Paño de lágrimas

Al enterarse de que a Andrea le gustaba Franco, Valeria la miró como si acabara de detectarle un horrible sarpullido. No podía creer que a alguna mujer de verdad le pudiera gustar su jefe. Si bien era cierto que tenía unos ojos verdes preciosos, en los que se reflejaba la luz del día cuando el sol entraba en los grandes cristales de su oficina y se columpiaba en sus pestañas, largas y gruesas como las de un árabe, lo mismo que en su barba siempre corta y bien afeitada, de la que emanaba el embriagador aroma de la espuma y la colonia, o que era alto y acuerpado como un hombre que practicara el baloncesto y el canotaje, al que el sol había revestido con el color de las castañas maduras y, cuando usaba esos pantalones de seda se le lograba ver el abultado…

—¿Y por eso lloras? —preguntó Valeria, con una total falta de tacto que, o Andrea no percibió, o pasó por alto, porque incluso pareció abrirse más.

—Es que un amor imposible, ¿o no lo ves así? —dijo Andrea, paladeando su cazuela del a
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