Enamorado de la Heredera
Enamorado de la Heredera
Por: Monn Star
Capitulo 1

Era casi Navidad y en su vida Elisa Margot Bleis nunca se había sentido tan miserable ni había estado tan asustada. Se escondía de su prometido, el marqués de Connat. Hacía Tres meses que había huido de él, la noche de  la fiesta de petición de mano. Pero ahora estaba desesperada. No sabía cuánto tiempo podría seguir escondiéndose así, sola, pasando frío y hambre, y tan infeliz y atemorizada. 

 Elisa se estremeció,se abrigaba con un chal de muaré echado por encima de un delgado vestido de popelín blanco y azul Cuando huyó del baile de su fiesta de compromiso, lo hizo sin más ropa que el vestido de noche que llevaba.Y hacía mucho frío, el cielo estaba oscuro y tan helado como en el interior de la gran casa de verano de sus padres. 

Pero no se atrevía a encender una hoguera por temor a que algún residente local o transeúnte la descubriera.Por temor a que él  se enterara de su presencia.  Cómo le odiaba. Aun así, las lágrimas no asomaban a sus ojos. La noche de la fiesta de petición de mano había llorado tanto  que creía que jamás volvería a hacerlo. Para su joven corazón, la traición de Jon supuso un golpe fatal. 

Qué ingenua era entonces al creer que un hombre como él la había cortejado por amor en lugar de por razones mezquinas y puramente económicas. Sólo se había interesado por ella porque era una heredera. No la amaba, nunca la había amado; sólo quería su dinero y los beneficios que le podían reportar este enlace matrimonial. Una de las contraventanas abiertas comenzó a golpetear. Elisa estaba acurrucada en un rincón del dormitorio que había ocupado desde que se refugió en la Casona.

 Las contraventanas estaban abiertas, al igual que las cortinas azules con pequeñas flores blancas, para que la tenue luz del invierno penetrara en la estancia. La casa ya estaba mal abastecida, sus padres pocas veces habían venido a este lugar por esa razón ella se encontraba escondida en este paraje. Aunque había luces de gas, Elisa no se atrevía a utilizarlas; sólo hizo uso de las velas, pero quedaban pocas ya que la gran mayoría se habían agotado. 

Además, apenas le quedaba comida, en la despensa sólo había unos cuantos productos en conserva, la noche que escapo solo se llevó el dinero que podía cargar con ella y con eso había comprado las cosas que hasta la fecha había consumido, aún quedaba algo de efectivo a mano pero el temor de ser encontrada le había impedido salir una vez llego a este lugar.

Elisa encogió los dedos de los pies entumecidos por el frío. Fijó la mirada en la ventana, la lluvia había comenzado hacia poco tiempo pero ya no se podía ver nada más allá de unos pocos metros, aunque la ventana estaba cerrada se oía los truenos de la tormenta. Imaginó el agradable salón de la familia en su casa de la Quinta Avenida. Sin duda a esa  hora su padre estaría atizando los leños del fuego, observando el crepitar de las llamas, vestido con su chaqueta de cachemira preferida. 

Suzan, su madrastra, descendería por las amplias escalinatas vestida formalmente para la cena. Y Sofía, que habría vuelto de París con su preciosa hija recién nacida. Elisa sintió que se le encogía el corazón. Añoraba a su padre, a su madrastra y a su hermanastra. Tuvo una profunda sensación de pérdida, tan aguda que le cortó la respiración y se mareó. 

¿O se mareó por el hambre y la falta de sueño? Por la noche dormía de manera irregular a causa de los sueños que la trastornaban. Como si fuera una niña pequeña,  soñaba que la perseguía una horrible bestia. Siempre corría presa del pánico, temiendo por su vida. Las bestias siempre tienen una cara y era la de Jon con sus ojos grises y fríos como el invierno que se estaba acercando cada vez más. 

Elisa oyó los golpes de las contraventanas y la tormenta que se avecinaba. La cara de Jon la había deslumbrado. La cara y los besos. Qué estúpida había sido. Ahora, al haberse enterado de los chismorrees de la fiesta de petición de mano. Ella sabía que su mala reputación era bien conocida, él había empobrecido, llevaba una vida recluida y no le gustaban las mujeres

 Sólo se casaba con ella por su herencia. Y Jon no lo negó cuando lo confronto y le pregunto. 

Volvió a estremecerse. Esta vez el frío le calaba los huesos, y sintió una helada punzada en el corazón. Según Sofía, Jon estaba furioso con ella, y decidido a encontrarla. Había contratado detectives para ello.  ¿Jamás se cansaría de este juego? Diariamente Elisa rogaba que abandonara, que encontrara otra heredera americana y volviera a su antigua casa de Irlanda.

 

Los golpes de la contraventana se hicieron más estruendosos y continuados.  Sofía sabía dónde estaba ella. Si Jon St. Clare se marchaba, Sofía se lo diría enseguida y ella podría volver a casa. 

Bang. Bang. Bang.

Su breve ensoñación de volver a casa y arrojarse en brazos de su padre quedó bruscamente interrumpida. Algo no iba bien. Se irguió para escuchar con atención.

Bang. Bang.

La contraventana seguía golpeteando salvajemente por el viento, pero además había algo que golpeaba en el  piso inferior. Un ruido distinto, fuerte e insistente. Elisa sintió pánico. ¿Alguien estaba golpeando la puerta principal? No podía ser. Se quitó el chal y corrió escaleras abajo. Agarrándose del pasamanos de madera, llegó hasta el  vestíbulo. En esta ocasión no dudó: alguien golpeaba la puerta de la entrada. Palideció.

Y luego se oyó el ruido del picaporte de cobre. Elisa estaba helada. Le horrorizó la idea de que Jon St. Clare la hubiese encontrado. De repente estalló el vidrio de la ventana de al lado de la puerta, quiso gritar, pero apenas emitió un  gemido.

Una gruesa rama de árbol derribó los restos de vidrio del marco de la ventana. Y a continuación, por el hueco  apareció el, sus miradas se encontraron.Los ojos grises de él brillaban de furia. A Elisa le castañeteaban los dientes y le temblaban las rodillas.

—¡Abre la puerta! —exigió el marqués a viva voz. 

Elisa echó a correr hacia la casa.

—¡Elisa! —gritó él.

Ella no sabía qué hacer. Mientras corría hacia su dormitorio pensó que si volvía allí la atraparía. Corrió  pasándolo de largo, jadeando, con el corazón palpitando, y se escurrió hacia las escaleras traseras. Si osaba esconderse en la casa, él la encontraría. Lo oyó correr por el pasillo del piso superior. 

Tenía que escapar, abrió la puerta trasera y sintió una ráfaga de viento helado, pero igual echó a correr. Cruzó los jardines y la pista de tenis. De pronto oyó que él gritaba su nombre. Jon St. Clare acababa de salir de la  casa. Elisa gritó al resbalar y caer. Trató de levantarse pero el dobladillo de la falda se le enganchó. De un tirón,  arrancó la falda y avanzó otro paso. Pero una mano la sujetó con fuerza por el hombro. 

Los pies de Elisa siguieron moviéndose, pero su cuerpo estaba atrapado por un par de fuertes brazos.  Desesperada, hincó los dientes en uno de aquellos brazos. Pero lo único que logró fue morder la manga del abrigo. Jon St. Clare la echó sobre sus hombros y se apresuró a volver a la casa. 

—¡No! —suplicó mientras le golpeaba la espalda con los puños y sentía en las mejillas el roce de su abrigo de lana. Él no dio muestras de advertir su desesperada resistencia. Lisa lo aporreó con más fuerza mientras sollozaba. 

St. Clare entró a grandes zancadas en la parte trasera de la casa, cerrando de un portazo. Siguió avanzando a grandes zancadas por la casa, abriendo de golpe las dos puertas del salón principal. Sin disminuir el paso entró en la sala y dejó caer a Elisa en el sofá. Sus miradas se encontraron.  La furia de los ojos de él disminuyó. La miró de la cabeza a los pies y agrandó los ojos.  A Elisa le castañeteaban los dientes. Temblaba incontroladamente, no sólo de miedo sino también de frío.

—Oh, Dios —dijo él con gravedad, apretando la mandíbula. Se quitó el abrigo y, antes de que Elisa  protestara, la envolvió con él.

Elisa se encogió bajo el cálido abrigo, tratando de no percibir la fragancia de hombre que desprendía. Ella no  apartó los ojos de él. Los dientes aún le castañeteaban más, y los temblores no cesaban. Jon  se arrodilló frente a la chimenea y empezó a encender el fuego. 

En pocos minutos las llamas  comenzaron a crepitar. Mientras ella  permaneció en el sofá con la mirada fija en su espalda, presa del miedo y demasiado confusa para  pensar con coherencia. No podía creer que la hubiese encontrado. Una vez encendido el fuego, se volvió y se dirigió hacia ella. Elisa no pudo evitar estremecerse, apretándose contra el respaldo del sofá. 

Él la miró sombríamente:

—Estás demacrada —dijo—. ¿No pensaste que podías coger una pulmonía y morir, llevando un vestido de  verano con este tiempo?

ELisa replicó: 

—Entonces tendrías que encontrar a otra heredera, ¿verdad?

Él la miró sin parpadear. Elisa deseó no haber dicho nada. La expresión de él se endureció.

—Sí.

Elisa tragó aire.

—Te odio.

—Lo has dejado muy claro. —De repente la cogió entre sus brazos.

Elisa gritó y él la levantó en vilo.

—No voy a hacerte daño —dijo fríamente, volviendo hacia el fuego—. Puede que tengas ganas de  suicidarte, pero yo no las comparto. —Una sombra que ella no comprendió nubló su expresión.

Estaba tensa, consciente de ser mecida en su amplio y fuerte pecho. Su aroma masculino la invadió, lo despreciaba y no iba a casarse con él, pero era un hombre tremendamente atractivo, y no podía olvidar las pocas ocasiones en que la había besado cuando la cortejaba —antes de que se enterara de la verdad—. Antes de Jon St. Clare el marqués de Connat

Había tenido muchos pretendientes, incluso con sólo dieciocho años. Los hombres jóvenes siempre habían revoloteado a su alrededor llamando su atención. Pero sólo uno de esos jóvenes se había atrevido a besarla antes del marqués de Connat , un amigo que al hacerlo le confesó estar enamorado de ella. Aquel beso fue casto e inocente. Los besos de Jon le encendían no sólo el cuerpo, sino también el alma. Y no habían sido castos.  

Él la había acercado en brazos al fuego y la observaba fijamente, deseó ocultar sus pensamientos. Ruborizada, humedeciéndose los labios, dijo con voz frágil:

—Bájame.

Arrugó la frente al dejar de mirarla y posarla sobre la alfombra delante de la chimenea.

Aliviada por quedar libre de sus brazos, desechó esos recuerdos, sin importarle lo difícil que fuera.  Nunca permitiría que volviera a besarla, y estaba decidida a no casarse con él, al margen de los planes de él y de su padre. 

Pero era consciente de que él estaba de pie junto a ella, al igual que era consciente de la tensión que mediaba entre ellos. 

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