CAPÍTULO 3. Una encerrona

Mar temblaba de rabia mientras buscaba una bandeja y la ponía sobre la encimera donde estaba la máquina de café.

Preston era un maldito xenófobo y racista, pero por desgracia como él había miles de personas en el mundo, y todo emigrante debía estar dispuesto a afrontar las consecuencias cuando salía de su país natal.

Los ojos le ardían de tanto aguantar las lágrimas. No podía darse el lujo de perder aquel trabajo, ni siquiera podía responderle por las cochinadas que le había insinuado, pero después de todo lo que le había pasado en los últimos meses, no podía quedarse con aquella impotencia dentro.

El aroma dulzón del café llenó el aire y Mar sirvió las dos pulcras tazas blancas. Preparó los dos cafés con la diligencia que era habitual en ella, pero antes de ir al despacho del director a llevar la bandeja miró atentamente una de las tazas... la de Preston.

Las persianas plásticas del despacho solo estaban desplegadas a medias, y no había nadie alrededor. Levantó aquella taza y carraspeando con fuerza escupió dentro, devolviéndola luego a la bandeja y revolviendo disimuladamente con una cucharilla.

Cargó con la bandeja y se dio la vuelta para ir a entregarla cuando una figura en la puerta del salón la dejó petrificada.

—¿Y ese qué se supone que es? ¿El ingrediente secreto? —espetó Alan con molestia al ver lo que había hecho.

Aquel médico se detuvo frente a ella, con los ojos verdes clavados en los suyos, haciendo que su corazón se desbocara porque la había atrapado in fraganti.

—Maldit@ sea —murmuró.

—¿Qué dijiste? —la increpó Alan.

—Nada...

Él se acercó más, mirándola desde arriba.

—¿Te parece correcto lo que acabas de hacer? —dijo con severidad.

Mar bajó los ojos, pero le ardía en el pecho porque otro hombre se atreviera a juzgarla.

—Pues depende de a quién vaya dirigido —siseó por fin levantando la mirada con gesto desafiante.

—¿Me estás diciendo que el director o el subdirector merecen que escupas en su café? —gruñó él visiblemente enojado.

—Y si me dices las mismas cochinadas escupiré en el tuyo también, te lo garantizo —replicó ella y Alan pudo ver que los ojos claros de aquella mujer brillaban con algo que iba entre la impotencia y el miedo.

Algo pasaba allí, no sabía qué, pero se notaba que era suficiente para llamarle "cochinada".

"Supongo que tendré que averiguarlo", pensó. "Después de todo ese será mi trabajo"

Sin embargo no tuvo tiempo de replicarle, porque en ese momento el director Wayland se dio cuenta de que él había llegado y enseguida fue a abrirle la puerta.

—¡Doctor Parker! ¡Qué gusto que haya llegado! Lo esperaba más tarde —lo saludó con un amable apretón de manos mientras tras él Preston se quedaba atento.

—Quería pasar por el ala de pediatría a ver qué tal están las cosas por allá —respondió Alan en tono afable.

—¿Va a ser uno de los nuevos pediatras? —preguntó el subdirector saludándolo.

—¡No, para nada! Alan viene por el puesto de Director —explicó el señor Wayland—. Yo estoy a punto de retirarme así que la Junta directiva convocó para un nuevo médico a cargo, y estoy seguro de que Alan es el hombre correcto para esto.

Mar sintió que sus piernas se volvían de mantequilla. Él sería el nuevo director, el mismo al que acababa de amenazar con escupirle también en el café. Su nuevo jefe, que seguramente la despediría sin contemplaciones después de eso.

—...ar... ¡Mar! —Wayland alzó un poco la voz para llamarla y ella reaccionó.

—Sí, señor director. ¿Puedes hacer también un café para el doctor Parker...?

—¡Mejor no! Soy más de té —lo atajó él.

—¡Claro, muy inglés! ¿Té entonces...?

—¡Tampoco! Así estoy bien, director Wayland, muchas gracias.

Wayland se encogió de hombros y despidió a Preston mientras él entraba a su despacho a hablar con el médico, y Mar se hubiera echado a temblar allí mismo si no hubiera sido porque su teléfono sonó de repente.

La muchacha arrugó el ceño, preocupada, al ver que era el número de la guardería de su hijo y respondió de inmediato.

—Habla Mar, ¿qué pasa?

"Señora Guerrero, hablamos de la guardería Little Poppy. Soy la maestra de Michael".

—Sí, dígame. ¿Le pasa algo?

"Bueno, es que su hijo ha estado sintiéndose mal. Ha estado tosiendo mucho y creo que le falta un poco el aire. ¿Puede venir por él, por favor?"

Mar ni siquiera esperó a que acabaran de explicarle, salió de inmediato y ni cabeza tuvo para avisar que se iba. Aunque para ser honestos su jefe estaba demasiado ocupado conversando con el aspirante a su cargo.

—Debes entenderlo, Alan —le decía con familiaridad—. Todos esos servicios en Médicos Sin Fronteras son un currículum perfecto, ¿cuántos fueron? ¿Cinco? ¿Seis? ¡Es genial, no me malentiendas, pero eso mismo te juega en contra!

Alan frunció el ceño.

—Me temo que no lo entiendo.

—Pues que ser director de un hospital es un trabajo administrativo, todo se trata de dinero y recursos, qué tanto eres capaz de hacer por el hospital, el compromiso que tengas con él, y la verdad es que en eso tu currículum no ayuda —le explicó el director—. Eres un médico errante, la Junta Directiva tiene miedo de que puedas volver a irte en cualquier momento, lo lamento pero debes entender que tu estabilidad es uno de los aspectos que tienes en contra.

Alan hizo un esfuerzo por no responderle lo que se merecía. Dinero y recursos, claro.

—¿Entonces qué me sugiere?

—Debes demostrarle a la Junta que eres un hombre estable y pretendes quedarte. Consigue una esposa, compra una casa, búscate un perro. ¡Cualquier cosa que le demuestre a los accionistas que tienes toda la intención de permanecer en Los Ángeles al menos por la próxima década. ¿Me explico?

Y como si la explicación necesitara ser más gráfica, dos segundos después tocaban quedamente a la puerta y el director Wayland reía de oreja a oreja al ver entrar a su hija.

La mujer debía tener unos treinta años, alta, distinguida, con un leve acento inglés propio de los internados de Reino Unido y un tono nasal que habría desquiciado a un gallo.

—Papi, ¿llegué tarde? —preguntó y Wayland carraspeó nervioso.

"¿Tarde?", sospechó Alan de repente.

—No, para nada mi niña. Ven, déjame presentarte al doctor Parker. En un eminente médico pediatra que se postuló para director del hospital tras mi retiro —le explicó, presentándolos.

—Lizetta Wyland, ¿no te acuerdas de mí? Fuimos al mismo internado en Londres por un tiempo —saludó ella, y Alan se mostró todo lo amable que podía comportarse un toro cuando ve que lo dirigen al matadero.

Aquella era una encerrona de las buenas, lo supo cuando Wayland empezó a hablar de lo maravilloso que era el reencuentro de viejos compañeros de colegio. ¡Qué casualidad que el director le decía que necesitaba una esposa para obtener el puesto y de repente aparecía aquel remedo de Sia con moquillo!

—¡Deberíamos quedar un día para cenar y ponernos al día! —exclamó ella.

—Claro... veré qué horarios me dejan las guardias en el hospital —intentó evadirla él—. La vida del médico, ya sabes... puro sacrificio...

Lizetta le sonrió con todos los dientes afuera y se despidió de los dos para irse de compras, no sin antes dejarle una tarjeta con su número.

—¡Es una excelente muchacha! —sentenció Wayland— ¡Y viene de familia de médicos así que... ya sabe cómo apoyar a uno!

—Claro, por supuesto —respondió Alan disimulando su incomodidad.

No tardó mucho más en despedirse. Al día siguiente comenzaría un periodo de aprendizaje de un mes y en ese tiempo debía convencer a la Junta con su buen trabajo.

Salió de la oficina y de camino al estacionamiento llamó a su padre.

—¡Cuánta razón tenías! —murmuró apenas lo sintió descolgar.

"¿No quieren darte el puesto?", preguntó Joseph.

—Sí y no, Wayland no quiere desprenderse del cargo pero no tiene más remedio, está tratando de meterme por los ojos a la hija, supongo que una forma de seguir sacando beneficios del hospital aunque no esté.

"¿Y? ¿Qué piensas hacer?"

—No lo sé, papá. Tenías razón, no debí irme tanto tiempo, y ahora que pasé por el hospital siento que hay muchas cosas turbias. Necesito ese puesto como director a como dé lugar... —gruñó con desesperación—. ¡Pero Wayland no va a apoyarme ante la Junta si rechazo a su hija! ¡Honestamente no sé qué hacer!

Alan suspiró molesto y continuó hacia su auto, sin embargo al pasar por el estacionamiento escuchó un grito desesperado.

—¡Papá te llamo luego! —exclamó colgando y corrió hacia la voz que pedía ayuda.

Al acercarse entre los coches se quedó impactado, la misma mujer con quien había tenido dos desafortunados encuentros esa mañana, estaba arrodillada en el suelo con un pequeño niño en los brazos.

—¡Ayúdame! ¡Por favor, necesito ayuda! —exclamó ella entre sollozos intentando despejar la cara del pequeño—. No está respirando... no está...

Alan no esperó a revisarlo porque sabía que ese no era el mejor lugar, simplemente se lo quitó de los brazos y echó a correr hacia la sala de Urgencias, con el mismo miedo y la misma entereza con que había cargado a cada niño enfermo en su vida.

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