La tensión es densa, como una tormenta a punto de desatarse. En el centro de la mesa, Francisco observa a los presentes con una mirada de furia contenida.—No podemos seguir perdiendo el tiempo —gruñe, golpeando la mesa con un puño cerrado—. Cada día que pasa, la reina se afianza más en el poder. ¡Nos desafía en nuestra propia casa!—El pueblo la admira, incluso algunos nobles comienzan a verla con respeto —añade otro con desprecio—. Si seguimos esperando, pronto será intocable.Francisco respira hondo, tratando de contener su rabia. Se vuelve lentamente hacia la figura temblorosa en el rincón.—Clara.La doncella se estremece al escuchar su nombre, pero mantiene la cabeza gacha. Sabe que no puede mostrar debilidad.—Llevamos meses esperando resultados de tu parte —continúa Francisco con frialdad—. Dijiste que te encargarías de la reina. Dijiste que la alejarías del rey, que la harías caer en desgracia. ¿Y qué hemos obtenido a cambio?Camila siente el sudor frío recorriendo su espalda
El amanecer llega con un aire de tensión en el palacio. La noticia del intento de asesinato no ha sido divulgada, pero entre los guardias y los sirvientes, los susurros corren como pólvora encendida.Alejandro ha dado órdenes estrictas de investigar a fondo. Nadie entra ni sale sin su permiso. Alguien dentro del palacio intentó acabar con la vida de Eleonora, y no piensa descansar hasta encontrar al culpable.Sentada en una silla en medio de los aposentos reales, Julie baja la mirada con el ceño fruncido. Es evidente que está nerviosa.—Julie —comienza Eleonora, su tono suave, pero firme—, dime quién preparó mi lecho anoche.La doncella, que ha sido su sombra y confidente desde que llegó a esta vida, levanta la vista de inmediato.—Fui yo, Majestad —responde con sinceridad.Alejandro observa con detenimiento cada gesto de la joven. La desconfianza lo carcome, pero Eleonora no quiere precipitarse.—¿Tú sola? —insiste la reina.—Sí, Majestad. Como siempre.Eleonora intercambia una mirad
Julie camina apresurada por los pasillos del palacio, su respiración aún pesada por el sueño interrumpido. Se había dormido tarde, atormentada por la angustia de los últimos acontecimientos, y cuando al fin cayó rendida, la mañana llegó demasiado pronto.—¡Maldición! —murmura, apretando el paso.Mientras avanza, una figura se cruza en su camino: Camila, otra doncella del palacio. Su porte es impecable, con una sonrisa amable y una mirada serena, pero algo en su expresión la hace parecer demasiado ensayada.—Julie —la saluda con dulzura—. Justo te buscaba.Julie frunce el ceño, impaciente.—¿Ocurre algo?Camila sostiene una pequeña bandeja con una taza de porcelana humeante.—Es para la reina —explica—. Anoche no debió dormir bien, después de todo lo que ha pasado. Pensé en prepararle un té relajante.Julie la observa con algo de extrañeza, pero la lógica en su ofrecimiento es innegable. Eleonora ha estado nerviosa desde el incidente de la serpiente.—Es un gesto muy amable, Camila —co
Tras largas horas de deliberación, Alejandro ha tomado su decisión. La justicia debe impartirse con firmeza y rapidez para evitar nuevas traiciones.Reunidos en la gran sala del consejo, el rey y la reina se encuentran frente a las dos doncellas acusadas. Camila, con el rostro desencajado, apenas puede sostenerse en pie; sus rodillas tiemblan y sus manos están unidas en un ruego silencioso. Clara, en cambio, mantiene la barbilla en alto, pero sus ojos delatan miedo.—Camila —anuncia Alejandro con voz solemne—. Has participado en este acto de traición, aunque no hayas sido la mente detrás del crimen. Has confesado, pero eso no te exime de castigo. Por lo tanto, pasarás seis meses en los calabozos, alimentada solo con pan y agua.Un sollozo escapa de los labios de la doncella, pero no se atreve a protestar. Alejandro gira su atención hacia Clara.—Y tú, Clara. Intentaste asesinar a tu reina con veneno y con una serpiente. Tus crímenes no tienen redención. Serás colgada en la horca al am
La tarde se tiñe de gris, cuando Brígida llega al castillo. El viento golpeando las ventanas y una tensión latente en el ambiente. Eleonora la recibe en sus aposentos, con una sonrisa cansada pero sincera. La sanadora nota de inmediato las sombras bajo sus ojos y el peso invisible que lleva sobre los hombros.—Me alegra verte, Brígida. Quisiera haberte visitado en la cabaña, pero Alejandro ha insistido en que permanezca aquí hasta que se descubran a los responsables de lo sucedido con Clara —dice Eleonora, sirviéndole una taza de infusión caliente.Brígida la observa con una mezcla de orgullo y preocupación. Eleonora ha crecido, ha madurado, se ha convertido en una reina fuerte y valiente. Pero también ve el peligro que la rodea.—Eres una mujer admirable, Eleonora —dice con suavidad, tomando la taza entre sus manos—. Has luchado con firmeza por el pueblo y por los niños. Es un acto noble y maravilloso. Pero quiero que comprendas algo, querida: cuanto más alto se levanta una estrella,
El tiempo transcurre sin grandes cambios en el castillo. La amenaza sigue latente, pero los enemigos permanecen ocultos en las sombras, esperando el momento oportuno para actuar. Alejandro y Eleonora saben que Francisco de Gálvez es el más probable instigador de las conspiraciones, pues su deseo de usurpar el trono es evidente. Sin embargo, no pueden apresurarse a acusarlo sin pruebas, lo que los obliga a mantenerse en constante vigilancia. Pese a la tensión, Eleonora y Alejandro continúan con su labor en el reino. La escuela que han impulsado está casi terminada, y ambos deciden visitarla para supervisar los avances. No van solos; Julie los acompaña, mostrando su entusiasmo por ver cómo los niños del pueblo pronto tendrán un lugar donde aprender. Además, un grupo de guardias los escolta discretamente, pues Alejandro no quiere correr riesgos innecesarios. El viaje transcurre sin contratiempos. Al llegar, el bullicio de los trabajadores y el sonido de herramientas golpeando la madera
Las paredes blancas del hospital se abren paso mientras la camilla avanza a toda velocidad.—¡Código azul, código azul! —grita la enfermera con desesperación. El sonido de sus pasos retumba en el pasillo. Su corazón late con fuerza. Clarisa no es solo una paciente, es su amiga desde el colegio, y verla en ese estado deplorable le hiela la sangre.El obstetra logra estabilizarla por un momento, pero sabe que está caminando sobre una cuerda floja. Si no actúa de inmediato, la perderá. Conoce a Clarisa desde hace cinco años y, más allá de la relación médico-paciente, la estima como a una amiga. Siente un profundo respeto por ella y por Philip, su esposo.—Marcela, debemos actuar ya. Tu hija no aguantará por mucho más tiempo —las palabras del médico arrancan a la mujer de su ensimismamiento. Está tan aterrorizada que apenas asimila lo que ocurre a su alrededor.—Tenemos que esperar a Philip. Clarisa no quiere dar a luz sin él —dice Marcela con la voz temblorosa. Sabe que está tomando un r
Clarisa hiperventila. El aroma denso a hierbas la envuelve como un manto pesado y asfixiante, recordándole los funerales. Su cabeza da vueltas. No entiende nada. ¿Dónde está? ¿Quién es esa joven que la observa con el ceño fruncido y la cabeza gacha? —Mi lady… ¿por qué quiso quitarse la vida? —La doncella habla en voz baja, como si temiera ser escuchada. No debería ser tan atrevida, pero necesita confirmar sus sospechas. Un escalofrío recorre la espalda de Clarisa. ¿Quitarse la vida? Nunca lo haría. No ahora. No después de tanto luchar para convertirse en madre. Solo aquella vez, aquella terrible vez, había deseado morir. Aquella noche en la que él se fue. —No sé quién eres, pero te aseguro que, aunque quisieran matarme, me aferraría a la vida como una garrapata a su presa —su voz suena firme, aunque temblorosa por el llanto—. No he hecho tal cosa. La doncella asiente con convicción. —Lo sabía. Fue su madrastra. Ella le dio ese té siniestro y… —¿Madrastra? —Clarisa la interr