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CAPÍTULO 2. Un infierno personal

TRES MESES DESPUÉS

Mar abrió los ojos despacio, se sentó en la cama y se quedó viendo una chancla como si estuviera en piloto automático, porque definitivamente su cerebro no lograba arrancar bien todavía. Miró a su lado y sintió una opresión horrible en el pecho mientras veía dormir a Michael; su pequeño había estado tosiendo toda la noche y ella había hecho lo posible por hacerlo sentir mejor, pero sin tener medicamentos a mano, eso resultaba bastante difícil.

Quería quedarse con él y acurrucarlo todo el día, pero por desgracia debía trabajar, así que Michael debía quedarse en la guardería.

Lo dejó dormir un rato más mientras iba a la cocina por café, el único desayuno que de momento podía permitirse para ella. La habían ayudado a mudarse a Los Ángeles y ya no se llamaba Marina, ahora era Mar Guerrero, asistente del director de un prestigioso hospital, que a pesar de ser privado no pagaba mucho a puestos como el suyo.

Los últimos tres meses habían sido un infierno para ella. Muchas de las marcas en su cuerpo todavía no habían sanado del todo, y sabía que había otras heridas, más profundas e intangibles que jamás se irían. Pero lo peor era saber que Michael había visto todo, había estado llorando todo el tiempo, y Mar podía notar la forma en que se había cerrado a los demás, como un polluelo intentando volver al cascarón.

—Oye, príncipe, tenemos que despertar ya, mi ángel —le dijo y lo vio abrir los ojitos con un gesto cansado y triste. Ni siquiera esperó respuesta porque sabía que no la obtendría—. Vamos, arriba. Hoy vas a tener un gran día, mi amor. Vas a hacer muchos amiguitos y vas a aprender cosas lindas en el jardín de niños, ¿verdad que sí?

El pequeño arrastró los pies hasta el banquito del baño y cepilló torpemente sus dientecitos sin pronunciar ningún sonido. Mar lo ayudó a vestirse y estaban dejando el departamento cuando una señora ancha y maciza la detuvo antes de llegar a las escaleras.

—Señora Guerrero, se acerca el cobro de la renta. ¡Espero que no se atrase este mes! —le dijo con molestia.

—Buenos días, señora Smith. No se preocupe, estoy por cobrar en el hospital, apenas reciba mi cheque le pagaré la renta —dijo Mar con ansiedad.

—¡Eso espero! Recuerde lo que siempre le digo, yo la caridad la hago solo en la iglesia.

Mar apretó los dientes porque sabía que ni la iglesia podía ayudar a personas tan faltas de compasión como la señora Smith, pero solo se despidió y cargó a su hijo mientras esperaban el autobús. La guardería quedaba a diez calles del hospital, y esas tenía que hacerlas caminando, porque el dinero que le daba justo para pagar la renta, apenas le permitía pagar los autobuses para que su hijo no tuviera que caminar.

—Hoy vamos a hacer algo lindo cuando mami termine de trabajar, mi vida —le dijo al niño agachándose frente a él y ajustando su pequeña bufanda—. Te amo, mi ángel, ¡con todo mi corazón!

Michael le echó los brazos al cuello, pero un acceso de tos lo hizo separarse y Mar sintió que temblaba mientras lo ayudaba a que le pasara. Sin embargo sabía que era algo que no se iría. El tiempo estaba cambiando y también la salud de su hijo.

Mar se limpió un par de lágrimas recordando que el medio hermano de Michael también tenía alergias severas, y no le extrañaba que fuera algo genético. Se apresuró a llegar al hospital, sabiendo muy bien qué medicina necesitaba, pero también sabía que eran medicamentos restringidos que no le darían fácilmente.

Sus pies la llevaron directamente al ala de pediatría, y después de ver que no había nadie en el cubículo de suministros, se quedó temblorosa delante del estante de los medicamentos de urgencia. No quería robar aquel frasco, sabía que podía perder el único trabajo que tenía, pero no había dinero para pagarlo, y poner a Michael en su seguro médico no era una opción. Había podido cambiar legalmente su nombre, pero no el de su hijo, y no podía permitir que Sandor los encontrara por estar en el sistema de salud.

Abrió la vitrina y alargó la mano para tomar el frasco cuando una voz se alzó tras ella, dejándola petrificada.

—¿La puedo ayudar en algo? —La pregunta parecía amable pero el tono no.

Mar se dio la vuelta y vio a un médico que no conocía. Debía tener unos treinta y cinco años, y cualquier otra mujer habría babeado en el acto por lo atractivo que era... pero no ella.

—Yo... solo estaba ayudando al doctor de guardia —murmuró quitando la mano del frasco mientras aquel hombre la miraba con curiosidad—. Me pidió que le alcanzara una medicina.

—¿Usted trabaja en el hospital?

—S... sí...

—¿Me dice su nombre, por favor? —insistió él y Mar retrocedió.

—Mire yo solo estaba tratando de ayudar al doctor... pero ya mejor que venga una enfermera a buscarla, verdad... no sea que yo me confunda... Con permiso, buen día...

Pasó junto al médico, que solo la miró con preocupación mientras se marchaba. Era su primer día en el hospital después de la última misión de la OMS y con lo primero que se encontraba Alan era con aquella mujer tan nerviosa.

Se dirigió a la vitrina y sacó el frasco corrido de lugar.

"Levocetirizina pediátrica de alta concentración... esto lleva prescripción médica", pensó arrugando el ceño. Sin embargo aquel era un día importante para él, y no tenía mucho tiempo para la curiosidad, así que dejó el frasco en su lugar y siguió su ronda.

Mar, por su parte, se apresuró a llegar a su escritorio con el corazón acelerado, sin saber que los tres minutos que tardaba en correr desde el ala de pediatría iban a valerle otro mal trago.

—¡Otra vez tarde, señora Guerrero! —exclamó el señor Preston, distinguido subdirector del hospital, haciendo que se sobresaltara.

—¡Señor Preston! No, solo estaba... viendo si la máquina de café estaba lista, pero aquí estoy —intentó justificarse ella.

—Pues eso sí se lo creo, porque no entiendo cómo alguien como... usted, puede ser la asistente del director —respondió él con un tono de desprecio.

Mar apretó los labios con un gesto de entereza porque sabía que a aquel hombre le gustaba desquitarse con la vida provocándola, y no le iba a dar el gusto de despedirla.

—¿Quiere que le haga un café? —preguntó sin seguirle el juego.

—Bueno... estoy seguro de que eso sí sabes hacerlo bien, apuesto a que si trabajaras como chacha en alguna casa de blancos te iría mejor que aquí.

Mar se volvió bruscamente.

—¿Perdón?

—Ya sabes, cocinar, planchar, limpiar... cualquier actividad que mantenga la cabeza abajo y las caderas arriba —añadió Preston con sorna—. Estoy seguro de que tu patrón se portaría muy bien contigo y tu… chasis trasero.

Mar no podía creer lo que escuchaba. Literalmente la mitad de la población de Los Ángeles estaba compuesta por latinos y todavía había gente retrógrada como Preston.

—Usted sabe que eso es discriminación, ¿verdad? —siseó.

—Tienes razón, mi culpa, si no quieres hacer los trabajos que le corresponden a tu género bien podrías... no sé, podar césped —replicó el hombre.

Mar apretó los puños con impotencia.

—Pues qué pena que le moleste que a mí me venga de fábrica el bronceado que usted tiene que pagar, pero me gusta mucho mi puesto. Ahora ¿vino a hacer algo productivo, o solo a descargar sus muchas frustraciones con la venezolana nalgona?

Preston la miró como si fuera una cucaracha y se acercó a ella con gesto amenazante.

—Deberías ser más amable si quieres conservar tu puesto —espetó—. No olvides el poder que tengo en este hospital.

Pero antes de que Mar pudiera responderle, los pasos en el corredor hicieron que Preston se alejara de ella.

El Director Wayland llegó con su amabilidad natural y saludó a los dos.

—Señor, buenos días —respondió Mar.

—Wayland, me alegro de que llegaras, tenemos cosas de qué hablar —se adelantó Preston.

El director hizo un gesto de asentimiento y amablemente le pidió a Mar que les llevara café a su oficina.

Mientras lo preparaba, ella no pudo evitar escuchar la molestia del subdirector al cerrar la puerta.

—No entiendo tu capricho en mantenerla como tu asistente, Wayland. ¿Te la estás tirando?

—¿Pero qué dices, Preston? ¿Estás loco?

—¿Y qué quieres que piense? ¡Es una inmigrante, para algo tiene que servir!

Un silencio profundo se hizo por un instante.

—La señora Guerrero ya es americana, y aunque no lo fuera, no te recomiendo hacer esos comentarios frente a nadie más, Preston, no está bien.

—Entonces despídela. Siempre está llegando tarde, no hace horas extras y...

—Tiene un niño pequeño, y yo no tengo por qué exigirle horas extra a una asistente —replicó el director.

—¡Pues claro, si es que a eso vienen! ¡Cuando menos lo esperes se embarazará de trillizos y vivirá de la seguridad social! ¡Como todos los suyos! ¡Alguien así solo le da mala imagen a este lugar, Wayland! —sentenció—. Los dueños mayoritarios del hospital son ingleses, ¿sabes la mala imagen que nos da tener gente como ella de cara al público? —gruñó—. Ya sé que eres de corazón blando, pero si fueras un hombre inteligente deberías ir buscando una buena excusa para despedirla. ¡Solo es una advertencia!

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