Ruiseñor: Quinta parte.

Los días de Fausto se habían convertido en un ciclo interminable. El silencio dentro de la casa a veces era abrumador. Se filtraba a través de las ventanas y se instalaba en las esquinas, envolviendo todo en una soledad palpable. Trabajaba incansablemente, con la mandíbula apretada, intentando ignorar el eco de sus propios pensamientos. Las herramientas se amontonaban a su alrededor: serruchos, martillos, clavos; todos cuidadosamente dispuestos pero sin el menor rastro de orden interno en él.

Una tarde, después de largas horas en la construcción, se dirigió al sótano. La despensa que tanto había cuidado estaba organizada al milímetro, con hileras interminables de frascos brillantes que reflejaban la luz de las velas en la penumbra. Fausto había invertido tanto tiempo en asegurarse de que cada uno estuviera perfectamente sellado, como si en ese acto pudiera atrapar momentos felices y guardarlos

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