CAPÍTULO 35

“Dios mío, que no esté muerta”

Era todo lo que podía pensar mientras se impulsaba para salir del agua. Las afiladas aristas de las rocas le cortaron la palma de las manos en su prisa, pero no le importó, porque tenía sus ojos y su corazón posados sobre aquel cuerpo lívido que descansaba a menos de dos metros.

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