Capítulo 3
El sonido del agua en la ducha se detuvo. Me vestí rápido.

Para evitar que viera cualquier parte de mi cuerpo, elegí la ropa más conservadora que encontré: un conjunto deportivo que me quedaba grande, así no me sentiría tan incómoda.

Leonardo salió del baño.

Mi cara, aunque intenté evitarlo, se puso roja. Solo llevaba una toalla blanca atada descuidadamente a la cintura.

Su cabello todavía estaba húmedo, y las gotas de agua resbalaban por su abdomen fuerte y marcado. El vapor hacía que la temperatura subiera poco a poco, y al ver su pecho tan grandote...

Me quedé embobada hasta que escuché su risa con tono burlón.

Avergonzada, aparté la mirada.

Sentí el calor de su cuerpo acercándose detrás de mí, y su aliento caliente me rozó el oído.

—Ya que volviste, deja de hacer tonterías. Pórtate bien.

Su tono era como si estuviera tratando con alguien inferior a él.

Sentí un pinchazo en el pecho. Y, sin embargo, mi cuerpo reaccionó antes que mi mente: mi corazón latió con fuerza.

Me aparté de él, esforzándome por sonar distante.

—Leonardo, perdí la memoria…

—¿Ah? —Leonardo rodeó mi cintura con sus brazos y empezó a acariciar mis caderas lentamente.

Su voz sonó perezosa, con un toque de fastidio.

—Giuliana, ¿no estás cansada? Deja que tu mente descanse un rato.

Un fuego ardiente me subió al pecho. No sé de dónde saqué la fuerza para empujarlo.

—¿Qué deje todo como si nada? Me caí del segundo piso y estuve tres días en el hospital. ¡Ni siquiera me preguntaste cómo estaba!

Leonardo me miró con indiferencia.

—Ok… ¿y qué?

Me dieron ganas de llorar de la rabia.

Por muy insoportable que haya sido en el pasado, le salvé la empresa. Solo por eso, Leonardo debería haber ido al hospital a ver si estaba viva o muerta. Pero ahí estaba, mirándome con calma, como si solo fuera una loca histérica.

Lo observé; era muy atractivo, pero por primera vez, sentí asco al recordar todo lo que era capaz de hacer.

—No importa. Leonardo, quiero el divorcio.

Él se rio.

—Giuliana, aún no te rindes. Te lo dije muchas veces. No nos vamos a divorciar.

Dio un paso más y sonrió con arrogancia.

—Y no tienes que tener celos de Bianca. Ella es perfecta y está muy por encima de ti. Es mejor que la olvides si no quieres volverte loca.

Tuve que contener las ganas de llorar.

Lo miré con rabia.

—Leonardo, ¿acaso estás sordo? Te dije que perdí la memoria. No te amo. Y no me importa nada de mi pasado.

Agregué con un tono duro:

—Además, no recuerdo a Bianca, así que no estamos divorciándonos por ella.

La expresión de Leonardo se volvió enojada.

De repente, me agarró de la muñeca y me acorraló contra la pared. Me lastimó y mis ojos se llenaron de lágrimas.

Su aliento caliente me rozó la piel, demasiado cerca.

Mi cara volvió a arder.

Su pecho firme se apoyaba contra mí. Con sus fuertes brazos no me dejaba mover.

Pude oler el aroma a cedro de su cabello y el tono grave y varonil de su respiración.

Mi cuerpo me traicionó otra vez. Empecé a temblar, mis piernas se debilitaron.

Por un segundo, mi mente tuvo el impulso de besarlo.

Leonardo sonrió de nuevo. Esta vez, bajó lentamente y mordió suavemente mi oreja.

Me ericé; era mi punto débil.

—Giuli, no creas que con esto me vas a hacer enojar. ¿No recuerdas a Bianca? Qué curioso. Pero estos dos años no has hecho más que insultarla. ¿No dicen que solo puedes odiar algo que te importa?

Apreté los dientes.

—¡Leonardo, suéltame! ¡Maldito abusador!

Como castigo, mordió mi oreja con más fuerza.

—¿Y qué es esta ropa tan fea? ¿Dónde están tus uniformes? Recuerdo que te gustaba ponerte atuendos que nunca había visto… y luego seducirme bailándome.

Su respiración se volvió más pesada.

—Han pasado tres días, Giuli…

Mi piel se erizó.

Aunque tenía veintiséis años, me sentía atrapada como si aún fuera una adolescente.

¿Era posible que… en esa parte de nuestra relación era yo la que tomaba la iniciativa?

¡Esto es un puto desastre!

Empujé a Leonardo con todas mis fuerzas.

Él no estaba preparado y casi se cayó.

Pude ver el peligro en sus ojos.

—¿Me empujaste, Giuliana? ¿Qué demonios te pasa?

Ya no quería hablar con él.

Corrí hacia la puerta.

—Voy a cenar. No me sigas. Al bajar, encontré una mesa llena de comida.

Claramente, no dejaron de cocinar su cena solo porque llegó tarde.

Miré la mesa y noté que ningún plato me gustaba. Todo era lo que Leonardo solía comer.

Ja. Esto es ridículo.

Me senté y comí en silencio. Después de un largo día, estaba hambrienta.

Pasaron varios minutos hasta que Leonardo bajó. Seguía molesto.

Se sentó lejos de mí y empezó a servirse sin inmutarse.

Yo tampoco quería mirarlo.

El silencio en la mesa era sofocante.

De repente, Leonardo preguntó:

—Doña Consuelo, ¿por qué hoy no hay sopa de espinacas?

La mujer, la misma ama de llaves que me recibió, me miró con desaprobación.

—La señorita Giuliana no quiso cocinar hoy. Por eso no hay. Señor, no es mi culpa.

La miré, molesta.

—¿Qué dices? ¿Ahora hacer sopa es mi responsabilidad? ¿Y es culpa mía?

Leonardo dejó los cubiertos sobre la mesa con un golpe seco.

—Antes siempre la hacías tú. Doña Consuelo no sabe la receta.

No pude evitar reírme con amargura.

Solté los cubiertos y, con toda la elegancia posible, me limpié la boca con una servilleta.

—Señor Ferrara, aclaremos algo. Soy su esposa, no su sirvienta. Si quiere una maldita sopa de espinacas, prepáresela usted mismo.

Mis palabras parecieron sorprenderlo.

—Toda la comida en la mesa es lo que te gusta, y aun así te quejas porque no tienes sopa. ¿Qué te debo, Leonardo?

Leonardo no esperaba esa respuesta.

En su mirada se mezclaban sorpresa y la molestia.

—Giuliana, no creas que con esto me vas a molestar. Antes fuiste tú la que insistió en aprender a cocinar porque te gustaba complacerme. Y ahora dices que no quieres hacerlo. ¿Qué es lo que te pasa?

Le sonreí, cargada de sarcasmo.

—¿Todavía no lo entiendes? ¡No te voy a servir más, idiota!

Tiré la servilleta y me levanté. Ya estaba harta de este hombre egoísta y arrogante.

¿Cómo demonios pude enamorarme de él?

Leonardo no se esperaba que me fuera de la mesa.

Se quedó en su lugar, sin moverse.

Doña Consuelo, sin embargo, seguía murmurando.

—Antes, la señorita Giuliana cocinaba todos los platillos favoritos del señor. Hasta la sopa la hacía con sus propias manos… y ahora simplemente ya no le importa…

Ignoré sus murmullos.

En ese momento, sonó el timbre.

Miré de inmediato hacia la puerta.

Doña Consuelo fue a abrir.

Una mujer elegante entró con gracia. Era hermosa, de facciones delicadas. Llevaba un vestido largo azul claro, hecho a la medida. En su cuello descansaba un collar de perlas.

Caminaba con tanta personalidad que parecía flotar sobre las baldosas.

Incluso yo, siendo mujer, no podía evitar sentir cierta impresión al verla.

Se dirigió directamente hacia Leonardo con una voz suave.

—Leo, espero no te moleste mi visita.

La expresión de Leonardo, que antes estaba seria y molesta, cambió de inmediato.

Tomó lo que ella traía y, con total naturalidad, le buscó unas zapatillas limpias.

Lo observé, llena de odio.

Mi marido estaba furioso conmigo por no hacerle su sopa, pero aquí estaba, inclinado, ayudando a otra mujer a ponerse sus zapatos.

Pues qué ironía.
Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP

Capítulos relacionados

Último capítulo

Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP