Unos diez días habían transcurrido desde el fallido intento escape de la muchacha. Diez días que habían sido, sin ninguna duda, los peores y más difíciles de su vida.
Luego de ella haber confesado aquello que enloqueció los sentidos de Derek, él había decidido encerrarla en el sótano de la casa, un lugar desprovisto, casi por completo de luz alguna, de paredes mugrientas, suelo húmedo y olores fétidos, ignorando las atronadoras y frecuentes suplicas de la muchacha, la había encerrado allí por más de una semana, apenas llevándole restos de comida y liquido escaso, que no eran suficientes para darle energía ninguna, comerlos o no hacerlo, tendría el mismo final.
Sus manos se envolvían en su estómago, buscando sosegar el hambre que tanto la atormentaba, solo un día de aquellos diez había sido en el que Derek le hab&iacut
La cargó entre sus brazos, justo como se carga a un infante, sacándola de aquel mugriento sótano, un fuerte quejido brotó de los labios de Adalia, todo en ella dolía, cada extremidad, cada dedo, cada zona de su cuerpo estaba herida y el más minúsculo movimiento acentuaba aquel dolor. Él notó sus quejas, mas palabra ninguna emitió, solo un fino beso situó en el rostro de la muchacha, quien buscaba la mejor manera de sostenerse, una manera que redujera el agónico dolor que asaltaba a su cuerpo. Días durmiendo en el suelo, con su cuello mal posicionado le pasaron la peor de las facturas, apenas podía moverlo, ni hablar del dolor de su espalda, se creía incapaz de caminar por sí misma. Mientras Derek subía las escaleras con ella entre sus brazos, su mirada fija no se despegaba del rostro herido de quien cargaba, la muchacha solo sentía aquellas púas plantadas en su ser, examinando incluso su respiración; de vez en cuando, por el margen del ojo le miraba el rostro a su to
El frío clima parecía calar hasta los huesos, entrando en ellos con el designio de romperlos, una lluvia tenue se escuchaba caer, con su lento y relajado vaivén, despreocupado y minúsculo, aunque, pese a la llovizna flácida que caía, de vez en cuando, se podía escuchar un violento y ruidoso trueno romperse en el cielo. Ella lo observaba todo desde la ventana adjunta a las escaleras, que era en donde se encontraba sentada. Él la había cargado fuera de la habitación y la había dejado allí, mientras se encargaba de atender y realizar unas llamadas, de las cuales Adalia desconocía el fin. Un vestido de seda, más largo que el primero que Derek tenía pensado ponerle, forraba el delgado cuerpo de Adalia, el vestido llegaba hasta sus pantorrillas y era bastante holgado, unas tres tallas más suelto de lo normal, de un color azul, justo como los ojos de quien lo portaba, su cabello color mazorca él lo había recogido, no sin antes lavarlo, las heridas que, marcadas en su cuello Adalia
Derek le echó un vistazo a los hombres que habían ingresado a la casa, la muchacha, quien sentía sus extremidades desfallecidas a causa del miedo, esperó de Derek una reacción brusca, tal vez miedo o sorpresa como respuesta, pero nada de aquello sucedió, al mirarlo, solo serenidad y presunción se veían reflejadas en aquel rostro. ¿Por qué se encontraba tan calmado?, era lo único que podía ella preguntarse. Sus dedos daban la apariencia de tener propia vida, rigiéndose de manera independiente a los demás extremos de su cuerpo, fríos y temblorosos estaban, no los podía dejar de agitar. Adalia dio tres pasos hacia atrás, sintiendo una profunda opresión crecer en su pecho, mientras miraba al grupo masculino, no comprendía… no comprendía que era lo que sucedía, no comprendía quienes eran aquellos hombres, tampoco comprendía por qué razón estaban allí, y por qué Derek, una persona cuyos impulsos siempre lo vencían, no había hecho nada para sacarlos de la casa, en ese instante, a l
Presa de un temblor que atacó a sus manos, Adalia dejó caer el cuchillo sobre el asiento, este resbaló con suavidad, dejando escapar un leve sonido al deslizarse por la tela del asiento. Se trataba de un cuchillo enorme. Tragó saliva. Elevó sus azules ojos hacia Derek, sin poder pronunciar tan solo una palabra, sus labios estaban sellados, tantas cosas para decir, que no podía dejar emerger por miedo. No entendía nada de lo que sucedía, y no tenía un presagio probable de lo que él tenía planeado, mucho menos ahora que había visto ese cuchillo, ahora las suposiciones que tenía en mente se habían nublado y temía por lo peor, solo deseaba no estar ahí, quería encogerse y convertirse en arena, en partículas tan diminutas que un simple soplo fuese necesario para acabar con ella, para desvanecerla por siempre. —¿Y bien? ¿Te gusta tu regalo? —inquirió él, con un particular entusiasmo tallado en su manera de hablar. Ella negó, de manera muy lenta y breve, casi imperc
—¡Vamos, sal del auto! —la voz rasposa del hombre llegó a los oídos de la muchacha, quien se encontraba sumergida en un profundo pozo de dudas y miedos, sus pensamientos parecían poseer la propia capacidad de paralizar cada intento de ella por moverse, temblorosos los ojos, así como los labios tenía, verlo de aquella forma le resultaba particularmente aterrador, con sangre deslizándose de manera lenta por su rostro, sangre manchando sus manos y su ropa, sus ojos, en aquel instante parecían poseer más locura que nunca, más desasosiego que un alma pecadora ardiendo en el más recóndito túnel del infierno.Ella se movió pero no como respuesta al susurro, a la orden de su propia voluntad, si no por un fuerte jalón por parte de Derek, brusco y salvaje, pero no tanto como el miedo que se encargó de matizar con su característico color oscuro, cada zona por
Los ecos de gritos desgarrados se lograban escuchar, resonando en una oscilación dolorosa y perenne, golpes fuertes en las paredes parecían buscar derrumbar a las mismas, suplicas, estridentes suplicas se escuchaban romperse en el aire, sin recibir respuesta alguna más que la característica risa placentera de aquel que perpetra la infamia de la que más disfruta.Dos, cuatro, seis, nueve, quince golpes seguidos se escucharon, golpes fuertes y ásperos, impactos bruscos y salvajes, tras estos se escuchaban gritos, que, tal vez por la desesperación que en estos había o, simplemente por la distancia que separaba a Adalia de la escena, no era posible el distinguir si se trataban de los gritos de un hombre o una mujer. Pero si era, horriblemente fácil, adivinar que el sufrimiento atormentaba a quien sea que fuere dueño de tales alaridos tan rotos en dolor.Ella solo podía sentir como la sangre parec&
*********** Si en aquel momento le hubiesen preguntado como lucía el infierno, su descripción sería algo muy cercano a la imagen que tenía frente a sus ojos. Un grito emergió de los labios de Adalia, el horror se apoderó de cada parte de su cuerpo, temblores involuntarios empezaron a asaltarla, retorciéndose de manera frenética sus manos viajaron a su pecho, sintiendo los desbocados latidos de un corazón inocente calado por el temor, cayó al suelo, sentada, algo lejos de la puerta de aquella habitación, mucho, mucho más grande lo que imaginó alguna vez, se trataba de una gran sala en donde habían personas, llevando a cabo actos que de un vistazo, solo de un simple vistazo habían apretado de la peor manera el corazón de Adalia, retrocedió de forma rápida y temblorosa, su cuerpo se retorcía entre convulsiones, las horribles escenas que ante sus ojos se reproducían eran lo más repulsivo que los ojos de un ángel como ella alguna vez había tenido la desgracia de ver.
Una avalancha de recuerdos impactaron con la violencia propia de una roca a Adalia en el pecho, desde el suelo, sintió su corazón al infierno descender, se sintió inmediatamente mal, como si en el simple transcurso de un segundo a otro, una poderosa enfermedad se hubiese apoderado de su sistema, debilitando a un grado garrafal. Se sintió tan débil que se vio capaz de desmayarse allí mismo. —Kenzo… —como un murmullo indefectible se desvaneció aquel nombre de sus labios secos y pálidos, más para comprobar si todo aquello de un ilusión de su atemorizada mente no se trataba. Deseó que todo se tratase de un sueño del cual pudiese despertar, más de una vez había tenido pesadillas con Kenzo, deseaba, de una manera inocente que solo ella podía tener, que se tratase de otra, de otra pesadilla de la cual se pudiera liberar abriendo sus ojos. Pero no, aquello era tan real como el dolor, era tan real como las sofocantes sensaciones que la asaltaban en aquel instante. El nombrado