Capítulo 4

CAPÍTULO IV. ESTAR CONDENADO

Anissa

Mi tía me habrá hecho unas cien advertencias antes de marcharme hacia el Palacio. Ella continuaba resistiéndose a la idea, pero agradecía que, a pesar de ello, respetara mi decisión. Estaba dispuesta por completo a hacer algo de provecho mientras estuviese ahí, y nada me quitaría esa idea de la cabeza.

Salí temprano de la casa para no llegar con demora al lugar. Mi tía me explicó en dónde quedaba el hogar de la familia más importante y acaudalada de Steiggad; nada menos que al otro extremo del pueblo, cruzando una zona que distaba del bullicio y gentío del centro. Por el contrario, allí se abrían paso amplios caminos donde transitaban los caballos y los carruajes de familias adineradas.

Los campos permitían que se instalasen grandes casas, rodeadas por vastas extensiones de tierra. Mientras caminaba por allí, no podía evitar sentirme sorprendida por cómo lucían los contrastes entre un extremo y otro, como si se tratasen de pueblos completamente distintos.

Realmente, al Rey solo parecían preocuparle sus propios intereses. De lo contrario, no tendría a una sociedad tan tremendamente dividida.

«No confío mucho en la gente que tiene dinero, y menos en aquellos que tienen tanto como ellos.»

Las palabras de mi tía regresaron a mi cabeza, haciéndome preguntarme si realmente el Rey Idris era un tirano, un hombre déspota al que solo le importaba cuánto dinero podía sacar de su pueblo para llenar sus arcas y mantener una vida de lujos y privilegios.

Me obligué a mí misma a apagar el fuego en mi cabeza. No quería levantar ningún prejuicio sobre alguien a quien no conocía, y a quien probablemente apenas y vería desde la distancia mientras estuviese trabajando para él.

Debía enfocarme únicamente en lo que me importaba, y nada más.

Seguí caminando, eso sí, agradeciendo la tranquilidad de aquel lugar. Mis ojos se desviaban constantemente hacia las ovejas siendo pastoreadas, o a las vacas comiendo pasto, a los bonitos arbustos que mostraban sus flores al cielo o a los frondosos árboles que brindaban cobijo y sombra.

Siempre estuve enamorada de la naturaleza, y esperaba vivir en un lugar tranquilo en donde pudiera disfrutar de ella… Algún día. Mientras tanto, tendría que dejar de fantasear y seguir caminando.

 Pronto fui arropada por el frío abrazo del bosque, donde los árboles enrollaban sus frondosas ramas para crear un techo natural sobre mi cabeza. El camino de tierra me conducía sin falla alguna hacia mi destino, vi pisadas de caballos en él, por lo cual supuse que era el que usaba la familia Real para entrar y salir del Palacio.

Claro, eso no restaba el hecho de que aquel camino no era tan espléndido y jovial como el anterior. Pero el bosque, para mí, era un lugar mágico. La majestuosidad de los monumentales árboles apenas dejando filtrar la luz del sol convertía al ambiente en uno más sombrío, pero también sereno; lo suficientemente silencioso como para que mis oídos no dejaran escapar el canto de las aves y el de mis propios pasos.

Respirar el aire fresco de la naturaleza también me permitía sentirme libre, en paz conmigo misma. Recorriendo las entrañas del bosque, no había ruido en mi cabeza, no había preguntas sin resolver, ni laberintos infinitos. Solo éramos los sagrados árboles y yo.

Sonreí para mí misma cuando caí en cuenta de que, una vez más, me había zambullido dentro de mis propios pensamientos. Pero debí sacar la cabeza a la superficie cuando el arco natural que formaban los árboles comenzó a llegar a su fin, dando paso a la luz y a algo más que eso.

A medida que avanzaba, descubría aquello que me dejaba sin aliento. Y cuando mis pies se detuvieron en la salida del bosque, tragué fuerte para sostener el aliento.

Ante mí, se levantaba el colosal Palacio Real. El sendero se convertía en un camino adoquinado, el cual conducía hacia las rejas que resguardaban la entrada al Palacio. A los costados de estas, se disponían los gruesos muros de piedra beige que terminaban de proteger a la estructura. Y justo frente a las rejas, se encontraban los guardias.

Los hombres protegidos por sus armaduras de metal llevaban una espada cada uno, lo cual, por supuesto, me resultó intimidante. A pesar de ello, mantuve mi andar seguro y sin mostrar un ápice de duda en ningún momento, hasta que me detuve frente a uno de ellos.

—Señorita —pronunció, haciendo un asentimiento—, ¿qué se le ofrece?

—Vengo a presentarme con la encargada de servicio —expliqué—. Me envió Elba.

El hombre movió la cabeza en otro gesto afirmativo.

—Sígame, es por aquí —indicó.

Caminé detrás de él, fracasando en mi intento de mantener los ojos al frente todo el tiempo. Constantemente, mi atención se desviaba hacia todos los detalles, como el sumo cuidado que dedicaban a los arbustos que cubrían los muros, y ni siquiera habíamos entrado.

Por supuesto, alguien que buscaba trabajo en el área de servicio no tendría permitido usar la entrada principal del Palacio. Lo comprendí mejor que nunca cuando el hombre de la guardia me condujo hacia una entrada lateral, con una puerta de madera y hierro forjado, bajo un umbral fortificado, pero modesto.

El hombre abrió la puerta y me invitó a pasar primero. Tras agradecerle con un asentimiento y una queda sonrisa, pasé al patio de suelo empedrado, donde algunas macetas y plantas colgaban, brindando una decoración mucho menos ostentosa, pero que tenía su encanto. Luego cruzamos otra puerta, donde, al menos, dos docenas de mujeres parecían estar ocupadas en algo.

Todas iban de un lugar a otro, con sus delantales puestos y las pañoletas blancas en la cabeza para que el cabello no les estorbase. Y todas recibían órdenes de una mujer alta y robusta, que tenía las manos en puños sobre las caderas. Sus mejillas eran abultadas y sonrojadas por el calor, sus labios delgados y sus ojos azules, afilados cual par de dagas.

—Hilda —El guardia llamó su atención.

La aludida giró la cabeza hacia nosotros y se acercó con el rostro duro como una roca.

—¿Qué es lo que sucede? —preguntó. Su voz era fuerte y grave.

Me mantuve quieta en mi lugar y tragué saliva. El guardia fue quien le respondió.

—Esta muchacha te está buscando —Le dijo—. Viene de parte de Elba.

Ella inclinó una ceja y solo entonces volvió a mirarme.

—Ah, sí. Tú debes ser…

—Anissa —Completé, enderezando la espalda. Luego estiré mi mano hacia ella, para estrecharla y presentarme—. Soy Anissa, señora.

Pero mi mando quedó tendida en el aire, cuando ella no la aceptó, solo volvió a colocarse un puño en la cadera y asintió, desencajando la mandíbula por un instante.

Avergonzada, volví a bajar la mano.

—No hay tiempo que perder, jovencita —contestó—. Sígueme.

Abrí la boca y la cerré, porque intuí que lo que hubiese dicho no le habría importado demasiado, de todos modos. Me despedí del guardia con una rápida mirada y seguí a la mujer, que ya caminaba de regreso hacia donde estaba antes.

—Dime, ¿qué es lo que sabes hacer? —Me preguntó.

Hilda se giró cuando nos detuvimos y clavó su fuerte mirada azul sobre mí.

—Sé hacer de todo un poco, señora —contesté, rogando por no enredarme con las palabras—. Limpiar, cocinar, lavar, también sé de costura… Lo que usted necesite, puedo hacerlo. Y si no lo sé, aprendo rápido.

—No tengo tiempo suficiente como para estar enseñándole a las nuevas —manifestó, dándome una expresión poco amigable.

Un instante después, se giró y siguió caminando. No me quedó más remedio que seguirla, intenté responderle y explicarle que eso no sería un problema, que con ver lo que las otras hacían, podrí aprender, pero ella me ignoró campalmente porque estaba dándoles órdenes a dos trabajadoras.

—Empezarás trabajando en el área de limpieza, ya que dijiste que sabes hacer eso —Me indicó, cuando se detuvo otra vez. Antes de continuar, sus ojos siguieron supervisando a otra trabajadora. Finalmente, volvieron a mí—. Trabajarás todos los días, excepto los domingos. Tu turno se termina a las ocho de la noche y se te asignará un dormitorio compartido para que puedas quedarte cuatro veces por semana. El resto de los días puedes marcharte. Tu salario será de quince monedas por semana.

Moví la cabeza en repetidos y leves asentimientos.

—S-Sí…

—Bien —Hilda imitó mi gesto—. Preséntate conmigo los sábados a las ocho para darte tu pago. Esta será tu semana de prueba, así que no recibirás sueldo aún.

Presioné la mandíbula y tomé un ligero suspiro, antes de volver a asentir. No me encantaba la idea, pero tampoco estaba en la posibilidad de rechazarla.

—De acuerdo —musité.

Una vez más, Hilda giró su atención hacia una de las trabajadoras.

—Kelly —La llamó, haciéndole un gesto con la mano.

De inmediato, una chica de tiernas facciones y cabello lacio color miel corrió hacia nosotras. Su rostro pálido y la expresión de sus ojos castaños me permitieron notar que le tenía miedo a Hilda.

—Esta chica acaba de comenzar a trabajar aquí, por ahora solo quiero que se encargue de trabajos de limpieza —indicó—. Muéstrale cuál será su cama, ocupará el lugar de Enya.

La chica, que ahora sabía que llevaba por nombre «Kelly», asintió de un respingo.

—Sí, señora —contestó, antes de dirigir su mirada hacia mí—. Vamos.

Por mera cortesía, quise darle las gracias a Hilda, pero me retracté cuando ya ella estaba caminando hacia otro extremo del salón para darle más órdenes a otras trabajadoras.

Kelly compartió una expresa mirada conmigo, en la que abrió bien los párpados y negó con la cabeza.

—Sí… Las bienvenidas aquí no son las más cálidas que dignamos —murmuró, volviendo a llevar la mirada hacia Hilda, para asegurarse de que no la había escuchado.

Una sonrisa pequeña se formó en mi boca.

—Supongo que no —Incliné una ceja, sin mucho ánimo—. Por cierto, soy Anissa.

—Y yo Kelly —La castaña me devolvió la sonrisa y pasó una mano sobre mi hombro—. Creo que te acostumbrarás rápido. Quiero decir, si yo pude; entonces cualquiera puede.

Esta vez, sonreí un poco más.

—Jamás he trabajado en un lugar tan grande como este —admití.

—Y se hace infinito cuando estás apresurada por terminar —bromeó—. Pero no te asustes por eso, lo llevarás bien. Y si necesitas ayuda en algo, puedes decirme.

—Muchas gracias, Kelly —dije, sinceramente.

Prefería hacerle preguntas a ella, que al mal humor de Hilda.

—No te preocupes —respondió, en un gesto fraternal—. Ya estuve en tu lugar antes y, créeme, no es lindo no tener a nadie cerca para hablar cuando Hilda y sus órdenes se vuelven insoportables.

—Siempre y cuando no me falte el respeto… Creo que estaremos bien —Volví a levantar una ceja.

Kelly expresó una sonrisa sorprendida.

—¿Te atreverías a enfrentarla? —cuestionó, sin creérselo.

—Si me falta el respeto, sí —aseguré, sin dudar—. Es una persona, igual que yo, Kelly. Y tiene un cargo importante, sí, pero eso no la hace más que nadie aquí.

Sus labios se curvaron hacia un lado.

—Me gustaría ser así de valiente… Pero no me arriesgo —Negó, aterrada—. ¿Qué tal si se considera una falta al Rey y terminan exhibiendo mi cabeza en el centro del pueblo?

Reí y negué con la cabeza.

—Eso no sucederá, Kelly.

—Difiero —Levantó el dedo índice—. Yo soy un imán de mala suerte.

Volví a negar ante sus graciosos gestos.

—Bien, es aquí —indicó, luego de abrir una de las tantas puertas del pequeño pasillo—. Compartirás litera conmigo.

El dormitorio era pequeño y sin ventanas, no lo más bonito que había visto, pero era solo un lugar para descansar las noches en las que tuviera que quedarme allí, así que no tenía problema con ello.

—Como solo seremos nosotras dos, puedes cambiarte aquí o en los baños —expresó después—. Te mostraré en donde están.

Agradecía inmensamente que Kelly estuviese conmigo para darme todas aquellas indicaciones, en lugar de Hilda o alguien con su misma cantidad de amabilidad.

La chica continuó mostrándome los lugares que ocuparía principalmente mientras estuviese allí y luego volvimos al salón en donde se reunían las trabajadoras, para cambiar mi ropa al uniforme de servicio y comenzar con mis labores inmediatamente.

☾☾☾

Gael

—Te lo he dicho antes y lo repetiré cuantas veces sea necesario, papá; no voy a casarme —pronuncié.

El silencio se instaló en el amplio salón luego de que pronuncié aquellas palabras. Los ojos verdes de mi padre me contemplaban con desapruebo, como solían hacerlo desde que mi madre murió. Sus manos estaban apoyadas sobre la mesa de su escritorio y su rostro se endurecía, volviéndose severo.

Él quería que yo siguiera con esa maldita «tradición» de familiar de casarme con alguien a quien ni siquiera conocía, solo para ascender al trono.

—No puedes contradecirme —contestó—. No en esto, Gael.

—Ya lo hice —contesté, con una expresión impenetrable—. Es mi última palabra, papá, y eso no va a cambiar.

Furioso, se levantó de su asiento y golpeó el escritorio con una mano.

—¡No te hablo como tu padre, te hablo como el Rey de Steiggad! —exclamó, con el rostro rojo de ira.

—Eso lo tengo claro, ¡desde hace mucho tiempo no tienes la menor idea de lo que significa ser un padre! —proferí, levantándome también.

—¡No te atrevas a hablarme de esa manera! —devolvió, señalándome con el dedo.

—¿Por qué? ¿Qué harás…? —Una sonrisa irónica se formó en mi boca—. ¿Quitarme la herencia? ¿Expulsarme del Reino…? Puedes hacerlo cuando quieras, sabes que toda esta b****a no me interesa.

—Entonces, volverás —advirtió, con dureza—. Tú sabes bien que no puedes alejarte demasiado de estas tierras… Y que harías mucho más de lo que haces ahora, siendo Rey.

Me mantuve en silencio frente aquellas palabras, sintiendo la sangre hervir como si tuviese al mismísimo infierno dentro de mis venas. Mi rostro expresaba lo harto que estaba de aquella situación; harto de que mi padre intentara convertirme en su marioneta y, sobre todo, harto de haber sido condenado de aquella forma.

—No importa lo que digas o hagas —murmuré—. No lo haré.

—Vete de aquí por tus propios medios, entonces —propuso, haciendo un ademán para señalar la puerta—. Vete y arriésgate a que yo corra la misma suerte que tu madre.

El corazón se enterró profundo entre mis costillas, como si lo retorcieran hasta mis pulmones, y los huesos de mi mandíbula se volvieron rígidos.

—No uses a mi madre para seguir con tu absurdo chantaje —sentencié, antes de salir de la oficina.

No lidiaría un segundo más con mi padre y sus imposiciones. Él esperaba que yo hiciera lo mismo que él, que tomara a una chica de buena familia, como si fuera cualquier cosa, y me casara con ella solo para ocupar un puesto. Como si todos ahí fuéramos peones del ajedrez, como si lo que pasaba por nuestras mentes no importara en absoluto.

No seguiría sus pasos, no sería como él.

Y, sobre todo, no condenaría a nadie más a vivir en un mundo tan miserable como el mío.

Nadie merecía una vida como esa.

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