Giovanni cerró la puerta de su despacho detrás de sí, dejando que el eco de la madera pesada reverberara en el silencio. Sus pasos resonaban firmes y controlados, pero dentro de él, una tormenta de furia amenazaba con desbordarse. Sin detenerse, se dirigió al escritorio y abrió su portátil. Su mandíbula estaba apretada mientras buscaba entre los archivos de seguridad. Había instalado una cámara en el dormitorio de Elena, una medida extrema que solo él controlaba. Nadie más tenía acceso a esas imágenes. Nadie más tenía derecho a observar lo que ocurría en su espacio privado con ella.El cursor se movió rápidamente por la pantalla hasta encontrar la grabación de unos minutos atrás. La reproducción comenzó, y Giovanni se inclinó hacia la pantalla, concentrado. Vio a la sirvienta entrar, observó cómo colocaba la bandeja y el momento exacto en que la taza de café se derramó en el regazo de Elena. Sus ojos se entrecerraron al notar un movimiento extraño en la mano de la criada. Pausó el v
Giovanni llevaba horas en su despacho, sumido en el trabajo, pero su mente vagaba una y otra vez hacia el mismo lugar: Elena. Cada vez que pensaba en ella, sentía cómo una parte de él cambiaba, se volvía más despiadado, más cruel.No había remordimiento en su pecho por lo que le había hecho a la criada, ningún peso por la brutalidad de sus acciones. No. Eso no era lo que lo perturbaba.Sus manos descansaban firmes sobre el escritorio, pero sus pensamientos no se alejaban de lo ocurrido. Bastaba con que algo la mencionara o la tocara, y Giovanni perdía el control de manera insospechada. Ni siquiera Elena necesitaba pedirle nada; su simple presencia en su vida lo transformaba.La furia que sentía no era porque la sirvienta hubiera cometido un error común, sino porque había osado tocar lo que era suyo. Había sido por ella que su naturaleza cruel había aflorado, como si su necesidad de protegerla lo condujera, sin pensarlo, a la violencia.El control. Siempre había sido su escudo, su fort
No dejaba de temblar. Sin embargo, empezó a desabrocharse el vestido con manos temblorosas frente a la mirada dura de su esposo. El silencio entre ambos se llenó con el sonido del crepitar del fuego en la chimenea. Mientras dejaba caer la tela al suelo, quedó expuesta ante él. Giovanni no apartaba la vista, su mirada recorriendo cada centímetro de su cuerpo con una intensidad que la hizo sentir vulnerable y deseada al mismo tiempo.Sin darle tregua, Giovanni la empujó hacia la cama, haciéndola girar de espaldas a él. —Me he cansado de advertírtelo tantas veces, Elena —murmuró, inclinándose sobre ella, tomándose un momento para inhalar su dulce aroma—. Te castigaré, querida esposa, te enseñaré a no pasar nunca más por encima de mi autoridad. —Su voz se volvió más ronca, mientras el deseo comenzaba hacer efecto en él.Con un movimiento rápido, su mano descendió sobre la piel desnuda de uno de sus glúteos. Y en eso, de repente, el sonido de la palmada resonó en la habitación. Elena dej
Los días transcurrían lentamente en la mansión, cada día que pasaba, Elena se sentía más dividida. La mano férrea de Giovanni la apretaba, la sofocaba en cada aspecto de su vida, y aunque odiaba la sensación de estar atrapada, había algo en esos momentos que compartían en la intimidad que la hacía dudar.Elena, en su cuarto, se miraba al espejo. Observaba su propio reflejo como si fuera el de una extraña. Sus dedos trazaban lentamente la línea de su cuello, recordando el toque áspero de su esposo, le había dejado unas marcas, solo eran notorias cerca. Cerró los ojos por un momento, dejando que esos recuerdos, cargados de deseo y brutalidad, la envolvieran. «¿Qué me está pasando?», se preguntó, mordiendo su labio inferior mientras el eco de su respiración llenaba la habitación.No podía negar que había algo oscuro dentro de ella que se despertaba cada vez que él la tomaba. A pesar del miedo, del dolor y de la rabia que sentía hacia él, su cuerpo reaccionaba, traicionándola. «No debe
Como lo había ordenado Giovanni, Bellini, el mayordomo, ya estaba esperando a Elena en su habitación para escoltarla al despacho. Aunque sabía perfectamente cómo llegar por su cuenta, todavía le tenía prohibido moverse sin supervisión. Esa constante vigilancia comenzaba a agotarla.Se preguntaba cuándo Giovanni levantaría su castigo. Tal vez nunca, pensaba con desánimo. La crueldad y el control que él ejercía sobre ella hacían difícil imaginar un cambio en un futuro cercano. A veces, temía que cumpliera su promesa de mantenerla prisionera para siempre.El solo pensar en ello la estremecía. Aunque una parte de ella, en lo más profundo, deseaba quedarse, la realidad de quién era su esposo la aterraba. El peligro que él representaba siempre nublaba cualquier deseo de permanecer a su lado. El miedo a lo que podría volver a ocurrir no la dejaba tranquila.Frente al espejo, se miró una última vez. Había elegido un vestido sencillo pero elegante. Aunque Giovanni había llenado su armario
Elena salió del consultorio médico con una mezcla de incertidumbre y preocupación. La consulta fue más exhaustiva de lo que esperaba, y aunque todavía no podía creer que Giovanni haya mostrado interés en su lesión, intentó centrarse en las indicaciones que le dieron. El médico le explicó detalladamente su condición: síndrome del túnel carpiano, un problema que se presenta cuando el nervio mediano de la muñeca se comprime, lo que provoca síntomas como entumecimiento, hormigueo, debilidad y, en su caso, dolor que se mantenía por días después de cualquier esfuerzo.A pesar de que en los últimos días había sido tratada más como una prisionera que como una sirvienta, el arduo trabajo físico que realizó al principio, durante sus primeros días en esa casa, le estaba pasando factura. Aunque ya había pasado un tiempo desde entonces, las consecuencias de aquellos esfuerzos seguían presentes, manifestándose en su muñeca lesionada. No le recetó medicamentos por el momento, ya que querían realiz
Elena se encontraba sentada frente al tocador, intentando calmar los nervios que se habían apoderado de su cuerpo desde que Giovanni le informó que asistirían a una cena esa noche. Cuando él planeaba algo, siempre era por una razón oculta, y eso la inquietaba. La sensación de control que Giovanni ejercía sobre su vida se hacía evidente en cada detalle, desde la ropa que debía usar hasta las decisiones más triviales. Esta vez no era diferente: el vestido rojo oscuro que colgaba del perchero frente a ella no lo había elegido ella. Él lo había hecho.Bellini, el mayordomo de la casa, entró en la habitación con un porte solemne. Llevaba consigo varias cajas de terciopelo negro, y Elena no se imaginaba que contenían las joyas que Giovanni había seleccionado para que usar esa noche. Bellini dejó las cajas sobre la cama con un gesto respetuoso.—El señor dijo que eligiera el juego que usted crea que quede bien con su atuendo, señora —anunció el mayordomo.Bellini comenzó abriendo cada caj
La puerta principal se abrió antes de que llegaran a ella, revelando a Verónica, quien los esperaba con una sonrisa falsa que no alcanzaba a iluminar sus ojos.—Elena, querida hija —saludó Verónica, con una voz empalagosa que a Elena le resultaba nauseabunda—. Qué gusto verte de nuevo. Giovanni, bienvenido. Estamos tan emocionados de tenerlos aquí.Elena apretó los labios y asintió, evitando el contacto visual con su madrastra. Giovanni, sin embargo, no estaba dispuesto a mostrar ni una pizca de cortesía hacia Verónica. Su mirada fría recorrió el rostro de la mujer, como si estuviera evaluando su valor y encontrándola insuficiente. No se molestó en ocultar su disgusto, y cuando Verónica trató de sonreírle, él habló con una arrogancia cortante que dejó claro quién tenía el control.—¿Un honor? —repitió Giovanni, esbozando una sonrisa cínica—. No diría tanto. Estar aquí es, más bien, un deber. Y yo nunca acostumbro a confundir deber con placer.El comentario cayó como una losa pesada,