Habían pasado tres meses. Sam ya había recuperado su peso y su piel tenía color. Cada día se veía más enérgica y saludable y ya no se percibía con tanta timidez como la primera vez que llegó a la hacienda. Raúl se la pasaba detrás de ella haciéndole preguntas imprudentes y tratando de descubrir la razón de cubrir su rostro, ya ella lo ignoraba y solo reía ante sus ocurrencias.
—Yo le debo mucho al jefe. —El chico se sentó sobre la grama y llevó una ramita a la boca—. Mis padres murieron en un tiroteo cuando yo tenía diez y duré tres años viviendo en las calles y robando en los mercados para poder comer. Un día un señor que vendía manzanas me descubrió robándole y me persiguió con un rifle. Choqué con el señor Connovan y él le aseguró al hombre que se en
Sam se acostó sobre la cama de su padre y se abrazó a su almohada. ¡Lo extrañaba tanto! Aunque habían pasado cuatro meses de su muerte aún no lo superaba. Estaba sola y sin nadie quien la consolara. Su padre fue un huérfano que llegó a dónde estaba con el trabajo duro y por la misericordia de un doctor, quien lo preparó en el área de la medicina. En ese tiempo no se exigía tanto de los médicos y algunas personas ejercían con libertad, una causa de muerte para muchos pacientes quienes creían en médicos sin preparación previa. Su padre no solo le enseñó cómo funcionaba el cuerpo humano, también le enseñó sobre el poder medicinal de las plantas. Ella se dio muy buena y hasta tomó clases con profesionales, paró sus estudios cuando se comprometió con la promesa de retomarlos después de cumplir un a&
—Eres una inservible. —La pelirroja escupió con superioridad—. Siempre creyéndote más santa que los demás y mírate, no eres nadie, Samay.—¿Qué quieres, Bárbara? —inquirió entre dientes, simplemente no la soportaba y solo deseaba que saliera de su habitación.—Para ti, Señora Bárbara. Tú solo eres una arrimada en mi casa, estoy cansada de ti y de que mires con lujuria a mi marido. Daniel es mío, Samay, no te hagas ilusiones.—¡Deja de decir estupideces! Daniel es mi esposo y esta es mi casa. Yo soy la heredera de papá, la única arrimada aquí eres tú.—Ja, ja, ja, ja, ja… —La pelirroja rio con sorna—. ¿Tu esposo? Le das asco, Samay. Para que te enteres de una buena vez y sepas cu&aacu
Sam se echó un poco de perfume y se miró en el espejo. Tocó su manto azul oscuro que hacía juego con su vestuario de tono celeste y perla. Resaltó sus ojos color avellana con delineador negro y sombra blanca. Se había puesto labial, aunque nadie iba a ver sus labios, pero era para mantenerlos humectados. Su cabello lucía hermoso y sedoso, aunque solo se mostraba una parte de este porque el velo cubría casi todo su rostro incluyendo su cabellera. Había cambiado mucho desde que Arthur la llevó a la hacienda, ya no estaba desaliñada y su cabello no parecía un nido de aves.A veces era incómodo usar el velo y no sabía cómo comería con altura delante de aquellas personas, pues se vería raro cuando entrara el tenedor por debajo de la tela. ¿Algún día superaría su trauma? ¿Podría ella liberar su rostro de aquel velo? La nost
Sudores recorrían su piel, su pecho subía y bajaba. Dolía.—¡Ya basta! —gritó con desesperación. Un golpe seco, sangre y cuerpo desparramado.Huyó. Por fin sería libre. Corrió y corrió sin importar la incomodidad o el dolor. Su destino era incierto y adentrarse al bosque un peligro para una jovencita inexperta en la vida, para una mujer que nunca se valió por sí misma. Lágrimas de desconcierto y temor se desbordaban de sus ojos enrojecidos, todavía no se creía que estaba escapando.El bosque oscuro se lo hacía más difícil; sin embargo, una luz fue la señal que le indicó que estaba fuera, pero...Sam despertó de golpe. Inhaló y exhaló para no tener otra crisis; se levantó de la cama y se dirigió a la cocina temblorosa.
—Hola, Anabela. —Ella se volteó y frunció el ceño cuando vio al grandote detrás de ella con una canasta de manzanas. Sus ojos pardos desviaban la mirada con expresión de vergüenza y su labio inferior estaba atrapado entre sus dientes. Pudo notar un leve sonrojo en la piel color caramelo que le provocó mucha ternura. Pero no entendía su interés en ella y eso la hacía sentir incómoda. Samuel, como muchos de los trabajadores de la hacienda, era solo un conocido, una persona con la que ni siquiera podría imaginarse una relación cercana.—Hola, Samuel —respondió con cortesía, pero con marcada frialdad. No quería malos entendidos ni ilusionarlo, era mejor poner la distancia desde el principio.—Los muchachos y yo estábamos recogiendo manzanas y pensé que querrías estas, son las más rojas y jugosas
Anabela se abrazaba a sí misma y lágrimas mojaban sus mejillas. Las imágenes de ese tipo abusando de ella se mostraban en su cabeza en segundos que parecían eternos. Estaba temblando, tenía mucho miedo de volver a vivir aquello, prefería morir, no permitiría que él se saliese con la suya otra vez. No lo soportaba, lo odiaba y deseaba matarlo con sus propias manos. ¿Por qué dejó su arma? Ya se imaginaba a Arthur regañándolas, él les había advertido sobre salir desarmadas.Miró su caballo. ¡No estaba lejos! Las chicas ese mantenían en silencio mientras los hombres de ese ser asqueroso las observaban con maldad. Necesitaba ir por ayuda. Henry se acercó y los nervios la abordaron, no, prefería morir. Corrió hacia su caballo y de un salto lo cabalgó, por suerte ella era rápida y una de las mejores jinetes en la hacienda, su
—¿Está bien? —Samuel se colocó al lado de Jacqueline, quien estaba sentada en el comedor de la cocina. Nidia le pasó una taza de té para que se calmara, puesto que aún temblaba de la impresión.—Sí, gracias. Si ustedes no hubiesen llegado a tiempo... —Lágrimas cubrieron sus ojos. Samuel se acercó, dudó un poco, pero verla tan vulnerable lo conmovió. Entonces, se atrevió. Jacqueline agrandó los ojos al sentirse cubierta por los musculosos y firmes brazos del grandulón. Lloró sobre su pecho, su calidez le inspiraba confianza y por primera vez se sintió bien la protección de un hombre; tal vez no estaba mal dejarse cuidar de vez en cuando.Después de que todos salieron de la conmoción, frente a la puerta de madera, Samuel se debatía entre tocar o no. Quería verla, pero temía imp
¡Tres años! Todo ese tiempo cubriendo su rostro, temerosa de que alguien la descubriese. Sus manos temblaban y lágrimas mojaban sus mejillas, su corazón latía con brusquedad y su respiración estaba acelerada. Se sentía tan expuesta y vulnerable, tan fea.Arthur se acercó estupefacto y levantó su mentón; sus miradas se encontraron y ella no supo descifrar ese brillo en sus ojos cafés.—¡Eres tan hermosa! —Limpió las lágrimas que rodaban por su piel y la abrazó—. Te amo, Sam y me duele que te hayan hecho daño.Ella lloró sobre su hombro. Él sostuvo su rostro entre sus manos y la observó con fascinación.—Tus labios son tan lindos... Tu nariz es perfecta, todo tu rostro es simétrico y hermoso.—No lo es. —Ella sollozó y él acarició la