El orfanato: Los hijos de Sariel
El orfanato: Los hijos de Sariel
Por: Laura Pérez Caballero
INTRODUCCIÓN

Era una mañana fría de diciembre, muy cerca de las vacaciones escolares de Navidad, y Malena reaccionó con un respingo ante el tono festivo que había puesto en su móvil, como si hubiera llevado toda su vida esperando aquella llamada.

Su dedo índice se deslizó sobre la pantalla y sus labios pintados de rojo se apretaron uno contra otro justo antes de contestar. Había reconocido el largo número, pero aún se negaba a creerlo.

—¿Si?

—¿Es usted Malena Gálvez?

—Sí, soy yo.

La voz histérica al otro lado de la línea confirmaba sus peores temores.

—Por favor, necesitamos que venga al colegio lo antes posible, tenemos un grave problema con su hijo. No sería mala idea si pudiera avisar también a su mar…

—Salgo ya.

No esperó a escuchar la respuesta. Se había arreglado para ir al centro comercial, donde había quedado con una de sus antiguas compañeras de trabajo, una de las dependientas de la sección de joyería, con la que había trabajado hasta que, al fin, la administración les había concedido la tutela de Tristán. Recordó la emoción que habían compartido ella y su marido cuando les habían comunicado que el niño pasaría a vivir con ellos.

Era un chiquillo flaco, de apenas cuatro años, con el cabello liso y negro y unos enormes ojos castaños rodeados de densas pestañas. Román le había comprado, entre otros juguetes, un muñeco del Capitán América que había llevado al aeropuerto el día que fueron a recogerlo, recién llegado del orfanato de Santarosa, y el niño no se había despegado de él en ningún momento durante las siguientes tres semanas. Lo sujetaba entre sus manos incluso mientras se lavaba los dientes o mientras dormía arropado en su nueva cama.

Malena subió al coche mientras tiraba el bolso sobre el asiento del copiloto. Debería haber avisado a su marido y también a su compañera, pero su mente, en aquel momento, no daba para más, sólo necesitaba llegar al colegio, junto a Tristán.

El ruido del tráfico era más intenso por la actividad navideña, pero los oídos de Malena zumbaban propagando una pantalla invisible de silencio a su alrededor. La gente iba y venía apresurada por las calles, ajena a su situación trágica. Se preguntó, de forma inconsciente, cuántas de aquellas personas que deambulaban por la larga avenida, también tendrían algún tipo de problema devastador para ellas, pero invisible para el resto.

No habían pasado más que un par de meses desde la llegada del niño a casa cuando Malena había comprendido que tendría que dedicar a su hijo mucho más tiempo del que había imaginado. Lo habló con Román y dejó su trabajo en el centro comercial. Su sueldo como arquitecto era suficiente para que se mantuvieran los tres. Sin embargo, aquello no bastó.

Al principio le diagnosticaron terrores nocturnos, pero Malena sabía que aquello que tenía el niño iba mucho más allá, y a sus pesadillas por las noches, se añadieron sus momentos de dispersión por el día, sus amigos imaginarios, sus afirmaciones sin sentido sobre presencias que movían objetos, como cuando bloqueó la puerta de su habitación con una pesada cómoda y luego afirmó que había sido un chico empeñado en que le acompañara a otro lugar, o cuando decía escuchar por las noches cómo se accionaba sola la cisterna del baño de su habitación, para excusar así, con el miedo a levantarse, el que se hubiera orinado en la cama.

Bebía muchísima agua, lo cual propiciaba aquel tipo de accidente. Se llevaba botellas, dos o tres, que dejaba sobre la mesilla, y una mañana le contó horrorizado a Malena que, por la noche, una niña le pedía que le diera de beber mientras lloraba. Él alargaba hacia ella una de sus botellas, pero la niña le miraba con una pena infinita, al parecer, incapaz de cogerla.

Malena estacionó el coche en el parking del colegio y se apeó dando un portazo, pero sin echar el seguro. El cielo estaba completamente blanco, no tardaría en ponerse a nevar. Faltaban apenas unos días para las vacaciones escolares.

 Palideció al comprobar que la estaba esperando uno de los profesores en la puerta, pero no tenía tiempo para pensar en nada que no fuese actuar, dejarse llevar, así que siguió al hombre sin tan siquiera escuchar sus explicaciones aceleradas, con la mente puesta en sus propios recuerdos, en la imagen que aquel pasillo escolar la evocaba de otros pasillos, largos y fríos, de hospitales en los que Tristán se sometía a diferentes pruebas en busca de alguna anomalía física que pudiera provocarle alucinaciones, que pudiera ser la causa de que escuchara voces que nadie más escuchaba, de que su cuerpo llegara a amanecer con moratones y arañazos que él achacaba a chicos que se lo querían llevar, y sin encontrar nunca nada. Nunca, a lo largo de más de cuatro años, mientras Tristán crecía cada vez más asustado y ojeroso, nunca habían encontrado nada.

Había cumplido los nueve años y hacía tres meses que su psicólogo había decidido comenzar a medicarle, pero el niño no había experimentado la mejoría que se esperaba. El médico le había hablado a Malena de la posibilidad de internarlo, al menos durante una temporada, pero ella se había negado en rotundo.

Tristán era un niño muy sensible que, desde el principio, había aceptado el hecho de ser adoptado, pero que siempre se había preguntado el porqué de su abandono. Malena no podía evitar pensar que internarlo sería algo que el niño viviría de nuevo como otro abandono.

Desde hacía un par de semanas, Malena vivía con el corazón en un puño. Tristán le había dicho que las voces le estaban pidiendo que matara a alguien, pero que no sabía a quién se referían. Ella había hablado con el psicólogo, éste le había aumentado la medicación y la cosa había quedado así. Esperarían a las vacaciones de navidad para que Tristán pudiera ir más tiempo a la consulta para hablar de aquel tema.

Ahora,  Malena sabía que había estado engañándose durante años y que el problema de Tristán era realmente grave, tan grave como para no poder llevar una vida normal tal y como ella y Román se habían empeñado en darle. Hacía tiempo que debería haber afrontado  que internarlo habría sido una solución, por mucho que ella se empeñara en evitarlo refugiándose en parte en el hecho de que el niño lo viviera de forma traumática y en parte, por mucho que la costara admitirlo, en el hecho de no querer reconocer que lo veía como un fracaso personal.

Y por eso ahora estaban allí, por eso ahora tenía que enfrentarse a aquella escena que la rasgaba el alma, porque sentía que aquel niño desenfocado que sostenía a otro niño por el cuello, tremendamente asustado, mientras le apretaba un punzón contra la piel, no podía ser Tristán.

Habían sacado al resto de alumnos del aula y les rodeaban tres profesores y el director. Malena se detuvo y alargó los brazos hacia su hijo.

—Tristán.

Quiso acercarse más, pero el director la detuvo.

—No va a hacer nada, no va a hacerle daño —murmuró ella.

Su voz sonó tan poco segura que no convenció al hombre. Malena comprendió su cautela y dejó caer los hombros, vencida.

—¿Ha avisado a su marido?

Denegó con la cabeza. Por alguna razón, quizá por esa sensación de haber fracasado como madre, quería dejar a Román al margen.

Los padres del niño que Tristán tenía tomado como rehén entraron apresurados al aula. El director avanzó hacia ellos. Malena sabía que hablarían de ella y trató de mantener la calma. La situación era demasiado delicada. Reconoció, entre los otros tres profesores, al de educación física.

Sacó el móvil de su chaqueta negra y buscó el número del psicólogo del niño en la agenda. Luego se alejó un poco de los demás y habló en un susurro. Recordó que había quedado en la cafetería del centro comercial con su ex compañera de trabajo y pudo visualizarla esperando, lejos, muy lejos de imaginar la situación en la que ella se encontraba en esos momentos. No tenía fuerzas para llamarla.

Al volver al círculo se dirigió al director mientras miraba de reojo a los padres del otro niño.

—Su psicólogo está en camino —dijo.

—También la policía —dijo el padre del otro niño, con acritud.

Malena estiró su labio superior y observó a su hijo, pálido, ojeroso, con los labios apretados y los ojos entrecerrados. Mantenía el punzón pegado al cuello de su compañero de clase.

Dos agentes entraron al aula. Uno se dirigió al director como si hubiera reconocido la autoridad en su porte.

—¿Están sus padres aquí?

Malena se adelantó hacia él al tiempo que los padres del niño retenido.

—Soy  su madre.

—¿Del rehén?

—No.

A sus labios acudieron las palabras: “del otro”, pero se calló en el último momento.

El agente la observó un segundo y Malena pudo sentir la lástima del hombre proyectada  hacia sí misma. Bajó la vista hacia las relucientes botas del agente y la entrada del psicólogo la salvó de su propia vergüenza.

—Buenos días —dijo el médico, sin dirigirse a nadie en concreto, mientras avanzaba hacia la mujer. Malena le tendió una mano que él estrechó. Luego el hombre se dirigió hacia los agentes —. Soy el psicólogo que está tratando al niño.

Tristán no parecía darse cuenta del revuelo que se había formado. Tampoco parecía asombrado ante la llegada de su madre ni del psicólogo, o de los padres del otro niño, como si todo aquello no estuviera fuera de lugar, como si para él formara parte de una mañana más.

El profesional se acercó a los niños mientras los agentes detenían al resto tras ellos. El niño retenido mantenía los labios un poco estirados, como si quisiera forzar una sonrisa sin llegar a conseguirlo. Malena enfocó sus ojos y luego desvió la mirada dolorida, incapaz de soportar la culpa de no haber afrontado antes el problema para no haber tenido que llegar hasta aquella situación.

—Tristán, ¿qué ha pasado, muchacho? —preguntó el psicólogo dirigiéndose hacia él.

En un principio no dio muestras de escuchar. El punzón se mantenía pegado al cuello del otro niño que sí aparecía impresionado y se mantenía muy quieto, perfectamente consciente de que aquella no era una broma ni una pelea común entre compañeros.

El psicólogo se acercó un poco más a los chicos, bajo la atenta mirada de los agentes. Uno de ellos transmitía la situación a través de un comunicador remoto y avisaba de que había un profesional médico con ellos.

—Tristán, por qué no sueltas a tu compañero y hablamos.

Tristán negó con la cabeza. Una lágrima comenzó a resbalar por una de sus mejillas hasta desaparecer entre el cabello castaño de su rehén.

A Malena le había impresionado, desde el principio, que Tristán llorara siempre en silencio, como si temiese molestar o que le castigaran por hacerlo. Le había interrogado con disimulo acerca de ello, acerca de cómo actuaban en el orfanato cuando él lloraba, pero no había conseguido sacar nada en claro.

—¿Qué es lo que ha pasado, muchacho? Yo sé bien que tú eres un buen chico.

Tristán volvió a agitar la cabeza. Se le veía desesperado, arrastrado a una situación que le superaba.

—Dicen que tengo que matarle.

La madre del chico atrapado gimió. Se había llevado las manos a la boca y respiraba con dificultad. Malena sabía que Tristán sufría, sabía que estaba deseando que le impidieran hacer lo que aquellas voces le ordenaban, pero no quería intervenir, no quería agravar más el problema y tener que correr, de nuevo, con el peso de la responsabilidad si aquello no acababa bien.

—¿Quién lo dice?

—Las voces, las voces de los otros chicos, los que quieren que les acompañe. Dicen: “mátale, mátale, Tristán, lo merece, lo merecemos”

El psicólogo elevó las manos mostrándole las palmas.

—¿A quién Tristán? ¿A quién te ordenan matar?

—No lo sé, pero no me dejarán mientras no lo haga.

—Creo que deberíamos saber a quién se refieren esas voces, porque no querrás hacer daño a la persona equivocada ¿no, Tristán?

El niño hizo un gesto de dolor.

—Yo sólo quiero que me dejen, que se vayan.

El psicólogo parecía tranquilo. Su voz era suave y amable.

—Escucha, Tristán, podemos buscar juntos, asegurarnos primero, juntos tú y yo, Tristán.

Tristán pareció ablandarse un poco. El punzón se despegó ligeramente del cuello del otro niño. Su mano comenzó a descender y uno de los agentes se encaminó hacia ellos, pero el psicólogo movió su brazo hacia atrás para que se detuviera. La madre del niño volvió a gemir al ver a su hijo en semi libertad, muy cerca de estar a salvo.

—Eso es, deja a tu compañero, estoy seguro de que no es a él a quien quieren.

El rehén avanzó hacia el psicólogo al sentirse liberado. Éste tiró de su brazo bruscamente y lo empujó contra los agentes. Sus padres se abalanzaron rápidamente hacia él.

El niño rompió a llorar en ese momento, como si no se hubiera sentido con permiso hasta ese momento. Los padres le pasaban las manos sobre el cabello y el pecho, como para convencerse de que estaba allí con ellos y que no había sufrido ningún rasguño, al menos, no físico.

  Parecía que todo había pasado, pero Malena no pudo reprimir el grito. Pensar que todo aquello iba a acabar así no era más que otra de las mentiras que se quería contar a sí misma para seguir adelante, para negar la derrota.

El gesto de Tristán se había desfigurado por completo, el miedo y la rabia se mezclaban en su cara y el punzón se fue derecho a la mejilla del psicólogo rasgando la piel mientras la sangre se disparaba hacia el rostro del niño. Su boca se abría inflexible.

—¡Mátalo, mátalo, estamos esperando, llevamos mucho tiempo esperando!

En la calle había comenzado a nevar.

 A través de la ventana podía verse cómo caían los copos. Eran blancos y puros.

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