Capítulo 34.

Los ojos de Derek parecían aislar toda la demencia del cosmos y aglomerarla en una, como si cada nimio anhelo malsano de todos sus antecesores se hubiese aglutinado a su mirada cada vez que se direccionaba a aquella rubia.

Él observaba sus muñecas con esmero, siempre amaba observar largos ratos sus muñecas, en especial, su mano derecha, de dedos finos guarnecidos con aquella agraciada y tersa piel que se pintarrajeaba fácilmente de rosáceo ante cualquiera que la prensara, sus uñas, largas y delicadas se distinguían como un ornamento más que él a veces acariciaba, podía asegurarse que Derek tenía un fetiche enfermo con las manos de Adalia, igualmente con olfatear desesperada y continuamente su cabello, como si fuera su segundo oxígeno, siempre lo olía con demasiada desesperación, se arrojaba el cabello de ella en el rostro y lo olía, como si se muriera

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