundo le dijo:

—Quiero que escuches muy bien… Algún día entenderás mejor, te lo prometo, hoy solo te pido por favor, no odies a tu padre. El también algún día asimilará todo y los dos podrán recuperar el tiempo que hoy él… —Thaly se detuvo un momento replanteando su discurso— podrán recuperar el tiempo que perderán. ¿Puedes hacer eso?

Samantha estudió el rostro de su mamá antes de responder, no odiarlo era una promesa difícil de cumplir, pues su sangre comenzaba a hervir en su interior cada vez que resonaba dentro de sí «Tu hija».

—Si —contestó al final.

¿Qué más podía decirle?, no tuvo opción al ver a su madre arrodillada a su lado con sus ojos negros penetrando su alma y casi suplicando con ese rostro hinchado y mojado de lágrimas. Afirmó que no lo odiaría, lo que no le dijo a su mamá es que jamás podría volver a llamarlo papá.

—Bien –dijo Thaly con una tímida y forzada sonrisa–, ahora necesito que recojas todas tus cosas, empaca lo más indispensable en tu bolso y pon las otras cosas sobre la cama que las guardaré en mi maleta. Lo que no quepa lo mandaremos a buscar después, por ahora toma solo lo necesario, yo iré a llamar a tus abuelos.

Se levantó secando sus lágrimas con una mano y secando las de su hija con la otra. Samantha se sorprendió porque no había notado que lloraba mientras su mamá le hablaba. Thaly le acarició una vez más el cabello, tomó aire, se aferró al poco orgullo que le quedaba y salió del cuarto con determinación.

En ese momento dejó de llover.

En aquella plaza a poco más de las doce de la media noche estaban Thaly y Samantha adormeciendo sus sentidos, Thaly acariciaba a su hija para que el miedo de la partida desapareciera y pudiera caer en un sueño profundo que la ayudara a mitigar el dolor. Quizás fueron quince minutos o una hora, pero el sueño de Samantha se vio interrumpido cuando escuchó el traqueteo muy conocido de un carro, mientras parpadeó escuchó a su abuela:

—Hija, ¿qué ha pasado? —preguntó Elia.

—Thaly, ¿estás bien? Si ese Noide te hizo algo… —Amenazó Enrique.

No era la primera vez que escuchaba el término Noide, era la forma que usaba su abuelo para referirse a su papá y aun no sabía si era un insulto o un halago.

Los abuelos Enrique y Elia Adams vivían a quince minutos de todo; quince minutos del colegio de Samantha, quince minutos de cualquier centro comercial, quince minutos de la casa de Dilas y Thaly y quince minutos de cualquier heladería decente. Para Samantha ese hecho se debía a que su abuelo era un excelente piloto de carreras, como él una vez le dijo en algún cuento sobre su juventud.

Thaly trató de despertar a Samantha para subirá al vehículo y con un gesto que significaba «ahora no» les pidió espacio a sus padres para hacerlo sola. Pero ella fingía dormir profundamente, entonces la dejó descansar y la cargó en brazos como no lo había hecho en mucho tiempo, ambas necesitaban ese contacto.

Cuando subieron al carro las puertas se cerraron con fuerza, el abuelo se sentó delante del volante y arrancó el sonoro motor que escondió con astucia los sollozos ahogados de Samantha. No hubo música ni palabras que rompieran el ambiente estático durante los precisos quince minutos de viaje, Thaly y sus padres se dedicaron solo a contemplar las luces de la calle al pasar.

* * *

La casa de los abuelos era algo que siempre había sido un misterio para Samantha, podía pasar horas y días enteros recorriendo todos sus recovecos y aún así siempre descubrir algo nuevo. Su abuela le contaba sin cesar que cuando ella y su abuelo decidieron casarse no tenían dinero para tener su propia casa, pero él le prometió construirle un hogar con sus propias manos, y así lo hizo. Años después la abuela decía en broma que de haber sabido que el abuelo no sabía nada de construcción ni de distribución, no le hubiese hecho tanta ilusión. Pero esas eran las razones por las que la casa de los abuelos Adams era tan peculiar.

Tenía dos entradas principales, una habitación principal, un único baño, una habitación para huéspedes, una sala de visita y una cocina inmensa que conectaba todas las habitaciones. La cocina era el corazón de la casa tanto en el plano físico como en el emocional. La lógica del abuelo para construir esa casa era retorcida y la abuela Elia, que lo amaba a más no poder, lo dejó. 

En realidad Samantha creía que su abuelo fue construyendo la casa como salieran los espacios y conforme se crearan las necesidades, incluso pensaba que las habitaciones eran designadas de acuerdo a la apariencia del producto final. Por eso la sala de visita se encontraba donde Enrique había empezado a construir un garaje que resultó ser demasiado estrecho y bajo para el carro.

Su abuelo comenzó construyendo el cuarto principal, amplio para toda la ropa de Elia y con su propio jardín a cielo abierto, después construyó la cocina y le dio acceso al cuarto y al único baño de la casa. Cuando llegaron los hijos construyó otra habitación y una sala de juegos que terminó siendo parte de la habitación de los niños cuando la pared que la delimitaba se cayó.

Cuando los chicos crecieron Enrique decidió que era hora de construir una segunda casa para quien quisiera formar su nueva familia y quedarse allí,  entonces surgió el pasillo que cortaba la edificación completa en dos partes iguales, cuando en realidad eran dos casas unidas solo por las ideas de Enrique. Esa segunda casa nunca la terminó, la construcción se paralizó de forma indefinida cuando quedó claro que sus hijos no se quedarían a su lado y la habitación de los niños se convirtió en el cuarto de huéspedes.

La cocina de Elia era, como lo predijo Enrique, el corazón de la casa y eso nunca se ponía en dudas. Siempre olía a comida, a jugo de frutas naturales, pan recién hecho y postre casero. Ninguno de estos elementos faltaba jamás en la mesa porque Elia adoraba cocinar y que sus invitados disfrutaran la comida. El día para la abuela comenzaba con un desayuno grande: huevos, panqueques, tostadas, tocineta, jugo, café, leche, fruta y mientras los comían, ella ponía a hornear el pan del almuerzo. «¿Para qué comprar pan, si hacerlo es tan fácil?» decía siempre mientras preparaba la masa en la noche, luego de haber servido la cena.

Si, la casa era la pesadilla de cualquier arquitecto o ingeniero, pero era la casa más especial, única y divertida en la cual una niña que comenzaba a pasar por el divorcio de sus padres podría vivir.

El jardín privado de Elia estaba cultivado de todas las flores y plantas que podía tener y era el sitio predilecto donde Samantha pasaba su tiempo. Le encantaba acostarse en el piso y ver el cielo azul a través de las plantas, hojas verdes, amarillas, naranjas, con flores, con frutos. Allí, tumbada boca arriba con el sol calentando su rostro se encontraba en paz. En ese lugar se permitía pensar en todo aquello que no pensaba para evitar el llanto y brindarle todas las fuerzas a su mamá. Oliendo el dulce aroma de las flores era capaz de meditar sin sentir la tristeza que asolaba a su mamá.

Thaly y Samantha se mudaron al cuarto de huéspedes mientras Enrique reactivaba la construcción de la segunda casa con una felicidad renovada. Sin embargo, Enrique seguía sin saber nada de construcción, distribución y de ángulos. Intentó evitar los errores cometidos en la primera casa así que construyó el baño en primer lugar para que este no colapsara, luego quiso hacer una segunda cocina y dejó el baño dentro de esta, después edificó dos habitaciones, una sala y dejó un espacio para un pequeño jardín frontal donde Thaly también pudiera cultivar sus propias plantas.

Cuando su mamá y ella se mudaron a la nueva casa terminada, el cuarto de huéspedes se convirtió en su cuarto de juego donde su abuelo armaba un fuerte con las sabanas limpias de la abuela, cosa que hacía enojar a Elia contra Enrique. Pero solo una vez vio a su abuela enfurecer de verdad y fue cuando hizo una torta y Enrique la robó, se escondió con Samantha en el cuarto principal y la comieron entre los dos. Cuando Elia vio que faltaba la torta aporreó la puerta y les gritó para que salieran, pero no lo hicieron. Fue cuando torta se acabó que Enrique y Samantha salieron asustados y para sorpresa de ambos Elia no los gritó, solo guardó silencio glacial y no hubo postre en la casa por un mes.

Su abuelo era travieso, quizás una persona de su edad no puede ser catalogada así, pero no había otra forma de describirlo. Era inventivo y arriesgado, lo mejor que se puede pedir en un abuelo. Sus aventuras siempre empezaban con un día aburrido o rutinario de Samantha y terminaba por lo general con un silencio de la abuela, una risa de Thaly y mucho que limpiar y recoger; como esa vez que Samantha quería volar una cometa y tras horas de diseño y prototipos fallidos, volaron una cometa violeta y dorada con una larga cola de tela a metros de distancia del piso. La cola fue hecha con una sábana de Elia y les costó el postre de dos semanas.

La travesura más grande que recordaba Samantha fue el día de su cumpleaños número diez, ella no quería ir al colegio y con sus manos en la cintura se negaba de forma rotunda porque era su cumpleaños. La discusión la ganó Elia y a las siete estaba en el colegio enfurruñada entrando a clases, pero a las ocho estaba Enrique en la puerta del salón explicándole a la maestra que había surgido una emergencia y debían irse, Enrique le guiñó un ojo a Samantha y la saco de clases a escondidas de Elia y Thaly.

Fue una gran sorpresa cuando se sentaron en el carro y vio las sillas de playa, la sombrilla y un bolso gigante rosado de playa lleno de protector, bronceador, chucherías, sándwiches, jugos y una colección inmensa de flotadores de playa listos para llenarse. Al llegar a la playa colocaron las sillas, abrieron la sombrilla, inflaron los juguetes y comieron sándwiches y chuchería. Compraron helados, caramelos y un algodón de azúcar que terminó lleno de arena. Nadaron de forma despreocupada, saltaron sobre los flotadores y surfearon las olas. Samantha lo recordó como el mejor día de su vida.

Cuando llegaron a la casa estaban Thaly y Elia al borde de un ataque de nervios y gritaron a Enrique sin parar por haberse ido con Samantha a escondidas, ninguna podía creer el susto que las había hecho pasar cuando llamaron al colegio y les dijeron que Samantha no estaba. No obstante esa noche cantaron la canción de cumpleaños en torno a una torta sencilla, era la tradición familiar sin importar lo que sucediera. Enrique no comió postre por 3 meses, rebajó unos cuantos kilos de los cuales no podía presumir porque Elia se molestaba, sentía que si el castigo traía algo positivo, Enrique no aprendería la lección. 

En ese ambiente novedoso Samantha jamás se sintió una extraña, jamás añoró su antigua casa aunque recordaba en secreto a su papá cuando notaba que su mamá no sonreía como antes. Pero los días transcurrían rápido como si fuesen unas vacaciones eternas. Tuvo días buenos, días no tan buenos y otros malos.

En los días malos comenzaron las pesadillas.

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