P R I M E R O .

Nemesis.

El hedor a muerte se hizo insoportable, infiltrándose en sus fosas nasales y arañando su garganta, dejando una incómoda sensación de quemazón. Aun así, la tristeza era mucho mayor, anulando el resto de sus sentidos.

Tomó el pedazo de tela que le ofreció Sirio y entró al pequeño establecimiento, cubriendo sus vías respiratorias.

—¿Cuántos?

—Tres nuevos casos esta mañana. Cincuenta muertos y setenta padeciendo.

Maldijo.

La fiebre negra azotaba sus tierras, olvidadas por el Rey. Un mal que se expandía con rapidez, consumiendo los cuerpos desde dentro hacia afuera, cocinándolos, colapsando poco a poco cada órgano. La piel adquiría un tono ébano, mientras la muerte llegaba lenta y dolorosamente. No había cura.

La causa era bien conocida por ella: los Abassy, seres oscuros y malignos, difíciles de matar. Hijos de Angra Mainyu, el señor de las tinieblas.

Nunca se había enfrentado a uno, pero conocía las historias, relatos que solo los más fuertes de estómago podían escuchar.

—Dios mío...

Las lágrimas llenaron sus ojos al correr la cortina de plástico, adentrándose en el recinto donde los enfermos eran atendidos.

Docenas de cuerpos se aglomeraban unos contra otros, algunos en camillas, otros desperdigados en lechos improvisados de mantas raídas. Las pieles negruzcas, las moscas rondando la carne abierta, el hedor a putrefacción, y aquellos gemidos ahogados suplicando la muerte, casi la hicieron vomitar.

Apretó con fuerza el tapabocas, incapaz de respirar por la impotencia. Las lágrimas rodaron por sus mejillas llenas de suciedad.

Sintió la mano de Sirio posarse suavemente en su hombro, dejándole saber que estaba allí para ella, como siempre. Desde el día en que había aparecido en el lindero de aquel pueblo desprotegido, desnuda y sin memoria, excepto por su nombre tatuado en la muñeca izquierda.

—La fosa está repleta —suspiró—. Némesis, debemos detener esto ya. A este paso, nadie sobrevivirá a la peste.

Recorrió con la mirada la habitación, donde solo pululaba una palabra: muerte. Todos morirían si no tomaba cartas en el asunto. El Alfa les había dado la espalda hacía mucho como para mantener la esperanza en su protección.

Decidida, observó al hombre a su lado, memorizando cada facción de aquel rostro: su mejor amigo, su hermano, su familia, junto con los soldados bajo su mando.

Tomó la decisión correcta. Si tenía que detener aquello, lo haría sola. No arriesgaría a los hermanos que la vida le había regalado a perecer ante aquellas bestias mortales.

Se giró sobre los talones, retomando el camino que había utilizado para llegar hasta allí. Sintió los pasos de Sirio detrás, dándole la privacidad necesaria para procesar la situación. Una vez afuera, se quitó la tela del rostro y aspiró con fuerza. La esencia almizclada de tierra y madera recién cortada la tranquilizó un poco.

**Mi pueblo ha sufrido lo suficiente como para enfrentarse a esto.**

El pensamiento se clavó en lo más profundo de su alma. Alrededor, solo veía precarias casitas de madera torcida y caminos de tierra negra como el alquitrán. No se oían niños en la penumbra de la noche, ninguna risa, ninguna voz. Un pueblo pobre, sin color, esclavizado. Una manada de Omegas con sangre humana corriendo por sus venas, una mancha en el linaje que los había llevado al abandono del Rey. No valían nada para él. No tenían la fuerza de un Omega con más sangre licántropa que humana, ni la empatía e inteligencia de un Beta. Lo único que tenían era la inmortalidad, una inmortalidad dirigida por el hambre, la pobreza y la muerte.

Aquello tenía que cambiar, y ella se encargaría de ello.

—Siento tu poder crepitando en el aire, Némesis.

Sirio la abrazó.

Ella intentó calmarse, respirando pausadamente, ocultando aquel poder arrollador. Pocas personas conocían su secreto: no era ninguna Omega. La sangre pura de Alfa alimentaba su ser, combinada con algo desconocido que había cambiado su aspecto físico. Sus cabellos y ojos, que en cada misión se encargaba de ocultar, y los dones que poseía eran especiales y mortales.

—Sé que tramas algo. Te conozco hace cuarenta años, Némesis. No cometas ninguna locura.

Su voz no tenía reproche, solo preocupación y miedo.

Odiaba mentir, especialmente a él. No lo miró cuando lo hizo, temerosa de que leyera la verdad en sus ojos, como tantas veces antes.

—No sé de qué hablas, Sirio. Solo estoy dolida por la situación, un poco cansada por lo de hoy. —Se dio la vuelta y besó su mejilla, aún sin hacer contacto visual—. Iré a dormir.

Se dirigió hacia la pequeña cabaña de dos piezas que significaba su hogar. No se detuvo al oír la voz del licántropo que había elegido como hermano.

—Némesis...

—Buenas noches, Sirio.

Y se marchó.

La noche caía más espesa a su alrededor, como si el clima hubiera firmado una tregua silenciosa con ella. La luna permanecía oculta, sumiendo al pueblo en una masa negra, iluminada solo por las velas en las pequeñas cabañas.

Suspiró, ajustando el traje de combate a su cuerpo. Encima, un manto negro la cubría por completo. Con la capucha alzada, ocultando la mitad de su rostro y cabellos, colocó el carcaj rebosante de flechas forjadas con madera del Yggdrasil en su espalda y se aventuró por la negrura, corriendo hacia el bosque.

La enfermedad que mataba a su gente era provocada por la cercanía de los Abassy, instalados a cinco kilómetros del pueblo, justo en medio del bosque de hielo. Hacia allí se dirigía, dispuesta a matar o morir.

Cuando el frío comenzó a trepar por su ropa, como manos invisibles queriendo arrastrarse a su interior, y la tierra se convirtió en un manto blanquecino bajo sus pies, detuvo su andar, ocultando el poder que vibraba en su piel y cualquier aroma.

Dio un paso y se detuvo.

Con rapidez, sacó una flecha del carcaj, giró y tensó el arco. La flecha salió disparada, clavándose en un árbol cercano, encarcelando las ropas de alguien contra el abeto.

Avanzó con ira hacia el lugar, encontrándose con Sirio intentando quitar la flecha que se había clavado bajo la axila, traspasando la tela sin dañarlo, pero apresándolo a la madera.

—¿Qué demonios haces aquí?

La voz salió en un siseo bajo y enojado mientras tiraba de la punta de madera, liberando a su amigo. Lo atravesó con la mirada encendida, oculta a la vista.

—El que debería estar enfadado soy yo. ¿Qué estás haciendo tú aquí? Te dije que no hicieras una m*****a locura.

—¡Demonios! ¡No eres mi maldito padre para decirme qué hacer! ¡Vete!

El dolor que cruzó por los ojos de Sirio atenuó su enfado.

—Tienes razón, no soy tu padre. Soy tu hermano, y como tal me interesa tenerte vivita, coleando y en una sola pieza. Así que no me iré hasta que tú no lo hagas conmigo.

Perfecto, qué ganas de matarlo tenía.

Y quizás le habría dado un puñetazo si no fuera por la sensación negativa que recorrió su cuerpo. Inmediatamente subió su guardia, creando un escudo invisible e impenetrable alrededor de ambos.

—Están cerca.

—Creo que deberías ver eso, Némesis.

Los ojos de Sirio se abrieron tanto que parecía que las retinas podrían caerse de sus cuencas y rodar por el suelo congelado. Siguió la dirección de su dedo y los vio.

Decenas de hombres caminaban hacia ellos, dejando la nieve negra bajo sus pisadas. Todo lo que tocaban moría, reduciéndose a cenizas. Olían a cadáveres descompuestos y muerte. El vello se le erizó.

—Sirio, vete.

Regresó la mirada a su hermano, sintiendo la energía negativa chocando contra su escudo, miles de manos etéreas y maléficas empujando, creando pequeñas fisuras. No resistiría mucho.

—No.

—¡Vete!

Le rugió en la cara, quitando la tela que cubría su rostro. Sirio retrocedió con sorpresa.

Sus colmillos se habían alargado, sus ojos estaban totalmente negros, su piel adornada por docenas de frases en un idioma desconocido.

—No puedo dejarte aquí.

—Y yo no puedo luchar y protegerte a la vez. Harás que nos maten a los dos. Solo serías una distracción. —Suavizó sus facciones y se acercó un paso más—. Tú tienes que proteger nuestro pueblo. Eres el segundo más fuerte. No les des la espalda.

La determinación brilló en los ojos de Sirio, que comenzaron a empañarse. Tomó una de sus manos y la apretó con fuerza. Némesis sintió que el corazón se le partía.

—Vive libre.

Tocó su frente con dos dedos antes de responder.

—Muere bien.

Sirio desapareció con un solo pensamiento de su mente. Nunca lo dejaría ir a pie, sabiendo que podían darle caza. Lo transportó al pueblo, quedándose nuevamente sola.

Sintió cómo el escudo cedía en aquel instante. Colgó el arco en su pecho y desenvainó la espada que siempre llevaba consigo.

Lanzó un solo suspiro al aire antes de darse la vuelta y enfrentar a aquellos monstruos.

Morir o vivir, solo dependía de ella.

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