ValeriaLa luz de la mañana se colaba por las cortinas con una suavidad inesperada. Había algo en el aire que olía a nuevo, como si el día supiera que ya nada iba a ser igual. A mi lado, Fernando dormía profundamente, con una de sus manos aferrada a la mía como si, incluso dormido, necesitara saber que seguía allí.No quise moverme. Lo observé en silencio, dejando que mi pecho se llenara con esa imagen: su rostro relajado, el cabello desordenado, las marcas en su piel que, de alguna forma, también eran parte de mi historia ahora. Había amado a ese hombre con todo mi cuerpo la noche anterior, pero más que eso, había aprendido a mirarlo sin miedo. A mirarlo de verdad.Tenerlo allí, respirando tranquilo junto a mí, me daba una paz que no sabía que necesitaba. Como si, por primera vez en mucho tiempo, mi mundo tuviera sentido. Ya no era solo el deseo, ni la costumbre de cuidar. Era la certeza profunda de que su presencia era hogar. Que podía vivir días enteros solo para despertarme a su la
ValeriaLa rutina comenzó a asentarse como una manta tibia sobre nuestra vida. Las mañanas tenían aroma a café, a tostadas doradas y a las miradas cómplices que nos lanzábamos sin decir nada. Nos habíamos acostumbrado a tenernos cerca, como si el cuerpo del otro fuera parte natural del espacio. Yo aprendía a preparar los ejercicios con los objetos que teníamos a mano, y él comenzó a pedirme ayuda sin vergüenza. Señalaba la ropa que quería ponerse, me preguntaba cómo adaptar un movimiento, aceptaba con calma que aún necesitaba apoyo para ciertas cosas.Recuerdo especialmente una tarde, después de una sesión particularmente exigente. Estaba agotado, el sudor le perlaba la frente y sus brazos temblaban apenas al sostener su propio peso. Cuando quise ayudarlo a pasar al banquito de la ducha, me dijo con un hilo de voz:—Valeria... ven, por favor.Me acerqué de inmediato y él apoyó su frente contra mi pecho, respirando con dificultad.—Solo necesito que me sostengas... un segundo.Lo abracé
FernandoValeria me ayudó a volver a la silla en silencio, con una delicadeza que me hizo sentir menos roto, aunque igual de frágil. Mis brazos aún temblaban, la ropa empapada en sudor se me pegaba al cuerpo como una segunda piel incómoda. El roce de la tela contra mi piel me producía una sensación de asfixia, como si todo a mi alrededor conspirara para hacerme sentir más atrapado en este cuerpo que ya no reconocía como mío. Pero ella no dijo nada. No me presionó. No me hizo sentir más débil de lo que ya me sentía. Solo se agachó frente a mí, me tomó de los antebrazos y guió mi cuerpo hacia la estabilidad, como si eso fuera lo más natural del mundo.—Vamos a la cama —susurró Valeria con una voz tranquila, como si no estuviéramos saliendo de uno de los peores momentos de mi vida.Su voz era un ancla en medio de mi tormenta. Suave pero firme, como ella misma. Valeria siempre había sido así, un contraste perfecto de fortaleza y ternura que ahora, más que nunca, me resultaba incomprensibl
El mensaje de Fernando llegó como un relámpago en una tarde tranquila: "Me quedo. Hoy estaré aprendiendo. Desde mañana comienza mi horario formal." Sentí que mi pecho se expandía con un orgullo cálido, casi maternal. Sin pensarlo, abandoné mi té sobre la mesa, me enfundé en el primer abrigo que encontré y salí disparada hacia la cafetería.Y ahí estaba él. Detrás del mostrador, con un delantal negro que le daba un aire de renovada dignidad. Sus manos, antes temblorosas, ahora se movían con precisión entre tazas y jarras. Observé cómo su cabello, peinado hacia atrás con esmero, enmarcaba un rostro que parecía más lleno, más vivo. Sus brazos habían recuperado firmeza y, lo que más me conmovió, era esa sonrisa tímida que parecía brotar desde adentro, como si su cuerpo recordara poco a poco lo que era sentirse completo.—¿Valeria? —sus ojos se abrieron con sorpresa cuando me vio acercarme—. ¿Qué haces aquí?—Vine a verte en tu primer día —confesé sin disimular mi orgullo—. Y a pedirte un
FernandoLos celos se instalaron en mi pecho como un intruso silencioso. Al principio, apenas un cosquilleo intermitente que aparecía cada vez que Tomás entraba en escena, con su andar ágil y despreocupado, siempre gravitando alrededor de Valeria como una polilla atraída por la luz. Intenté ignorarlo, convencerme de que era una estupidez. Los ojos de Valeria nunca se iluminaban cuando él se acercaba. Su sonrisa profesional nunca adquiría ese tinte cálido y cómplice que reservaba para mí. Pero el veneno ya se había infiltrado, y contra mi voluntad, sentía cómo se extendía lentamente por mis venas.Mis visitas a la clínica se convirtieron en un ritual de contradicciones. Por un lado, anhelaba esos momentos donde Valeria y yo trabajábamos juntos, sus manos guiando mis movimientos con la precisión de quien conoce cada músculo, cada tendón de mi cuerpo. Me entregaba a sus indicaciones con la confianza de un creyente, y cada pequeño avance se sentía como una victoria compartida. Pero siempr
FernandoEl sonido del reloj era lo único que rompía el silencio asfixiante de la habitación. Tic. Tac. Tic. Tac. Cada segundo caía como una gota helada sobre mi piel. Un eco constante que no me dejaba escapar. Un recordatorio punzante de lo que había perdido.Mis ojos, antes orgullosos y seguros, se detuvieron en mis piernas, inmóviles sobre el reposapiés de la silla de ruedas. Aún esperaba, en lo más profundo de mí, que todo esto fuera una pesadilla. Una alucinación inducida por el dolor o por los sedantes que me dieron tras la cirugía. Que despertaría en mi cama, entero, fuerte. Que volvería a ser... yo.Pero no lo era.La imagen del auto viniendo a toda velocidad cruzó por mi mente como un latigazo. El ruido seco del impacto. El crujido del metal. El estallido del vidrio. El instante en que mi cuerpo salió despedido, y el mundo se apagó. Mi corazón latió con violencia, como si tratara de escapar de esa memoria, pero ya era tarde. El sudor frío me cubrió la frente. Sentí la angus
ValeriaCerré la puerta de la habitación de Fernando con suavidad, intentando que no se notara lo mucho que el corazón me latía. Caminé unos pasos por el pasillo y me apoyé en la pared, soltando un suspiro que no supe que tenía contenido hasta ese momento. Aún podía oler su perfume, aún podía escuchar el eco de su voz grave resonando en mi cabeza. Una voz firme, llena de rabia contenida, pero también tan honesta en su desesperanza que me había estremecido.Fernando Casteli era hermoso. Esbelto, de hombros anchos, con ese tipo de presencia que no necesita esfuerzo para imponerse, incluso desde la silla de ruedas. Era como si su postura, su mirada, su forma de estar quieto pero consciente de cada centímetro del espacio, desafiara la idea de fragilidad. Había en él una elegancia rota, pero intacta. Una belleza que contrastaba con el metal de la silla, como si esta no pudiera contener del todo su esencia. Su rostro era todo líneas marcadas y ojos intensos, de esos que parecen mirar directo
FernandoNo dormí bien esa noche. El rostro de Valeria Cruz aparecía en mi mente cada vez que cerraba los ojos. Esa mirada firme, libre de compasión, había dejado una impresión que no podía ignorar. Por más que intentara convencerme de que su actitud solo era parte de su trabajo, algo en su voz resonaba en mi pecho como un eco molesto."Estoy aquí para ayudarlo a dar el primer paso. Pero eso depende de usted."No podía sacarme esas palabras de la cabeza. Tal vez porque, en el fondo, sabía que tenía razón. Pero admitirlo significaba aceptar que, hasta ahora, yo mismo había sido el mayor obstáculo en mi recuperación.El sol apenas comenzaba a filtrarse por la ventana cuando el sonido de un golpe suave en la puerta interrumpió mis pensamientos. La noche había sido un tormento continuo, la espalda me ardía con ese dolor sordo que se había vuelto mi compañero constante desde el accidente, y mis piernas —esas extremidades ahora extrañas para mí— hormigueaban con una sensación fantasma que lo