—Sam... —balbuceó impresionado. Ella le evadió la mirada y se distanció, no quería que la viera tan demacrada y sucia.
—Aléjate de mí —profirió casi en un susurro y se puso de pies con intención de marcharse. Esto no le podía estar pasando, ¿por qué tenía que aparecer en su peor momento? No soportaba la vergüenza y la incomodidad. Él, tan lindo y pulcro; con ropas finas y joyería cara, perfumado con ese delicioso aroma. Y ella, una mendiga desnutrida, sucia y vestida con harapos. Era una pesadilla que el hombre que le gustaba —porque a pesar de que habían pasado seis largos meses sin verlo, sus sentimientos por él afloraron con solo escuchar su voz—, la viera en esas fachas y con ese hedor. Debía huir, no soportaba estar en su presencia un segundo más.
—No, Sam. —La confrontó decidido—. Tú te vienes conmigo. —La cargó como si fuera un saco de papas sobre su hombro, ignorando los puñetazos y berrinches de ella. La subió a su caballo con rapidez para que no se le escapara y luego él montó el animal y cabalgó con ella pegada a su pecho. Todos sus hombres observaban aquella acción estupefactos, no se esperaban que su jefe actuara de una forma tan descabellada, al llevarse a una loca mendiga sobre su regazo.
Arthur logró conseguir posada para él, sus hombres y Sam. Le compró un vestido, un par de zapatos y un velo, pues sabía que no se quitaría esos trapos si no le llevaba uno.
Sam se bañó y puso la ropa, peinó el cabello que había lavado y claro, su peine se enredó varias veces y hasta llegó a arrancarse una gran cantidad de hebras, pero por lo menos, ya estaba representable. Se paró frente al espejo y lloró ante el cambio. Casi tres años atrás era una hermosa jovencita llena de vida y sueños. Ahora, estaba pálida y demacrada, su cabello maltratado y su piel marcada. Triste, sola y vacía. Sin nada por qué luchar sin esa chispa y alegría que la caracterizaban. Acarició su mejilla y las lágrimas fueron inevitables, la habían destruido, le quitaron todo y solo quedó un feo cascarón.
—Sam —Arthur tocó la tosca puerta de madera—. ¿Puedo entrar?
Sam se puso el velo con nerviosismo, no entendía por qué su voz le provocaba aquello, solo fue un beso y había pasado seis meses de aquello. Se reprendía por sentirse de esa forma, debía entender de una buena vez que nadie sentiría esas cosas por ella, mucho menos Arthur. Él era un hombre totalmente inalcanzable.
—¿Sam? —Arthur la sacó de sus pensamientos y ella se apresuró a abrirle. Se hizo a un lado para que él entrara y se quedó parada frente a la puerta con la mirada fija en sus zapatos.
—Ven, aquí. —Palmó la cama, pues era el único mueble que había en el pequeño dormitorio—. Debes estar hambrienta.
Ella se acercó y se sentó lo más distanciada que pudo, trataba de disimular su nerviosismo, pero era difícil. Él, en cambio, se acercó con una sonrisa divertida y levantó su mentón por encima de la tela. Sus miradas se encontraron y Arthur se perdió en sus hermosos ojos avellana. Su corazón palpitaba con fuerza y sabía que estaba mal, se recriminó en sus pensamientos por desear besarla; si tan solo la hubiera encontrado antes o si ella hubiese aceptado su propuesta, tal vez algo entre ellos podría haber iniciado, pero ya era tarde. Debía deshacerse de aquel sentimiento que se negaba a abandonarlo. Lamió sus labios reteniendo su deseo y fijó la mirada en la bandeja que reposaba sobre sus piernas.
—Debes comer —dijo con voz apagada y ella asintió. Sam comió con desesperación, puesto que no lo había hecho bien en una semana. Después de ella comer, Arthur se levantó de la cama y la miró con ternura—. Descansa. Mañana viajamos temprano de vuelta a mi hacienda.
—Arthur, muchas gracias por lo que hiciste por mí, pero no iré contigo. Ya has hecho demasiado.
Arthur se devolvió y se posó frente a ella.
—No aceptaré un ‘no’ esta vez. Es obvio que no tienes a dónde ir ni dinero. No sé qué te sucedió y espero que no haya sido algo muy grave pues no me lo perdonaría. No me voy a arriesgar a que te hagan daño o padezcas precariedades. No, Sam, esta vez te vienes conmigo. Ahora me toca a mí cuidar de ti y ayudarte, luego veremos qué deseas hacer —sentenció. Sam no respondió. Él salió de la habitación en completo silencio, no dándole chance para refutar.
El camino fue placentero. Ella iba aferrada a su espalda mientras él cabalgaba en dirección a su hacienda. Su perfume, la firmeza de su cuerpo y el calor que este emanaba la tenían embriagada; quería quedarse siempre así, abrazada a él.
Un 'llegamos' la sacó de su ensoñación y ella agrandó los ojos al percatarse de la enorme entrada. Al parecer, Arthur era más rico de lo que ella pensaba, lo cual era irónico, dada la humildad con la que él trataba a los demás. Era raro ver a un hombre tan pudiente como él comportarse de esa manera. Recordó aquel tiempo que estuvo en su pequeña choza, después de recuperarse de su herida la ayudaba en los quehaceres de la casa y se veía feliz, aunque no tenían los lujos y comodidades a los que él estaba acostumbrado.
Cabalgaron por varios minutos hasta llegar a una mansión. Él la ayudó a desmontarse del caballo y ella sintió el vacío de tener que despegarse. Algunos hombres saludaron a Arthur y a ella la miraban con curiosidad. Al cabo de unos minutos, un adolescente tomó el caballo de él, pero antes de llevárselo, se acercó a ella y la recorrió con la mirada sin disimulo.
—Te conozco —afirmó sin dejar de mirarla—. Eres esa rara mujer que le salvó la vida a nuestro jefe.
—Raúl, no seas irrespetuoso. —Arthur lo reprendió—. No tuteas a una persona que no te ha dado esa confianza y esa no es la forma de abordar a la señorita.
—Perdón —dijo en un resoplido y luego se marchó con el animal.
—Vamos, le diré a Nidia que te prepare una habitación. —Arthur la tomó de la mano y ambos entraron a la casa. Sam estaba ensimismada observando cada detalle de la lujosa y enorme residencia campestre. Si bien su padre fue un hombre que tenía varias propiedades y una hermosa hacienda que le generaba mucho dinero, aquello no era ni la cuarta parte de las propiedades de Arthur, nunca había estado en un lugar tan elegante y grande. Se dirigieron a la cocina que tenía varios departamentos y hasta un comedor para los empleados. Había muchos trabajadores y criadas por doquier, era lógico, pues limpiar aquella inmensidad requería de muchas personas. Se sentía en el palacio de un rey.
—¡Mi niño! —Sam se sorprendió al ver cómo Arthur envolvió con sus brazos a la mujer que dejó de mover el contenido de una gran olla y se le tiró encima. Después de dejarle un sonoro beso a la señora, Arthur se acercó a Sam.
—Ella es Sam, la mujer que salvó mi vida y me acogió en su hogar por todo un mes. —Arthur la presentó con expresión de admiración y Nidia la envolvió en un abrazo que sorprendió a la chica. Sam bajó el rostro con timidez cuando recuperó su espacio personal y luego observó a la señora con disimulo. Ella tenía un vestido floreado y un delantal gris. Su cabello negro con algunas canas estaba recogido en un moño, su rostro tenía arrugas, sus ojos eran de un hermoso color miel, su nariz larga y fina y en sus labios había una sonrisa sincera.
—Seas bienvenida, querida. —La señora dijo con amabilidad—. Te estaré eternamente agradecida por ayudar a Arthur, él es como un nieto para mí.
—Gracias. —Fue lo único que respondió con timidez.
—¡Arthur, llegaste! —Una joven se le lanzó encima. Él la cargó y ella envolvió sus piernas alrededor de la cintura de este, luego le dejó besos sonoros sobre las mejillas. Sam dirigió su mirada a otro lugar, no soportó aquella muestra de cariño que le estaba hirviendo la sangre. ¿Sería ella su novia?
—Anabela. —Arthur se la apeó de encima y posó su brazo alrededor de los hombros de ella—. ¿Recuerdas cuando fui atacado? —Ella asintió—. Pues esta es Sam, quien salvó mi vida. —Extendió su brazo en dirección a la joven del velo como forma de presentación.
Anabela se puso frente a ella supicaz, y ambas se examinaban con la mirada. Sam se quedó embelesada con la belleza de la chica. Su cabellera negra, lacia y larga llegaba hasta su cintura; sus ojos eran miel al igual que los de Nidia, su cuerpo bonito y con delicadas curvas ceñido a un pantalón de tela fuerte, su camisa de manga larga estaba dentro de este y tenía algunos botones sueltos, pues abajo llevaba un top negro apretado a su bello y llamativo busto. Sam se sintió tan fea delante de aquella hermosa mujer, quien la escudriñaba con recelo.
—¿Eres de esas tribus que están al otro lado del océano? —Anabela preguntó con intriga.
—No... —Sam arrastró el monosílabo.
—¿Y por qué llevas un velo en el rostro? ¿Tu familia es de ese origen? —La joven indagó con confusión. Sam empezó a tartamudear sin poder articular nada en específico.
—Ella se siente cómoda usándolo, ya basta de preguntas. —Arthur intervino y se puso al lado de Sam tomando sus temblorosas manos—. Prepárenle una habitación arriba, puesto que Sam es mi invitada especial. Mientras tanto, yo iré con ella al pueblo, debido a que tiene que hacer algunas compras.
Sam lo miró con sorpresa y confusión. ¿Qué compras tenía ella que hacer y con qué dinero las haría?
Arthur se la llevó a rastras y la subió a uno de sus vehículos. Decidió irse solo con ella para poder tener privacidad. Visitaron varias tiendas y modistas, zapaterías y joyerías.
—No tienes que comprarme estas cosas, Arthur. —Sam replicó con vergüenza.
—Claro que sí. ¿Acaso te pondrás ese vestido siempre? Necesitas ropa y estas cosas de mujeres. Sam, esto es nada comparado con lo que hiciste, salvaste mi vida, siempre te estaré agradecido por ello.
Sam asintió con un poco de decepción. Lo hacía por agradecimiento. Maldijo en sus adentros por esperar algo más de él, su atención y cuidado la hacía sentir especial, pero no era por la razón que ella esperaba.
Ellos almorzaron en la tarde en un comedor del pueblo y luego regresaron a la hacienda. Sam se dirigió a su nueva habitación, se sentó en la cama y suspiró. Se sentía fuera de lugar allí, tanto tiempo viviendo en miseria y de buenas a primera se encuentra viviendo en una mansión llena de lujos, con una habitación que más bien parecía una casa, con ropa lujosa, perfumes y joyería cara. Se le hacía increíble aquello e irreal. Pero lo que más la inquietaba, eran esos sentimientos que estaban surgiendo dentro de ella.
Habían pasado tres meses. Sam ya había recuperado su peso y su piel tenía color. Cada día se veía más enérgica y saludable y ya no se percibía con tanta timidez como la primera vez que llegó a la hacienda. Raúl se la pasaba detrás de ella haciéndole preguntas imprudentes y tratando de descubrir la razón de cubrir su rostro, ya ella lo ignoraba y solo reía ante sus ocurrencias.—Yo le debo mucho al jefe. —El chico se sentó sobre la grama y llevó una ramita a la boca—. Mis padres murieron en un tiroteo cuando yo tenía diez y duré tres años viviendo en las calles y robando en los mercados para poder comer. Un día un señor que vendía manzanas me descubrió robándole y me persiguió con un rifle. Choqué con el señor Connovan y él le aseguró al hombre que se en
Sam se acostó sobre la cama de su padre y se abrazó a su almohada. ¡Lo extrañaba tanto! Aunque habían pasado cuatro meses de su muerte aún no lo superaba. Estaba sola y sin nadie quien la consolara. Su padre fue un huérfano que llegó a dónde estaba con el trabajo duro y por la misericordia de un doctor, quien lo preparó en el área de la medicina. En ese tiempo no se exigía tanto de los médicos y algunas personas ejercían con libertad, una causa de muerte para muchos pacientes quienes creían en médicos sin preparación previa. Su padre no solo le enseñó cómo funcionaba el cuerpo humano, también le enseñó sobre el poder medicinal de las plantas. Ella se dio muy buena y hasta tomó clases con profesionales, paró sus estudios cuando se comprometió con la promesa de retomarlos después de cumplir un a&
—Eres una inservible. —La pelirroja escupió con superioridad—. Siempre creyéndote más santa que los demás y mírate, no eres nadie, Samay.—¿Qué quieres, Bárbara? —inquirió entre dientes, simplemente no la soportaba y solo deseaba que saliera de su habitación.—Para ti, Señora Bárbara. Tú solo eres una arrimada en mi casa, estoy cansada de ti y de que mires con lujuria a mi marido. Daniel es mío, Samay, no te hagas ilusiones.—¡Deja de decir estupideces! Daniel es mi esposo y esta es mi casa. Yo soy la heredera de papá, la única arrimada aquí eres tú.—Ja, ja, ja, ja, ja… —La pelirroja rio con sorna—. ¿Tu esposo? Le das asco, Samay. Para que te enteres de una buena vez y sepas cu&aacu
Sam se echó un poco de perfume y se miró en el espejo. Tocó su manto azul oscuro que hacía juego con su vestuario de tono celeste y perla. Resaltó sus ojos color avellana con delineador negro y sombra blanca. Se había puesto labial, aunque nadie iba a ver sus labios, pero era para mantenerlos humectados. Su cabello lucía hermoso y sedoso, aunque solo se mostraba una parte de este porque el velo cubría casi todo su rostro incluyendo su cabellera. Había cambiado mucho desde que Arthur la llevó a la hacienda, ya no estaba desaliñada y su cabello no parecía un nido de aves.A veces era incómodo usar el velo y no sabía cómo comería con altura delante de aquellas personas, pues se vería raro cuando entrara el tenedor por debajo de la tela. ¿Algún día superaría su trauma? ¿Podría ella liberar su rostro de aquel velo? La nost
Sudores recorrían su piel, su pecho subía y bajaba. Dolía.—¡Ya basta! —gritó con desesperación. Un golpe seco, sangre y cuerpo desparramado.Huyó. Por fin sería libre. Corrió y corrió sin importar la incomodidad o el dolor. Su destino era incierto y adentrarse al bosque un peligro para una jovencita inexperta en la vida, para una mujer que nunca se valió por sí misma. Lágrimas de desconcierto y temor se desbordaban de sus ojos enrojecidos, todavía no se creía que estaba escapando.El bosque oscuro se lo hacía más difícil; sin embargo, una luz fue la señal que le indicó que estaba fuera, pero...Sam despertó de golpe. Inhaló y exhaló para no tener otra crisis; se levantó de la cama y se dirigió a la cocina temblorosa.
—Hola, Anabela. —Ella se volteó y frunció el ceño cuando vio al grandote detrás de ella con una canasta de manzanas. Sus ojos pardos desviaban la mirada con expresión de vergüenza y su labio inferior estaba atrapado entre sus dientes. Pudo notar un leve sonrojo en la piel color caramelo que le provocó mucha ternura. Pero no entendía su interés en ella y eso la hacía sentir incómoda. Samuel, como muchos de los trabajadores de la hacienda, era solo un conocido, una persona con la que ni siquiera podría imaginarse una relación cercana.—Hola, Samuel —respondió con cortesía, pero con marcada frialdad. No quería malos entendidos ni ilusionarlo, era mejor poner la distancia desde el principio.—Los muchachos y yo estábamos recogiendo manzanas y pensé que querrías estas, son las más rojas y jugosas
Anabela se abrazaba a sí misma y lágrimas mojaban sus mejillas. Las imágenes de ese tipo abusando de ella se mostraban en su cabeza en segundos que parecían eternos. Estaba temblando, tenía mucho miedo de volver a vivir aquello, prefería morir, no permitiría que él se saliese con la suya otra vez. No lo soportaba, lo odiaba y deseaba matarlo con sus propias manos. ¿Por qué dejó su arma? Ya se imaginaba a Arthur regañándolas, él les había advertido sobre salir desarmadas.Miró su caballo. ¡No estaba lejos! Las chicas ese mantenían en silencio mientras los hombres de ese ser asqueroso las observaban con maldad. Necesitaba ir por ayuda. Henry se acercó y los nervios la abordaron, no, prefería morir. Corrió hacia su caballo y de un salto lo cabalgó, por suerte ella era rápida y una de las mejores jinetes en la hacienda, su
—¿Está bien? —Samuel se colocó al lado de Jacqueline, quien estaba sentada en el comedor de la cocina. Nidia le pasó una taza de té para que se calmara, puesto que aún temblaba de la impresión.—Sí, gracias. Si ustedes no hubiesen llegado a tiempo... —Lágrimas cubrieron sus ojos. Samuel se acercó, dudó un poco, pero verla tan vulnerable lo conmovió. Entonces, se atrevió. Jacqueline agrandó los ojos al sentirse cubierta por los musculosos y firmes brazos del grandulón. Lloró sobre su pecho, su calidez le inspiraba confianza y por primera vez se sintió bien la protección de un hombre; tal vez no estaba mal dejarse cuidar de vez en cuando.Después de que todos salieron de la conmoción, frente a la puerta de madera, Samuel se debatía entre tocar o no. Quería verla, pero temía imp