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Aventura tronchada

—Parece que hay al menos 40 grados. —bromeo, preguntándome cómo lo logra. «¿Qué es eso exactamente? ¿Por qué no está agotado como las personas normales?» —Deberíamos cambiar de acera. —me quejo. —Hay mucha más sombra en el otro lado.

—No seas pesada, haremos un descanso en el siguiente banco y tomaremos algo. —me dijo limpiando las primeras gotas de sudor de su frente con el pañuelo. Busco impacientemente el próximo banco. Como no hay ninguno a lo largo y ancho, cada vez estoy más descontenta. Mientras tanto, han pasado más de 30 minutos.

—¡No hay banco en ningún sitio! —grito enfadada. —Estoy totalmente cocida.

Ha pasado una hora y el puente ha quedado muy atrás. Pero aún podemos verlo en miniatura. Y, de vez en cuando nos encontramos con varios buques sorprendentes. Enormes piezas de lujo blancas como la nieve al alcance de la mano.

—¡Vamos cuesta abajo! —grita mi padre con entusiasmo y yo miro el velocímetro. —No está mal. Me encanta el verano. —dice mi padre.

Se ve realmente mal, la forma en que cuelgan sus piernas. De repente estoy completamente despierta, como si me hubiera bebido mi oncena tacita de café, porque en el momento siguiente me doy cuenta de que mi padre está a punto de perder el control de su bici. El miedo y la incertidumbre me invaden y se reflejan en mis ojos.

—Me lo estoy pasando muy bien. Cuanto más a menudo te caigas, más experiencia obtendrás. —me dice.

Hace tambalear su bicicleta y apenas puedo reprimir la risa. Sin embargo, parece realmente cansado. El manillar se inclina de lado a lado y hace que la bicicleta se balancee como loca hacia adelante y hacia atrás.

—¡Agárrate fuerte! —le grito. Trato de tirar de él, pero no puedo. Pero también tiene mala suerte. Un grito ensordecedor se le escapa al caer al suelo. Se quiebra y la sonrisa en mi cara se borra rápidamente. No me siento tranquila sobre cómo se oyó eso.

Ahora sí me siento mal y tengo una horrible sensación de hundimiento en la zona baja de mi estómago. Lo que recorre todo mi cuerpo, en unos segundos que parecen ser una eternidad, es el miedo. Salto de mi bici y la dejo rápidamente a un lado de la calle.

Voy corriendo hacia mi padre y le miro fijamente a los ojos para ver cómo se encuentra tras esa espantosa caída. Estaba tendido, incapacitado, inmóvil bajo su bici. Tardó unos minutos en recomponerse. No se veía nada bien.

—¿Te has hecho mucho daño? —le pregunté sumamente preocupada. Gracias a Dios se cayó de tal manera que la rueda no se dañó. Su pantalón también sigue en una pieza.

—¿Qué te parece? —responde agotado. Intento ayudarle a ponerse en pie, pero esto va acompañado de vigorosas maldiciones.

«¡Dios mío! Tratará de levantarse solo de nuevo.» Así que le doy un poco de tiempo.

—¿Quieres algo de beber? —pregunto ansiosamente. —¿Algo de comer?

—Sí, un perro caliente con papas.

—Me temo que no puedo ayudarte con eso.

—¿No? —dice quejumbroso.

Permanece inmóvil bajo su rueda plateada. Intenta levantarse, con todo el cuidado que puede. No sé cuánta gente se detiene para ayudarnos. Hay muchos, pero también hay completos idiotas que pasan a toda velocidad. ¡¡Increíble!!

—Quédate sentado. —le digo mientras me adelanto a coger la mochila de la bici. Rápidamente me recojo el pelo en una elegante coleta con un broche brillante. Siempre tengo ese broche a mano. No importa dónde esté. Pertenecía a mi madre y por eso siempre lo llevo conmigo.

Cierro mis ojos por un momento y trato de evocar la imagen de mi madre, pero sus rasgos se han ido desvaneciendo con el tiempo. Han pasado diez años desde que desapareció de nuestras vidas. Diez años en los que nos hemos preguntado cada día qué ha sido de ella. Nuestra existencia consiste únicamente en esperar, aguardar y temer lo peor. El no saber dónde está, ha sido y continúa siendo un infierno. Y luego nos surgen las preguntas: «¿Estaría viva o muerta? ¿Dónde están entonces sus restos?» Una y otra vez, imágenes terribles pasan por mi mente, y, todavía puedo vernos sentados junto a la piscina en la mesa del desayuno. La espera, ambos mirando el reloj y las palabras de mi padre: —Tu madre no puede haber desaparecido en el aire. Vamos, Bea, vamos a buscarla.

—¿Te has dormido, Bea? —Al oír su voz, despierto de mi letargo y vuelvo a concentrarme en él.

—No, ¿por qué? —Me agacho, saco una botella de agua de mi mochila y juego con la tapa.

—¿Qué? —pregunta, apoyándose con las manos en el suelo. A su lado brinca un pequeño perro. Moviendo la cola, salta entre él y su amo. —Creo que nos vendría bien un trago. —El perro ahora se desaparece. Le doy la botella. Observo cómo se limpia impaciente los labios con los dedos.

—¡Gracias! —Da un gran trago a la botella. Resopla y se toma un segundo.

¡Campeón! —grita alguien. El perro no responde. —¡Ven aquí! ¡Aquí! — El perro sigue sin reaccionar. — ¡Ven aquí! ¡Ahora! —Campeón tiene una cabecilla obstinada. Como mi padre. Es muy terco y sigue sin escuchar. Así que el hombre se da la vuelta, se aleja y toma una golosina en la mano, lo que funciona de maravilla.

—Mierda, eso duele. —Con cuidado, le palpo la herida y respiro con frenesí. El muslo derecho lo tiene muy hinchado.

—La pierna derecha la tienes notablemente más gruesa que la izquierda.

—Generalmente soy un poco más grueso en la derecha que en la izquierda. —Las comisuras de mi boca se levantan.

—No podemos seguir así. —le digo seriamente.

—¿Qué quieres decir? —Me mira, atónito.

—No te enfades papi. Pero necesitamos ayuda. —le digo mientras trato de sacar con mis dedos el teléfono móvil de mis jeans ajustados.

—¿Y ahora qué? —me pregunta con los ojos entrecerrados.

—Estoy a punto de establecer una nueva ruta para nosotros. —le informo, intentando que mi voz suene firme. Pero no estoy tan segura como parezco.

—¿Qué estás maquinando? —me pregunta escéptico.

Me aventuro a echar un vistazo en mi teléfono y empiezo a buscar a través de mis contactos.

«Aquí está.»

Le clavo el dedo al nombre de TINA que está escrito en la pantalla. Embelesada, le miro, intentando no perder una palabra de su boca, pero no sale nada. Lo observo pensativa. Mientras espero que me contesten por el otro lado.

—¡Tina! ¡Gracias a Dios que contestas! —Sus palabras de consuelo aún resuenan en mis oídos.

—Lo solucionaremos. Lo prometo. No te preocupes por eso ahora.

Pero sigo muy preocupada.

—Creo que mi padre se ha golpeado muy fuerte. Tiene que apoyarse en mí cuando se levanta. A estas alturas apenas puede sostenerse sobre sus piernas.

—Lo siento, papá. —le dije al colgar. «Pensé que por una vez me las arreglaría para no meter la pata». Con dificultad trago el grueso nudo que se ha formado en mi garganta.

—No es tu culpa. El idiota soy yo, cariño, no te estreses. —me dice lanzándome una mirada tierna. — Perdóname a mí, por no haber tenido más cuidado.

Con lo último de sus fuerzas, empuja su bici cojeando y gira a la izquierda en una pista de tierra en la siguiente esquina.

—Espera un momento. Tengo aquí una manta, la pondré en el suelo para que te sientes y descanses un poco. La saco, me la meto bajo el brazo y mientras subo lentamente los ojos de la manta, él ya me está refunfuñando:

—¿Estás loca? Si lo hago, entonces no me levantaré.

Brevemente pienso si debo aprovechar la oportunidad para comentarle que alguien viene pronto.

—Alguien viene pronto. Tina va a traer a su hermano. —digo sin pensarlo mucho. Me quito la mochila de los hombros y cuelgo la gorra en el manubrio. —Así que, vamos a esperar tranquilamente hasta que ellos lleguen. —Lentamente estiro mi pierna derecha. Necesitaba tomar un descanso después del extenuante recorrido que habíamos hecho, no estaba acostumbrada a ese tren, si ni ejercicios hacía.

—¡Pura pérdida de tiempo! —afirma mi padre refunfuñando.

Agarro mi pie derecho con ambas manos y lo aprieto dándole un pequeño, pero profundo masaje. —¡No lo creo! Lo más importante no solo es diversión, diversión, diversión. También hay que saber disfrutar de los momentos apacibles de la vida, todo tiene su encanto.

—¡Ya basta, Bea! —me regaña mi padre.

—¿Por qué?

—Quiero sentarme ahora. Ayúdame, me sentaré, pero solo un ratico. —gime. —Este maldito dolor.

Le ayudo.

—Gracias por ayudar a este pobre anciano. —me dijo quejumbroso.

—Siempre es un placer. —No podía aguantar la risa, siempre era tan exagerado. —Lo principal es que por fin te sientes y descanses.

De repente, me agita una mano delante de mi cara.

—Mira, mi muñeca se ha abierto.

Le tomo con cuidado la muñeca. Le doblo despacio la parte interior hacia arriba y comienzo a determinar la gravedad de los daños. —Creo que vivirás.

Respira como diez veces y luego contiene la respiración de manera que su pecho se hincha, lo que significa que está muy mal, pero no estoy realmente segura de por qué. Contempla todo con hosquedad. Entonces su estómago emite repentinamente rugidos, vuelvo la cabeza hacia un lado y me froto la frente contra el brazo. Tiene hambre.

—Deberíamos meterle el diente a algo, ¿No crees?

—Me parece bien. —responde con entusiasmo, sus ojos cambiaron de oscuros a brillantes, y sentí que hasta soltó una pequeña carcajada. Me gusta mucho más verlo así. Abro la mochila, llena hasta arriba de albóndigas.

—Albóndigas con queso gouda. —le digo brindándole una. Mi padre la coge rápidamente y se la devora en un santiamén.

—Tienen un sabor delicioso. —elogia y se embucha la siguiente. —¿Hay algo de tomar?

—Sí, todavía tenemos un poco de jugo de naranja. —También saco la bebida de mi mochila y le doy el zumo. Bebe con avidez y veo cómo su nuez de Adán sube y baja con cada sorbo. Puedo ver que el jugo está a punto de agotarse. Entonces, y mirando detrás de mí, pega un grito abrupto:

—¡Creo que puedo ver un coche! —Me levanto y miro hacia la dirección que me señala.

—¿Dónde? —dije levantado la cabeza y empinándome en punta de pie tratando de ver.

—Allí. Allí detrás de aquel camión verde. —dice, mordiendo furtivamente la paja.

Bueno, pues sí, ahí por fin, venía nuestra ayuda.

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