Los días de Fausto se habían convertido en un ciclo interminable. El silencio dentro de la casa a veces era abrumador. Se filtraba a través de las ventanas y se instalaba en las esquinas, envolviendo todo en una soledad palpable. Trabajaba incansablemente, con la mandíbula apretada, intentando ignorar el eco de sus propios pensamientos. Las herramientas se amontonaban a su alrededor: serruchos, martillos, clavos; todos cuidadosamente dispuestos pero sin el menor rastro de orden interno en él.
Una tarde, después de largas horas en la construcción, se dirigió al sótano. La despensa que tanto había cuidado estaba organizada al milímetro, con hileras interminables de frascos brillantes que reflejaban la luz de las velas en la penumbra. Fausto había invertido tanto tiempo en asegurarse de que cada uno estuviera perfectamente sellado, como si en ese acto pudiera atrapar momentos felices y guardarlos
El niño iba tarareando una melodía suave mientras sus ojos se movían de un lado a otro, observando cada detalle del bosque como si buscara algo. A su alrededor, el bosque parecía más denso a medida que avanzaban. Los árboles, altos y viejos, formaban sombras alargadas sobre el camino, filtrando la luz que ya comenzaba a desvanecerse con el atardecer. La brisa movía las hojas en lo alto, y el suelo estaba cubierto de ramas secas que crujían bajo sus pies.Fausto, que caminaba unos pasos detrás, no pudo evitar notar la actitud del niño. Su aparente despreocupación chocaba con su conducta observadora, y finalmente, la curiosidad lo venció.—¿Por qué parece que estás buscando algo, mocoso? —preguntó Fausto, su tono no exento de un toque de burla, aunque no malintencionada.El niño se detuvo un segundo, volviendo su mirada inocente hacia
El sol se deslizaba perezosamente entre las copas de los árboles, tiñendo el bosque con una luz dorada y cálida mientras Lucía caminaba con paso firme, su cesto lleno de hierbas y la gran liebre recién atrapada. El aire estaba impregnado de olores a tierra húmeda y hojas secas, una mezcla familiar que siempre lograba apaciguar sus pensamientos. Respiró profundamente, sintiendo cómo la tensión del día se desvanecía lentamente. Le gustaba estar en el bosque, alejada del bullicio del pueblo, y encontrar consuelo en la soledad de la naturaleza.Su mente divagaba entre recuerdos del pasado y la vida tranquila que había construido para sí misma y para Ferus. La rutina de la costura y la caza, aunque sencilla, la mantenía centrada y, sobre todo, conectada con la parte de ella que amaba a su hijo con una devoción inquebrantable. Cada vez que veía sus ojos brillando de alegr
Fausto bajó la cabeza, sintiendo la tensión en sus hombros y el peso de sus propias palabras. Todo parecía distante, como si la realidad misma se estuviera desmoronando alrededor de él. Alzó la mirada buscando algo en el rostro de Lucía, alguna señal de comprensión, pero no encontró más que una tristeza resignada.—Por favor, déjame explicarte... —comenzó con la voz rota, consciente de lo inútil que eran sus esfuerzos. A su alrededor, las sombras se alargaban, cubriendo el suelo con una manta de oscuridad, mientras el aire fresco de la tarde descendía sobre ellos.Lucía permanecía quieta, observándolo como si lo estuviera viendo desde lejos, aunque no dejaba de estar presente. Las palabras de Fausto parecían chocar contra un muro invisible, incapaces de traspasar la barrera que ella había levantado. Sabía que él
—Por favor, Lucía... —su voz se quebró, apenas un susurro entre los sonidos del bosque—. Dame una oportunidad para demostrarte que te amo.—No, Fausto —dijo, con una firmeza que hizo eco en el claro—. Yo ya... ya no puedo. Te voy a ver como un amigo, porque me ayudaste mucho en su momento, pero ya no tengo intenciones de tener una relación, ni contigo ni con nadie.Fausto sintió que el aire se escapaba de sus pulmones, como si las palabras de Lucía hubieran arrancado toda esperanza de su pecho. El mundo alrededor parecía detenerse; incluso el viento cesó momentáneamente, como si todo estuviera a la espera de lo que vendría después. Fausto, incapaz de aceptar lo que acababa de escuchar, dio un paso hacia ella, queriendo tocarla, acercarse aunque fuera un poco.—Lucía, por favor... —Su voz se tornó más aguda, casi desesperada&m
La sorpresa inicial de su transformación comenzaba a disiparse, dando lugar a una oleada de ideas que lo asaltaban sin descanso. ¿Podría ser que todo el estrés acumulado, la desesperación por Lucía, lo hubiera llevado a este punto? Había leído historias sobre hombres lobo cuyas transformaciones se desataban en momentos extremos. Quizás, todo lo que habia estado sucediendo y aquello que lo había estado consumiendo estos días, especialmente después de su conversación con Lucía, había sido el detonante final.Fausto caminaba por su casa, que ahora se sentía extraña e insuficiente para contener su nueva forma. Su mente vagaba entre la sensación de poder recién descubierta y el miedo a lo que esto significaba. De alguna manera, su transformación parecía darle una segunda oportunidad.—Esto lo cambia todo —murmur
Áster lo miró, esta vez con una expresión más seria, como si algo en las palabras de Fausto le hubiera hecho entender algo que antes no veía con claridad.—¿De qué estás hablando exactamente? —Preguntó Áster, con una mezcla de curiosidad y cautela —Dime de una vez que quieres.Fausto tomó una respiración profunda, consciente de que lo que estaba a punto de decir sería crucial. No había marcha atrás. Por más que le disgustara la idea, ambos estaban en una situación donde la única salida requería cooperación.—Alianza, quiero proponerte una alianza —dijo Fausto, dejando que las palabras se asentaran en el aire—. Tú y yo. No por amistad, ni por simpatía, sino porque es lo único que nos queda. Si realmente te importa Lucía, como dices, entonces unir fuerzas es lo más sensato.Áster lo observó en silencio, su mente procesando las palabras de Fausto. La idea de una alianza con alguien a quien había despreciado tanto tiempo era repulsiva.—¿Una alianza? —preguntó Áster, arqueando una ceja, s
Áster intentaba concentrarse en el sonido del viento, en los pequeños ruidos del bosque, pero todo lo que oía era la voz de Fausto, insidiosa, martillando en su mente.—Ella nunca te amará, ya lo sabes, ¿no? —La voz de Fausto fue como un látigo que golpeó directamente el corazón de Áster.Áster apretó la mandíbula, resistiendo el impulso de responder. Claro que lo sabía. Cada fibra de su ser lo sabía, lo había aceptado desde hace tiempo, aunque el dolor persistiera. Dolía tanto que, en ocasiones, sentía que le faltaba el aire, como si ese conocimiento lo estuviera ahogando lentamente. Y ahora Fausto, ese miserable, estaba hurgando en la herida como si disfrutara viendo su sufrimiento. Áster lo miró con los ojos entrecerrados, intentando controlar el nudo de rabia que se formaba en su pecho.—Sabes que tengo razón —insistió Fausto, con una sonrisa retorcida que parecía disfrutar del tormento que causaba.Por dentro, Áster sentía que algo se quebraba. Las p
—Entonces... —comenzó Áster, rompiendo el silencio—. ¿Tu objetivo final es que Lucía nos acepte, verdad?El tono de su voz delataba la cierto grado de duda que lo carcomía por dentro, aunque Fausto claramente pareció notarlo sin embargo opto por ignorarlo. Solo necesitaba presionar un poco más.—Sí, ese es el objetivo —respondió Fausto con una calma que parecía fuera de lugar en medio de todo lo que habría propuesto—. No se trata solo de tenerla cerca, Áster. Hablo de poseerla en todos los sentidos... de compartirla en el aspecto más íntimo posible.El estómago de Áster se revolvió ante las palabras. Se detuvo un momento, intentando procesar lo que acababa de escuchar. Era como necesitara escuchar nuevamente lo que harían.—¿Quieres decir que tú y yo... haríamos el amor