Era una mañana fría de diciembre, muy cerca de las vacaciones escolares de Navidad, y Malena reaccionó con un respingo ante el tono festivo que había puesto en su móvil, como si hubiera llevado toda su vida esperando aquella llamada.
Su dedo índice se deslizó sobre la pantalla y sus labios pintados de rojo se apretaron uno contra otro justo antes de contestar. Había reconocido el largo número, pero aún se negaba a creerlo.
—¿Si?
—¿Es usted Malena Gálvez?
—Sí, soy yo.
La voz histérica al otro lado de la línea confirmaba sus peores temores.
—Por favor, necesitamos que venga al colegio lo antes posible, tenemos un grave problema con su hijo. No sería mala idea si pudiera avisar también a su mar…
—Salgo ya.
No esperó a escuchar la respuesta. Se había arreglado para ir al centro comercial, donde había quedado con una de sus antiguas compañeras de trabajo, una de las dependientas de la sección de joyería, con la que había trabajado hasta que, al fin, la administración les había concedido la tutela de Tristán. Recordó la emoción que habían compartido ella y su marido cuando les habían comunicado que el niño pasaría a vivir con ellos.
Era un chiquillo flaco, de apenas cuatro años, con el cabello liso y negro y unos enormes ojos castaños rodeados de densas pestañas. Román le había comprado, entre otros juguetes, un muñeco del Capitán América que había llevado al aeropuerto el día que fueron a recogerlo, recién llegado del orfanato de Santarosa, y el niño no se había despegado de él en ningún momento durante las siguientes tres semanas. Lo sujetaba entre sus manos incluso mientras se lavaba los dientes o mientras dormía arropado en su nueva cama.
Malena subió al coche mientras tiraba el bolso sobre el asiento del copiloto. Debería haber avisado a su marido y también a su compañera, pero su mente, en aquel momento, no daba para más, sólo necesitaba llegar al colegio, junto a Tristán.
El ruido del tráfico era más intenso por la actividad navideña, pero los oídos de Malena zumbaban propagando una pantalla invisible de silencio a su alrededor. La gente iba y venía apresurada por las calles, ajena a su situación trágica. Se preguntó, de forma inconsciente, cuántas de aquellas personas que deambulaban por la larga avenida, también tendrían algún tipo de problema devastador para ellas, pero invisible para el resto.
No habían pasado más que un par de meses desde la llegada del niño a casa cuando Malena había comprendido que tendría que dedicar a su hijo mucho más tiempo del que había imaginado. Lo habló con Román y dejó su trabajo en el centro comercial. Su sueldo como arquitecto era suficiente para que se mantuvieran los tres. Sin embargo, aquello no bastó.
Al principio le diagnosticaron terrores nocturnos, pero Malena sabía que aquello que tenía el niño iba mucho más allá, y a sus pesadillas por las noches, se añadieron sus momentos de dispersión por el día, sus amigos imaginarios, sus afirmaciones sin sentido sobre presencias que movían objetos, como cuando bloqueó la puerta de su habitación con una pesada cómoda y luego afirmó que había sido un chico empeñado en que le acompañara a otro lugar, o cuando decía escuchar por las noches cómo se accionaba sola la cisterna del baño de su habitación, para excusar así, con el miedo a levantarse, el que se hubiera orinado en la cama.
Bebía muchísima agua, lo cual propiciaba aquel tipo de accidente. Se llevaba botellas, dos o tres, que dejaba sobre la mesilla, y una mañana le contó horrorizado a Malena que, por la noche, una niña le pedía que le diera de beber mientras lloraba. Él alargaba hacia ella una de sus botellas, pero la niña le miraba con una pena infinita, al parecer, incapaz de cogerla.
Malena estacionó el coche en el parking del colegio y se apeó dando un portazo, pero sin echar el seguro. El cielo estaba completamente blanco, no tardaría en ponerse a nevar. Faltaban apenas unos días para las vacaciones escolares.
Palideció al comprobar que la estaba esperando uno de los profesores en la puerta, pero no tenía tiempo para pensar en nada que no fuese actuar, dejarse llevar, así que siguió al hombre sin tan siquiera escuchar sus explicaciones aceleradas, con la mente puesta en sus propios recuerdos, en la imagen que aquel pasillo escolar la evocaba de otros pasillos, largos y fríos, de hospitales en los que Tristán se sometía a diferentes pruebas en busca de alguna anomalía física que pudiera provocarle alucinaciones, que pudiera ser la causa de que escuchara voces que nadie más escuchaba, de que su cuerpo llegara a amanecer con moratones y arañazos que él achacaba a chicos que se lo querían llevar, y sin encontrar nunca nada. Nunca, a lo largo de más de cuatro años, mientras Tristán crecía cada vez más asustado y ojeroso, nunca habían encontrado nada.
Había cumplido los nueve años y hacía tres meses que su psicólogo había decidido comenzar a medicarle, pero el niño no había experimentado la mejoría que se esperaba. El médico le había hablado a Malena de la posibilidad de internarlo, al menos durante una temporada, pero ella se había negado en rotundo.
Tristán era un niño muy sensible que, desde el principio, había aceptado el hecho de ser adoptado, pero que siempre se había preguntado el porqué de su abandono. Malena no podía evitar pensar que internarlo sería algo que el niño viviría de nuevo como otro abandono.
Desde hacía un par de semanas, Malena vivía con el corazón en un puño. Tristán le había dicho que las voces le estaban pidiendo que matara a alguien, pero que no sabía a quién se referían. Ella había hablado con el psicólogo, éste le había aumentado la medicación y la cosa había quedado así. Esperarían a las vacaciones de navidad para que Tristán pudiera ir más tiempo a la consulta para hablar de aquel tema.
Ahora, Malena sabía que había estado engañándose durante años y que el problema de Tristán era realmente grave, tan grave como para no poder llevar una vida normal tal y como ella y Román se habían empeñado en darle. Hacía tiempo que debería haber afrontado que internarlo habría sido una solución, por mucho que ella se empeñara en evitarlo refugiándose en parte en el hecho de que el niño lo viviera de forma traumática y en parte, por mucho que la costara admitirlo, en el hecho de no querer reconocer que lo veía como un fracaso personal.
Y por eso ahora estaban allí, por eso ahora tenía que enfrentarse a aquella escena que la rasgaba el alma, porque sentía que aquel niño desenfocado que sostenía a otro niño por el cuello, tremendamente asustado, mientras le apretaba un punzón contra la piel, no podía ser Tristán.
Habían sacado al resto de alumnos del aula y les rodeaban tres profesores y el director. Malena se detuvo y alargó los brazos hacia su hijo.
—Tristán.
Quiso acercarse más, pero el director la detuvo.
—No va a hacer nada, no va a hacerle daño —murmuró ella.
Su voz sonó tan poco segura que no convenció al hombre. Malena comprendió su cautela y dejó caer los hombros, vencida.
—¿Ha avisado a su marido?
Denegó con la cabeza. Por alguna razón, quizá por esa sensación de haber fracasado como madre, quería dejar a Román al margen.
Los padres del niño que Tristán tenía tomado como rehén entraron apresurados al aula. El director avanzó hacia ellos. Malena sabía que hablarían de ella y trató de mantener la calma. La situación era demasiado delicada. Reconoció, entre los otros tres profesores, al de educación física.
Sacó el móvil de su chaqueta negra y buscó el número del psicólogo del niño en la agenda. Luego se alejó un poco de los demás y habló en un susurro. Recordó que había quedado en la cafetería del centro comercial con su ex compañera de trabajo y pudo visualizarla esperando, lejos, muy lejos de imaginar la situación en la que ella se encontraba en esos momentos. No tenía fuerzas para llamarla.
Al volver al círculo se dirigió al director mientras miraba de reojo a los padres del otro niño.
—Su psicólogo está en camino —dijo.
—También la policía —dijo el padre del otro niño, con acritud.
Malena estiró su labio superior y observó a su hijo, pálido, ojeroso, con los labios apretados y los ojos entrecerrados. Mantenía el punzón pegado al cuello de su compañero de clase.
Dos agentes entraron al aula. Uno se dirigió al director como si hubiera reconocido la autoridad en su porte.
—¿Están sus padres aquí?
Malena se adelantó hacia él al tiempo que los padres del niño retenido.
—Soy su madre.
—¿Del rehén?
—No.
A sus labios acudieron las palabras: “del otro”, pero se calló en el último momento.
El agente la observó un segundo y Malena pudo sentir la lástima del hombre proyectada hacia sí misma. Bajó la vista hacia las relucientes botas del agente y la entrada del psicólogo la salvó de su propia vergüenza.
—Buenos días —dijo el médico, sin dirigirse a nadie en concreto, mientras avanzaba hacia la mujer. Malena le tendió una mano que él estrechó. Luego el hombre se dirigió hacia los agentes —. Soy el psicólogo que está tratando al niño.
Tristán no parecía darse cuenta del revuelo que se había formado. Tampoco parecía asombrado ante la llegada de su madre ni del psicólogo, o de los padres del otro niño, como si todo aquello no estuviera fuera de lugar, como si para él formara parte de una mañana más.
El profesional se acercó a los niños mientras los agentes detenían al resto tras ellos. El niño retenido mantenía los labios un poco estirados, como si quisiera forzar una sonrisa sin llegar a conseguirlo. Malena enfocó sus ojos y luego desvió la mirada dolorida, incapaz de soportar la culpa de no haber afrontado antes el problema para no haber tenido que llegar hasta aquella situación.
—Tristán, ¿qué ha pasado, muchacho? —preguntó el psicólogo dirigiéndose hacia él.
En un principio no dio muestras de escuchar. El punzón se mantenía pegado al cuello del otro niño que sí aparecía impresionado y se mantenía muy quieto, perfectamente consciente de que aquella no era una broma ni una pelea común entre compañeros.
El psicólogo se acercó un poco más a los chicos, bajo la atenta mirada de los agentes. Uno de ellos transmitía la situación a través de un comunicador remoto y avisaba de que había un profesional médico con ellos.
—Tristán, por qué no sueltas a tu compañero y hablamos.
Tristán negó con la cabeza. Una lágrima comenzó a resbalar por una de sus mejillas hasta desaparecer entre el cabello castaño de su rehén.
A Malena le había impresionado, desde el principio, que Tristán llorara siempre en silencio, como si temiese molestar o que le castigaran por hacerlo. Le había interrogado con disimulo acerca de ello, acerca de cómo actuaban en el orfanato cuando él lloraba, pero no había conseguido sacar nada en claro.
—¿Qué es lo que ha pasado, muchacho? Yo sé bien que tú eres un buen chico.
Tristán volvió a agitar la cabeza. Se le veía desesperado, arrastrado a una situación que le superaba.
—Dicen que tengo que matarle.
La madre del chico atrapado gimió. Se había llevado las manos a la boca y respiraba con dificultad. Malena sabía que Tristán sufría, sabía que estaba deseando que le impidieran hacer lo que aquellas voces le ordenaban, pero no quería intervenir, no quería agravar más el problema y tener que correr, de nuevo, con el peso de la responsabilidad si aquello no acababa bien.
—¿Quién lo dice?
—Las voces, las voces de los otros chicos, los que quieren que les acompañe. Dicen: “mátale, mátale, Tristán, lo merece, lo merecemos”
El psicólogo elevó las manos mostrándole las palmas.
—¿A quién Tristán? ¿A quién te ordenan matar?
—No lo sé, pero no me dejarán mientras no lo haga.
—Creo que deberíamos saber a quién se refieren esas voces, porque no querrás hacer daño a la persona equivocada ¿no, Tristán?
El niño hizo un gesto de dolor.
—Yo sólo quiero que me dejen, que se vayan.
El psicólogo parecía tranquilo. Su voz era suave y amable.
—Escucha, Tristán, podemos buscar juntos, asegurarnos primero, juntos tú y yo, Tristán.
Tristán pareció ablandarse un poco. El punzón se despegó ligeramente del cuello del otro niño. Su mano comenzó a descender y uno de los agentes se encaminó hacia ellos, pero el psicólogo movió su brazo hacia atrás para que se detuviera. La madre del niño volvió a gemir al ver a su hijo en semi libertad, muy cerca de estar a salvo.
—Eso es, deja a tu compañero, estoy seguro de que no es a él a quien quieren.
El rehén avanzó hacia el psicólogo al sentirse liberado. Éste tiró de su brazo bruscamente y lo empujó contra los agentes. Sus padres se abalanzaron rápidamente hacia él.
El niño rompió a llorar en ese momento, como si no se hubiera sentido con permiso hasta ese momento. Los padres le pasaban las manos sobre el cabello y el pecho, como para convencerse de que estaba allí con ellos y que no había sufrido ningún rasguño, al menos, no físico.
Parecía que todo había pasado, pero Malena no pudo reprimir el grito. Pensar que todo aquello iba a acabar así no era más que otra de las mentiras que se quería contar a sí misma para seguir adelante, para negar la derrota.
El gesto de Tristán se había desfigurado por completo, el miedo y la rabia se mezclaban en su cara y el punzón se fue derecho a la mejilla del psicólogo rasgando la piel mientras la sangre se disparaba hacia el rostro del niño. Su boca se abría inflexible.
—¡Mátalo, mátalo, estamos esperando, llevamos mucho tiempo esperando!
En la calle había comenzado a nevar.
A través de la ventana podía verse cómo caían los copos. Eran blancos y puros.
El sanatorio estaba en el centro de la ciudad, y a los padres de Tristán les costó un buen rato encontrar aparcamiento, así que llegaron con unos minutos de retraso a la cita con el psiquiatra que trataba a su hijo.Malena se veía especialmente nerviosa. Iba a hacer tres años del ingreso del niño y los avances habían sido mínimos. Incluso el personal sanitario se mostraba desconcertado ante la actitud del niño, cada vez más retraída y llena de alucinaciones.Mientras una de las recepcionistas les acompañaba a lo largo del pasillo que llevaba al despacho del doctor Urrutia, Román tomó a Malena de la mano y ella recibió el apoyo con alivio. Después del incidente de Tristán en el colegio, también ella se había tenido que poner a tratamiento psicológico y habían quedado al descubierto sus sentimientos de culpa, la sensació
—No.La voz de Román llegó hasta Malena como algo molesto sin saber porqué. A ella también le horrorizaba aquella palabra, pero la negación rotunda de su marido la impulsaba a buscar un resquicio de esperanza en ella para rebatir aquel “no” que apartaba toda posibilidad de recuperación.El doctor Urrutia esperaba aquella reacción. Malena veía que no se había reflejado ni un ápice de sorpresa en su rostro y tampoco asomaba en su voz cuando habló.—Bien, sé que el electroshock no tiene buena fama. Está claro que la televisión y el cine no han ayudado demasiado. Estoy seguro de que han visto Alguien voló sobre el nido del cuco y seguramente tienen la imagen de Jack Nicholson en su cabeza en estos mismos momentos.Hizo una pausa. Ninguno de ellos contestó.—No es así —afirmó el doctor.
Como cuatro años después de la negación de los padres de Tristán a que se le tratara mediante el electroshock, Josué apareció en la vida del chico.Era un muchacho de dieciséis años también, esquelético, de ojos saltones y mejillas chupadas, con un gesto serio y reconcentrado. El uniforme del sanatorio le quedaba enorme, como si llevara años en la institución y su cuerpo hubiese ido menguando dentro de la ropa. Pero Tristán no le había visto antes en los siete años que llevaba internado.Llegó un día a la hora de la comida y se sentó en una mesa vacía como a unos seis o siete metros de distancia por detrás de Tristán. La hora de las comidas era el momento más ajetreado del día. Las enfermeras y las operarias se manejaban con rapidez y destreza entre los internos, repartiendo comida y limpiando y ayudando a los
Cuando Tristán aún estaba en el orfanato, una noche se había levantado acuciado por una sed insoportable. Había recorrido descalzo el pasillo de baldosas frías, con dibujos geométricos, hasta llegar a la puerta acristalada del cuarto de baño. Giró el grifo del agua, pero no salía ni una gota.El orfanato era un edificio de tres plantas y Tristán dormía en la más alta, así que bajó al baño de la segunda planta y volvió a comprobar que no salía agua.Una planta más abajo probó suerte en la cocina. El grifo emitió un ruido gutural, casi como si alguien tratara de arrancarse una flema de la garganta, y, cuando al cerrar el grifo lo siguió escuchando, se giró seguro de lo que iba a encontrarse.El chico estaba frente a él. Tenía unos ojos grandes y hundidos y estaba muy delgado. Su piel aparec&ia
Pero, pasaron dos años más y Tristán no volvió a escuchar la voz de Josué en su cabeza.A punto de cumplir los dieciocho, los fantasmas se habían vuelto una constante, pero no por ello dejaban de aterrorizarle.Dos días antes de sufrir el incidente, el doctor Urrutia le había hecho ir a visitarlo a su despacho. El doctor se mostraba preocupado por los escasos avances. Cada visita de los padres de Tristán eran una tortura para él. Malena había envejecido de forma prematura. Podía imaginar el dolor de aquella mujer: castigada por sus deseos irrealizables de tener un hijo, había adoptado a aquel niño y tras depositar en él su amor había tenido que renunciar a sus sueños de nuevo, pero una renuncia a medias, una renuncia que no terminaba de ser un descanso para ninguno. En cada visita, le hablaba de algún tipo de terapia nueva sobre la que hab&iacut
Despertó con aquella sensación de humedad que le empapaba el cuerpo y le cubría de sudor y miedo. Miró a los pies y vio al chico pelirrojo, transpirando aquel vapor enfermizo, parecido al humo, pero con una chispa de pánico en su expresión, en vez de aquel gesto un poco ido.No miraba a Tristán, miraba hacia la puerta de la habitación.Antes de percatarse del ruido del pomo, Tristán vio a cuatro…cinco, no, allí al fondo veía a uno o dos fantasmas más, esparcidos por su habitación.Todos dirigían sus ojos hacia la puerta, todos tenían aquella expresión de pánico.“Mátalo” le dijo el pelirrojo sin mirarle. Sin embargo, no usó el tono autoritario con el que solían hablarle siempre, sino uno suave, asustado, casi como un susurro que dejase escapar entre sus labios resecos y llagados.Trist&
Malena apretaba los nudillos contra su boca. Tristán había pasado dos noches en observación en el Hospital General tras el incendio, y luego le habían devuelto a la clínica. El doctor Urrutia había sido muy contundente en sus declaraciones.—Creo que finge. Una parte de él tiene un miedo atroz a salir al mundo exterior, se ha criado en instituciones prácticamente toda su vida y saber que iba a volver a su casa le aterraba.Román levantó el rostro que había mantenido fijo hacia el suelo y se encaró con el doctor.—¿Cree que finge? Un chico de dieciocho años lleva fingiendo desde como mínimo los nueve con una dosis de medicación encima superior incluso a la que le correspondería, según usted mismo nos dijo.El doctor mantuvo la mirada del padre. Tenía razón. El caso de Tristán se le escapaba de
Tristán saltó en la camilla, pero no recordaba nada de esto. Cuando recuperó la conciencia estaba en su nueva habitación. Tardó unos segundos en reconocer el lugar y después trató de recordar lo que había sucedido.Sabía que el fantasma del chico pelirrojo había estado en su conciencia mientras le aplicaban el electro shock. ¿Qué más? Vértigo, miedo, angustia. Una caída. Sí, recordaba el pánico que sentía al caer y presentir el golpe. Estaba en un ascensor, subía plantas y plantas…“Tristán, amigo ¿cómo estás?”Tristán enfocó la vista en el techo de la habitación, como si fuese Dios quién le había hablado, aunque él sabía muy bien de quién era aquella voz.“Josué, pensé que te había perdido”