El sanatorio estaba en el centro de la ciudad, y a los padres de Tristán les costó un buen rato encontrar aparcamiento, así que llegaron con unos minutos de retraso a la cita con el psiquiatra que trataba a su hijo.
Malena se veía especialmente nerviosa. Iba a hacer tres años del ingreso del niño y los avances habían sido mínimos. Incluso el personal sanitario se mostraba desconcertado ante la actitud del niño, cada vez más retraída y llena de alucinaciones.
Mientras una de las recepcionistas les acompañaba a lo largo del pasillo que llevaba al despacho del doctor Urrutia, Román tomó a Malena de la mano y ella recibió el apoyo con alivio. Después del incidente de Tristán en el colegio, también ella se había tenido que poner a tratamiento psicológico y habían quedado al descubierto sus sentimientos de culpa, la sensación de no haber sido una buena madre o de no haber sido capaz de educar al niño como era debido.
Aún seguían trabajando sobre su autoestima y Román se había descubierto como un gran soporte para ella. Al principio, le había costado comprender que Malena no hubiera confiado en él para contarle sus miedos, pero pronto había dejado esos pensamientos a un lado y se había centrado únicamente en estar a su lado sin pedir explicaciones, de una forma sencilla, sin grandes aspavientos, pero siempre con ella, buscando huecos en su trabajo, para estar presente en todos los acontecimientos que implicaran a Malena y a Tristán.
La recepcionista abrió la puerta del despacho después de golpear suavemente sobre ella con los nudillos y escuchar al doctor un “pase” despreocupado. Luego se hizo a un lado sonriendo a los padres de Tristán y volvió a cerrar la puerta tras ella al salir.
El despacho era amplio y moderno. El sanatorio se había construido apenas diez años atrás y todo aparecía limpio y demasiado actual para la idea que cualquiera se hacía en la cabeza de un sanatorio mental. Aquello había contribuido a que Malena aceptara el ingreso de su hijo.
El doctor se levantó de su silla y les estrechó la mano a los padres de Tristán. Aún conservaba pelo, pero lo tenía absolutamente cano y con grandes entradas que dejaban sus sienes descubiertas hacia atrás. Llevaba una bata blanca sobre su ropa cara y desprendía un fuerte olor a perfume de marca que a Malena la mareaba un poco.
—¿Cómo están? Ha sido difícil aparcar, imagino.
—Sí, sentimos el retraso —dijo Román.
Habían tomado asiento y las manos del padre se sujetaban la una a la otra. Román se las observó unos segundos descubriendo que las arrugas parecían haberse multiplicado en ellas cuando estiraba los dedos. También él deseaba tener un hijo, pero nunca imaginó que tendría que pagar aquel precio.
—No se preocupen, por favor, estamos al tanto de lo complicado que resulta aparcar por aquí.
Golpeteaba con la parte anterior de un bolígrafo sobre la mesa y a Malena le pareció que estaba nervioso. Ella se mordió el labio inferior arrancándose un pellejo. Por más que se los pintara, no conseguía librarse de aquel tic.
—Imagino que tienen muchas ganas de ver a Tristán, así que trataré de ser breve y conciso, no veo necesario extenderme en explicaciones profesionales que no nos llevarán a ningún sitio.
—Se lo agradecemos, doctor —Malena mantenía la vista en el bolígrafo que repiqueteaba sobre la mesa.
Había sido tan doloroso dejar a Tristán allí. El primer mes desde su ingreso, Malena no había conseguido dormir más que un par de horas cada noche. Dejó de ingerir alimentos y perdió unos siete quilos. Román fue quien tomó la iniciativa de que ella también fuera a ver a un psicólogo. Malena se dejó llevar.
Durante las tres semanas siguientes, sólo Román acudía al sanatorio a visitar al niño, el psicólogo le pidió a Malena que no lo hiciera hasta que no recuperara al menos cinco quilos y consiguiera dormir seis horas seguidas por las noches. Román la obligó a cumplirlo y el resultado fue espectacular.
También el psiquiatra de Tristán les recomendó que espaciaran las visitas al niño, sería menos agobiante para él y más descansado para ellos, les dijo.
—No voy a mentirles, no hay mejoría, no observamos nada que nos pueda hacer pensar que Tristán avanza hacia delante.
El ruido del tráfico se colaba por la ventana entreabierta del despacho y Malena dirigió la vista hacia allí. Como si la hubiera estado espiando, el doctor se levantó y cerró la hoja de la ventana. El silencio cayó como un pesada losa en el despacho. Los tacones cuadrados de los zapatos de vestir del doctor resonaron sobre el parqué flotante cuando regresó a su silla. El intenso olor de su perfume se extendió por todo el cuarto.
—Hace ya tres años que está aquí y saben que desde un principio nos inclinamos a pensar que sufría algún tipo de esquizofrenia, pero es difícil encuadrarle en un tipo concreto.
Román asentía, sus ojos habían enrojecido y sorbió con disimulo. Curiosamente Malena se mostraba más entera.
—¿Paranoide? —preguntó.
El doctor clavó en ella sus ojos.
—Ha estado leyendo, imagino.
Malena asintió.
—He leído que sus síntomas son la pérdida de contacto con la realidad, alucinaciones, delirios…
—Sí, pero hay otros síntomas muy claros de esa patología en los que Tristán no encaja. Los enfermos paranoides tienden a dejarse, abandonan su persona, les cuesta hasta levantarse de la cama y su capacidad afectiva se ve mermada de forma drástica, se vuelven fríos con los demás, apáticos… Le recomiendo que no lea demasiado, Malena.
Román elevó un poco la voz. Era difícil no irritarse después de tres años sin ver ninguna mejoría. Al contrario, Tristán parecía deteriorarse día a día.
—Entonces ¿qué? ¿Qué cree usted que tiene?
El doctor se recostó sobre el respaldo de su silla.
—No es fácil, no existe ninguna prueba que pueda diagnosticar de forma definitiva la esquizofrenia y mucho menos que nos permita encuadrarla en un tipo u otro. Los síntomas han perdurado en el tiempo lo cual me deja claro que sí sufre algún tipo de este trastorno… si tuviera que inclinarme hacia algún tipo, la encuadraría en la esquizofrenia indiferenciada.
—Y eso ¿qué es? Dijo que no nos hablaría en términos profesionales —le recordó Román.
El doctor volvió a repiquetear con el bolígrafo sobre la mesa. Malena estaba segura de que quería decirles algo, pero no se atrevía.
—Doctor, le pido que sea muy sincero. Llevo tres años tratando de entender lo que le sucede a mi hijo y porqué.
El doctor pasó la lengua sobre su labio inferior. Se escucharon unos gritos apagados fuera del despacho y Malena hizo un gesto de asco y agotamiento.
—No puede saberlo, Malena, es algo que le dije desde el principio. No puede castigarse buscando una causa, porque esa causa no existe. Es imposible saberlo y lo más probable es que tenga sus causas en alteraciones del desarrollo cerebral cuando aún está en fase de desarrollo embrionario. Incluso si fuese hereditario, si hubiese un factor genético, ustedes no serían los causantes.
Malena movió la cabeza de un lado a otro. Había llegado a pensar que hubiese sido mejor no adoptar a Tristán, que si un Dios o la naturaleza habían decidido que ella no podía tener hijos debería haber aceptado su designio y no haberse empeñado en ir contracorriente. Se había castigado durante mucho tiempo con aquellos pensamientos y ahora trataba de alejarlos de su mente.
—Está bien, imagino que me dirá que el problema está ahí, sea por la causa que sea y que lo que tenemos que hacer es afrontarlo. Díganos cómo, doctor.
El hombre carraspeó un poco. “Se está preparando” pensó Malena, “quiere decirnos algo que sabe que nos va a destrozar y no sabe cómo hacerlo”.
—Hemos tratado a Tristán con tratamientos clásicos para la esquizofrenia desde hace más de dos años: clorpromacina, haloperidol, risperidona… No ha servido para nada, ustedes lo saben como yo.
—Lo sabemos —afirmó Román.
Estaba claro que, a veces, la rabia y la impotencia ante aquella situación que se les escapaba de las manos no daba lugar para el disimulo. Hacía tiempo que Román, en su interior había comenzado a culpar a las personas que se suponía que ahora estaban al cuidado de Tristán de su ineptitud. Sin embargo, por las noches, acostado en la cama, a menudo observaba a Malena dormir y se preguntaba hasta qué punto estaba siendo justo, hasta qué punto no estaba haciendo lo mismo que su mujer hacía con ella misma, buscar un porqué, buscar un culpable que no existía.
El doctor captó la intención solapada en el tono capcioso de Román, pero estaba acostumbrado a ello, veía a menudo a familiares que volcaban en los profesionales toda su fe como si creyesen que ellos eran dioses. Lo entendía, el dolor era arrasador y sabía que los padres de Tristán no recibirían bien la noticia, sin embargo, él tenía que decirles lo único en lo en aquellos momentos tenía puestas todas sus esperanzas de conseguir alguna mejoría por parte del muchacho.
—Por mi parte, sólo hay una cosa más que estaría dispuesto a probar con su hijo si ustedes lo aprobaran.
A Malena le pareció escuchar música, el soniquete de una melodía publicitaria emitida desde una radio o una televisión. El sonido llegaba muy amortiguado, como desde muy lejos, tal y como ella se sentía en ese momento: muy lejos.
—¿Y qué es? —le escuchó preguntar a su marido.
Luego, la palabra se quedó flotando en el aire:
—El electroshock.
—No.La voz de Román llegó hasta Malena como algo molesto sin saber porqué. A ella también le horrorizaba aquella palabra, pero la negación rotunda de su marido la impulsaba a buscar un resquicio de esperanza en ella para rebatir aquel “no” que apartaba toda posibilidad de recuperación.El doctor Urrutia esperaba aquella reacción. Malena veía que no se había reflejado ni un ápice de sorpresa en su rostro y tampoco asomaba en su voz cuando habló.—Bien, sé que el electroshock no tiene buena fama. Está claro que la televisión y el cine no han ayudado demasiado. Estoy seguro de que han visto Alguien voló sobre el nido del cuco y seguramente tienen la imagen de Jack Nicholson en su cabeza en estos mismos momentos.Hizo una pausa. Ninguno de ellos contestó.—No es así —afirmó el doctor.
Como cuatro años después de la negación de los padres de Tristán a que se le tratara mediante el electroshock, Josué apareció en la vida del chico.Era un muchacho de dieciséis años también, esquelético, de ojos saltones y mejillas chupadas, con un gesto serio y reconcentrado. El uniforme del sanatorio le quedaba enorme, como si llevara años en la institución y su cuerpo hubiese ido menguando dentro de la ropa. Pero Tristán no le había visto antes en los siete años que llevaba internado.Llegó un día a la hora de la comida y se sentó en una mesa vacía como a unos seis o siete metros de distancia por detrás de Tristán. La hora de las comidas era el momento más ajetreado del día. Las enfermeras y las operarias se manejaban con rapidez y destreza entre los internos, repartiendo comida y limpiando y ayudando a los
Cuando Tristán aún estaba en el orfanato, una noche se había levantado acuciado por una sed insoportable. Había recorrido descalzo el pasillo de baldosas frías, con dibujos geométricos, hasta llegar a la puerta acristalada del cuarto de baño. Giró el grifo del agua, pero no salía ni una gota.El orfanato era un edificio de tres plantas y Tristán dormía en la más alta, así que bajó al baño de la segunda planta y volvió a comprobar que no salía agua.Una planta más abajo probó suerte en la cocina. El grifo emitió un ruido gutural, casi como si alguien tratara de arrancarse una flema de la garganta, y, cuando al cerrar el grifo lo siguió escuchando, se giró seguro de lo que iba a encontrarse.El chico estaba frente a él. Tenía unos ojos grandes y hundidos y estaba muy delgado. Su piel aparec&ia
Pero, pasaron dos años más y Tristán no volvió a escuchar la voz de Josué en su cabeza.A punto de cumplir los dieciocho, los fantasmas se habían vuelto una constante, pero no por ello dejaban de aterrorizarle.Dos días antes de sufrir el incidente, el doctor Urrutia le había hecho ir a visitarlo a su despacho. El doctor se mostraba preocupado por los escasos avances. Cada visita de los padres de Tristán eran una tortura para él. Malena había envejecido de forma prematura. Podía imaginar el dolor de aquella mujer: castigada por sus deseos irrealizables de tener un hijo, había adoptado a aquel niño y tras depositar en él su amor había tenido que renunciar a sus sueños de nuevo, pero una renuncia a medias, una renuncia que no terminaba de ser un descanso para ninguno. En cada visita, le hablaba de algún tipo de terapia nueva sobre la que hab&iacut
Despertó con aquella sensación de humedad que le empapaba el cuerpo y le cubría de sudor y miedo. Miró a los pies y vio al chico pelirrojo, transpirando aquel vapor enfermizo, parecido al humo, pero con una chispa de pánico en su expresión, en vez de aquel gesto un poco ido.No miraba a Tristán, miraba hacia la puerta de la habitación.Antes de percatarse del ruido del pomo, Tristán vio a cuatro…cinco, no, allí al fondo veía a uno o dos fantasmas más, esparcidos por su habitación.Todos dirigían sus ojos hacia la puerta, todos tenían aquella expresión de pánico.“Mátalo” le dijo el pelirrojo sin mirarle. Sin embargo, no usó el tono autoritario con el que solían hablarle siempre, sino uno suave, asustado, casi como un susurro que dejase escapar entre sus labios resecos y llagados.Trist&
Malena apretaba los nudillos contra su boca. Tristán había pasado dos noches en observación en el Hospital General tras el incendio, y luego le habían devuelto a la clínica. El doctor Urrutia había sido muy contundente en sus declaraciones.—Creo que finge. Una parte de él tiene un miedo atroz a salir al mundo exterior, se ha criado en instituciones prácticamente toda su vida y saber que iba a volver a su casa le aterraba.Román levantó el rostro que había mantenido fijo hacia el suelo y se encaró con el doctor.—¿Cree que finge? Un chico de dieciocho años lleva fingiendo desde como mínimo los nueve con una dosis de medicación encima superior incluso a la que le correspondería, según usted mismo nos dijo.El doctor mantuvo la mirada del padre. Tenía razón. El caso de Tristán se le escapaba de
Tristán saltó en la camilla, pero no recordaba nada de esto. Cuando recuperó la conciencia estaba en su nueva habitación. Tardó unos segundos en reconocer el lugar y después trató de recordar lo que había sucedido.Sabía que el fantasma del chico pelirrojo había estado en su conciencia mientras le aplicaban el electro shock. ¿Qué más? Vértigo, miedo, angustia. Una caída. Sí, recordaba el pánico que sentía al caer y presentir el golpe. Estaba en un ascensor, subía plantas y plantas…“Tristán, amigo ¿cómo estás?”Tristán enfocó la vista en el techo de la habitación, como si fuese Dios quién le había hablado, aunque él sabía muy bien de quién era aquella voz.“Josué, pensé que te había perdido”
Primero tomó un autobús, después lo que llamaban un coche de línea, y se apeó en Cuñera. Desde que se sentó en el asiento del primero, los fantasmas desaparecieron como por arte de magia.Cuando se apeó del coche de línea en Cuñera, eran cerca de las ocho de la tarde y tiraba un aire frío. Tristán dejó su mochila en el suelo y se puso su cazadora mientras un corrillo de ancianas arropadas en chales de lana le observaban sin ningún tipo de disimulo.Tristán volvió a colgar su mochila de los hombros y se dirigió hacia el grupo de señoras.—Buenas tardes —murmuró.Las señoras contestaron de la misma forma, algunas solo movieron la cabeza en señal de saludo, pero ninguna de ellas le quitó un ojo de encima.—Estoy buscando el antiguo orfanato —continuó Tristán.