Capítulo 3

–¡Dios mío, qué bueno está esto! –Batuqueó las caderas al ritmo de Corona y su Rhythm of the night–. No conocía esta canción.

–¡¿No conocías esa canción?! –Quien había dicho eso, miró hacia abajo y vio que la mujer no estaba haciendo su trabajo–. ¡Vamos pues! Dale rápido.

–Es que no puedo hacerlo rápido, Carlos, te calmas.

–¿Qué me calme? ¡¿Qué me calme?! Mira la hora que es, Dina.

Ella soltó una risa.

–Culpa total de Romer, que no te llamó temprano.

–Cada vez que viaja... Hace que los demás parezcamos impuntuales, siempre llega a tiempo.

–Es que… , eres un impuntual, Carlos.

–Cállate. Dame un poco.

Dina esnifó algo sobre la encimera del baño. Luego acercó su boca a la de Carlos para darle, con su lengua, un poco de lo que había pedido.

–¿Te gusta? –preguntó la fémina.

–Sí. ¿Dónde la compraste?

–Del mismo lugar de siempre –informó Dina, encogiéndose de hombros.

–Sí, claro. ¡Hey! ¿Vas a terminar de hacerme la corbata o no?

–Ya deja el drama. Sé que vas tarde, pero ahora te aguantas.

Desató la corbata nuevamente y recordando por fin cómo se hacía, hasta lograrlo.

Carlos arrugó los labios hacia abajo y alzando las cejas, se miró en el espejo.

–¿Ya? –preguntó, moviendo el cuello mientras se acomodaba el nudo.

–Sí. Listo, vete. –Dina sacudió las manos y se dirigió a la sala, para manipular el equipo de sonido con intención de repetir la canción.

–Bájale volumen, los vecinos se quejan.

Ella chasqueó la lengua con fastidio. Carlos negó con la cabeza y salió de prisa del apartamento de la mujer. Luego caminó, o mejor dicho, trotó y hasta corrió hacia el estacionamiento, revisando el celular y sacando las llaves del carro.

Carlos Mendoza era el sobrino de Josué, y el director de los proveedores en la empresa. Josué no quería desde un principio que su gran negocio, se convirtiera en una "empresa familiar", pero tuvo que reconocer que Carlos era bueno en lo que hacía. Exceptuando la impuntualidad, lo extravagante y lo mujeriego, Carlos era muy buen negociador, veraz en finiquito de contratos de compra y venta.

Carlos se montó en el vehículo y de dirigió a toda prisa hasta el galpón de su tío. Manipuló el StarTac haciendo una llamada.

–¡Hijo de la gran...!

Hola Carlucho, me alegra mucho saber de ti.

–¡Me ibas a llamar!

Comienza por saludar –dijo la voz al otro lado–. Luego llega, tómate un café... Josué te está esperando.

Carlos se mojó los labios con rabia.

–¡Espérame afuera, te daré tu merecido!

¿Todavía te quedan energías?

–Cállate. ¿Ya llegaron los proveedores?

Sí, tienen una hora aquí –respondió el administrador.  

–¡¿Qué?! –Con esa información, el sobrino de Josué, sorteando el tráfico, llegó en menos de 15 minutos y lanzó las llaves al vigilante, quien puso los ojos en blanco. «Este no es mi día», pensó el encargado de la garita.

–Buenos días –le saludó la recepcionista de forma melosa.

–Llegas tarde –le dijo el joven, sorprendiéndola. Amboa siempre llegaban tarde y él se divertía recordándoselo a otros.

–¡Muchacho! –dijo Josué nada más verlo entrar en su oficina–. El hecho de que seas mi sobrino, no te da derecho a...

–Que llegues taaaarde –repitió el mantra de casi todos los días–. Ya tío, ya lo sé. –Carlos escaneó el interior de la oficina y se encontró con Romer mirándolo con una expresión de sarcasmo–.  ¿Dónde está la gente?

–No han llegado –informó Josué con fastidio.

–¿Qué...? –Carlos clavó la mirada en su amigo.

–Le pedí a Romer que te dijera eso –informó su tío, riéndose–. Lo siento, no me dejas otra opción. ¡Siéntate!

Carlos obedeció a su tío lentamente, sin quitarle la mirada a Romer quien no ocultaba su sonrisa.

–¿Hablaste con tu padre? –le preguntó Josué.

–Sí. Anoche –Carlos respondió y suspiró. Romer pensó que últimamente los hombres Mendoza suspiraban demasiado–. Todo bajo control en Mérida.

El jefe mayor se recostó en su asiento y juntó la yema de los dedos, mirando fijamente el retrato que tenía en su mesa. Era una hermosa fotografía de su esposa y su hija.

–¿Qué pasa? –Miró el reloj–. ¿Hubo problemas con el contrato? ¿Por qué no han llegado?

–Mercedes se está comunicando con ellos –respondió Romer. Y como Josué no los miraba, se giró un poco hacia Carlos y le señaló con la boca el portarretrato.

El sobrino arrugó el entrecejo.

–¿Qué pasó? No me gustan las malas noticias.

Otro suspiro de su tio.

–Llegó Canela.

Carlos abrió la boca y unos segundos después, sonrió.

–¿Cuándo llegó?

–Ayer –contestó Romer, adelantándose a Josué y cambiando la expresión. Le extrañó aquella sonrisa en su amigo.

Carlos lo miró un segundo, pero luego se concentró en la fotografía. La había tomado para mirarla.

–Aquí sale preciosa –susurró casi para sí mismo.

Romer se inclinó hacia delante queriendo verla él también. ¿Por qué no había visto antes aquella foto, si era tan detallista?

–Tienes que convencerla para que salga del país –dijo Josué dirigiéndose a su sobrino.

–¿Salir del país? ¿Qué? ¿Otra vez? ¿Por qué?

–¿No sabes lo peligrosa que es esta ciudad? –dijo el Director.

Carlos se mordió un carrillo pensando en la respuesta. Los robos, la delincuencia… Canela... Agarraba el hilo que su tío estaba lanzando.

–¿No se quiere ir? ¿Qué dijo? –preguntó el joven.

–Créeme que no se quiere ir –intervino Romer.

Carlos pegó los labios y lo miró.

–¿La conoces?

Ambos jóvenes se miraron seriamente por un instante, hasta que el jefe rompió el momento:

–Canela vino gritando por todo esto como una grosera. Debo llamar a Nereida. Creo que si muero de un infarto, mi esposa no sobrevivirá por mucho tiempo. Tengo que prevenirla o que se muera conmigo.

Carlos estaba casi congelado por la información que le daban. Sonriendo, regresó la miraba a Josué al imaginarse la pelea de su prima.

–Tío, no creo que la vaya a convencer –opinó.

–¡La tengo que sacar del país!

–Pero si acaba de llegar…

–¡No me importa! Ya le pagué el curso. ¡Que se vaya!

–Pero… –Carlos abandonó de tajo la sonrisa. ¿Qué estaba pasando allí? Se quedó un momento en silencio hasta que una alarma se encendió en su interior–.  ¡Suelta!

Su tío quedó de piedra al escuchar su exigencia. Romer se había levantado y estaba recostado a una ventana que se ubicaba al lado izquierdo de la oficina. Intentaba ver desde otro plano, la conversación de los dos Mendoza. 

–Suelta de una vez lo que no quieres contar, tío.

Josué sintió que el pequeño espacio alrededor, se reducía. Así que salió detrás del escritorio y se dirigió a un filtro de agua para serenarse. Romer al ver aquello, se descruzó de brazos y se puso alerta.

–¿Me podrías responder, por favor? –pidió el sobrino con un deje de alteración.

Josué tomó agua para aclarar las ideas. Quería mentir o por lo menos, suavizar sus propios nervios. Pero nada iba a detener el engranaje colectivo que comenzaba a funcionar en esa oficina.

–Hace una semana… –comenzó a cantar el tío, haciendo que Romer despegara su espalda de la pared y prestara mucha atención– enviaron algo a la casa.

–¿Qué enviaron? –Carlos respiraba fuerte.

–Unas fotos de Canela. –. Los demás, abrieron los ojos de par en par.

Carlos mezcló sus facciones con un apretón de mandíbula.

–Hey, hey, hey. ¡Pero, ya va! Espérense un momentico. No son recientes. Son muy viejas –explicó Josué.  

Romer arrugó la cara con desconfianza y decidió meterse en la conversación.

–No te entiendo –dijo él.  

–Es una tontería. –Josué se estiraba el cuello de la camisa y su rostro daba pantallazos de incomodidad–. Alguien burlándose, me imagino. Si la estuviesen vigilando, enviarían fotografías recientes, ¿no?

Carlos se ponía las manos en la cara muy lentamente, mientras maldecía en su cabeza. ¿Qué le pasaba a su tío Josué? ¿A caso era tan inocente que sus súbditos tienen que estarlo protegiendo constantemente?

–¿Cuándo fue que te llegaron esas fotos? ¡Quiero verlas! –exigió Carlos.

–Ya las boté…

–¿Qué?

–Si las veía Nereida, mínimo me hacía llamar al ejército.

Romer se acercó hasta su amigo y puso una mano en su hombro.

–Cálmate Carlos. –Se dirigió hasta su jefe–. Josué, hacer eso no fue muy buena idea –opinó, respirando hondo.

–No me importa. No tenía que haberles contado nada, porque no pasa nada.

–¡¿Si no pasa nada, entonces por qué quieres que Canela se vaya?! –gritó Carlos.

El silencio que se produjo después de aquella pregunta, fue interrumpido por una llamada que Josué contestó inmediatamente, usándola como campana de salvación.

–Karlina… Ajá, ok. Ya vamos para allá. –Josué colgó el teléfono–. Llegaron los proveedores.

Carlos se levantó y estiró su cuerpo por completo, para reducir la tensión.

–Sé que eres mi tío y mi jefe. Pero ya no soy un niño y entiendo perfectamente lo que intentas hacer. Canela.No.Se.Irá. La conozco, no se irá a ningún lado. Es terca, demasiado terca. Se te puede mudar de la casa y será peor. Tío… –se interrumpió, sabiendo que los otros dos hombres lo miraban–, vas a tener que contarnos qué está pasando de verdad, para poder hacer algo.

–Llegaron los proveedores –repitió el jefe con los dientes apretados y señalando a la puerta.

Carlos lo miró fijamente y tragó grueso. No sería fácil sacarle ni una palabra más a su tío. No le quedaba más opción que arrugar los labios hacia abajo y encogerse de hombros. Demostrándole una supuesta despreocupación. Se apartó para dejar pasar primero a los demás, y cerrando la puerta a sus espaldas, sacó su celular y marcó un número.

***

Año 2000.

–¡Hijo! –Carlos quería concentrarse en la fiesta. No le había gustado nada la expresión de Romer. Nada de nada. Y después de aquella escena que pondría los pelos de punta a cualquiera–. ¡Ven a bailar conmigo! ¿Dónde te has metido? Puedo apostar que en algún cuarto del hotel. –Le dio un ligero golpe en el brazo–.  ¡Las habitaciones son para los novios!

Su madre, Carmen, quien se encontraba demasiado alegre, le insistía casi a los gritos que se uniera a ellos, que bailara y se desatara. Desde que comenzó todo, aquel noviembre del año 98, su madre había notado que Carlos estaba algo cambiado. Y le repetía constantemente, que se soltara y alejara de su vida esa serenidad tan desesperante que mostraba en todo momento y que a la vez,  intentaba ocultar.

–Mamá, espérame solo un rato ¿ok? Sigue bailando con papá. Ya vengo.

Al segundo de decir aquello, Carlucho -como le decían las personas de confianza-, salió caminando deprisa, dirigiéndose al frente del hotel para tomar un respiro.

Al pasar por el lobby, se fijó que en la recepción no había nadie. El espacio se encontraba totalmente vacío. Arrugó las cejas y se acercó a la barra de recepción. Efectivamente, ¡no había tan siquiera una persona! Y a pesar de que la música de la fiesta se colaba hacia el interior del hotel, en aquel lugar el silencio se tornaba fastidioso. Podía escuchar hasta el rastreo de su elegante chaqueta, sobre su camisa y pantalón.

Carlos estaba tenso. Quería abandonarse por un instante, tomarse un largo trago, llevarse a una mujer a la cama y follársela con furia para desconectar del estropajo de sentimientos que corrían por sus venas. «¿Por qué ella dijo eso? ¿En qué momento de la vida la metimos en tantas cosas que no nos dimos cuenta de nada?», pensó el joven, sobre la engorrosa conversación de hace unas horas en los baños del restaurante cerrado. «¿Y por qué tiene que ser así?», seguía preguntándose. Él siempre pensó que aquella mujer de la que en ese momento se acordaba, podía asemejarse a los ángeles y demonios del Pastor de Hermas. Siendo ella los dos personajes, ambivalentes y manipuladores, sobre la mente y coherencia personal de su mejor amigo. Un pensamiento muy suyo, por supuesto. Solo había intentado mencionárselo a Canela una sola vez. El mismo día que decidió desligarse de tantos problemas.  

En el momento en el que se retiró del mármol que cubría el gran mesón del lobby, miró hacia las puertas de vidrios de la entrada principal y acercándose dispuesto a abrirlas, vio una silueta algo tambaleante del lado derecho, que parecía ser las marcas de una mujer. Un brazo delgado y pálido, junto al asomo de una pierna con tacones negros, eran lo que se divisaba apenas por la transparencia del vidrio. Dio unos pasos más y se detuvo en seco. Percibió de repente un escalofrío desmedido. Todos sus poros se expandieron y lo que sintió a continuación, esperaba que fuese producto de su imaginación.

La figura, parecía un espanto de leyenda venezolana. Esas historias de terror autóctonas que solo con escucharlas por la radio, ya ponían los pelos de punta. La soledad del lugar y el inusual silencio, no colaboraban para que el miedo disminuyera.

Carlos miró hacia atrás para ver si encontraba compañía; estaba extremadamente asustado. Quería moverse, pero no podía. ¡Y no tenía problemas con la vista! Quizás con otras cosas, pero no con su capacidad de visión. ¡Aquello tenía que ser un fantasma!

«¡Lo que me faltaba! Ahora estoy viendo espíritus», pensó.

Tomando valor, recordando que era un hombre hecho y derecho, se acercó un poco más a las puertas y lentamente, abrió la hoja izquierda para no interrumpir a la figura en nada. Rezó mentalmente diez Padres Nuestros en milésimas de segundos y salió de tajo, giró la cabeza y arrugó los ojos con exageración, como protegiéndose de un flash de cámara fotográfica, para luego poco a poco, mirar a la supuesta mujer que asomaba parte de su cuerpo de espanto.

Inmediatamente, Carlos cambió toda expresión. Su cuerpo dio un respingo y sus manos se abrieron y se deslizaron hacia el frente, como para evitar una caída. ¡Él conocía a la mujer! ¡Pues claro que la conocía! Pero allí, solo había pedazos de la dama en cuestión.

–Pero…, ¿qué diablos? –Carlos susurró, apenas.

La chica, quien tenía manchones de rímel sobre el rostro, los labios rotos y ensangrentados, ambas manos en cruz alrededor de su cuerpo y de pie, aunque a punto de caer, se encontraba recostada en el pilar que bordeaba las planicies del vidrio. Ella decidió mirarlo y le regaló a Carlos cada movimiento de su cuerpo, cada temblor de su magullada tesitura.

–Dina… –mencionó él, asombrado–, pensé que te… que te habías ido.

La joven no paraba de temblar. En ese momento Carlos, aprovechando que ella no respondía, recorrió con la mirada sus brazos, sus manos… y pudo ver que los nudillos estaban despellejados, como si hubiese golpeado muchas veces con ellos. La mujer olía a sangre, literalmente y a mucha distancia. Cargaba un bolso del mismo color del vestido y los zapatos, negro. Dicho bolso, colgaba sobre su hombro izquierdo a través de una cadena fina y larga, haciendo que casi le llegara al nivel de sus rodillas. Entonces Carlos, regresó la mirada hasta los ojos de la conocida:

–Dina…, ¿qué te pasó?

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