A las 9:00 AM de un día de viaje y trabajo, Romer se acercaba al estacionamiento del galpón donde la empresa guardaba los camiones que distribuían lo rubros ya procesados, y en el cual, también se ubicaba el complejo administrativo principal de Maracaibo. Una mezcla entre lo industrial y opulento. El elegante centro de operaciones de Lácteos del Lago.
Romer esa mañana iba vestido de camisa, chaqueta, jean y botas de seguridad. Sin abandonar jamás su característica de Empresario, pero tampoco siendo demasiado ostentoso. Aragón usaba trajes de etiqueta cuando la ocasión lo ameritaba, pero la mayor parte del tiempo, se cubría con prendas cómodas que lo hacían ver joven y responsable. El calor marabino también era un motivo de comodidad.
El vigilante vio llegar la Silverado y se apresuró a mover el cono anaranjado.
–¡Buenos días, jefe! –saludó con un gesto de cabeza, el encargado de la garita principal.
–Cuidando el patrimonio, ¿eh? –Romer se encontraba de buen humor. Bajó de la camioneta y se acercó para darle unas palmadas en la espalda al vigilante y ofrecerle su mano–. José, ¿por casualidad, viste llegar a…?
Unos neumáticos frenando los exaltó, haciendo que girasen el cuerpo para ver de quién se trataba. Sin nada de tiempo que perder, José y Romer, con ojos como platos, vieron a una joven bajarse de un carro color plateado, dejándolo mal estacionado, para luego caminar violentamente a la puerta principal de las oficinas.
–¡Señorita! Debe mover el…
–¡No tengo tiempo, José! ¡Lo siento! –gritó la chica, lanzándole las llaves del automóvil, al asombrado vigilante de la mañana.
Romer quedó quieto. Literalmente. Sus cejas se arrugaron en desconcierto por la osada forma de entrar de la joven. Y sin pensarlo dos veces, salió tras ella.
–¡Espérese ahí! –exclamó él.
–¿Esto por qué está cerrado? –La chica sacudía el picaporte de la puerta como si intentara escapar de una escena de horror.
–¡Que se detenga, le digo! –exigió de nuevo.
La muchacha no volteaba, y tampoco dejaba de moverse de forma apurada y ansiosa; hasta que alguien del otro lado abrió de repente, haciéndola inclinarse hacia delante.
–Oh –exclamó la persona que había abierto la puerta–. Ah, señorita, es usted. ¿Cómo está…?
–¡¿Dónde está el señor Mendoza?! –chilló la joven.
Romer se acercó a su espalda, tocó su hombro, pero la chica se sacudió para que no la volviera a tocar.
–¡¿Dónde está Josué Mendoza?! –continuó gritando la recién llegada.
La mujer que abrió la puerta, estupefacta por la reacción de la muchacha, solo pudo levantar un brazo e indicarle el camino a la oficina del dueño de la empresa.
–¡¿Qué haces?! –gruñó Romer al ver que Mercedes, su secretaria, dejó pasar sin más, a aquella maleducada.
–Romer… –intentó convencerlo–, no la sigas, no hace falta.
–¿Cómo dices? –El administrador cruzó una mirada dura con su asistente. No podía creer que Mercedes le impidiera una sola cosa. Así que, separándose de ella, se dirigió escaleras arriba, donde se suponía que ya se encontraba el dueño de aquellas oficinas.
Aragón siguió el sonido de los tacones femeninos sobre el suelo metálico de acero inoxidable, generando un ruido estrambótico por todo el edificio. Algunas personas asomaban su cara para ver la escena.
–¡Señor Aragón! –Mercedes corría tras él.
El joven no quitaba ojos de encima a la veloz figura que se acercaba a la puerta que decía, "Dirección".
–¡Hey, Epa! No puede entrar allí –seguía exigiendo el hombre.
–¡Señor! –llamaba nuevamente Mercedes.
–¿Qué sucede? –reclamó el director al ver entrar a la chica.
Y como un terremoto, la muchacha luego de abrir la puerta, la cerró en las narices de Romer, envalentonando más su rabia. El administrador alzó los brazos en puños para tocar la puerta, pero se detuvo en seco al escuchar un grito desde el interior de la oficina.
–¡¿Por qué hiciste eso, papá?!
«¿Papá?», se preguntó. Poniendo los ojos como dos huevos fritos, Romer se detuvo mientras se desencadenaba una pelea anormal.
La secretaria llegaba sin aliento.
–Romer… –ella intentaba respirar, –ella es la hija de Mendoza.
–¿La hija? –El joven estaba desconcertado.
–Sí. Y la única que podría llegar aquí de ese modo.
–Ya va, espera... –Romer deshizo los puños y puso los brazos en jarras–. ¿La hija? ¿Ella no estaba en...?
Mercedes asintió.
–Llegó ayer –corroboró ella.
–Acabo de llegar ¡¿y ya me quieres enviar al otro lado del mundo?!
–Te calmas o te largas ya de aquí. ¡Estás armando un escándalo!
–¡No me voy a calmar! Es injusto, papá.
–¡Te vas calmando de una buena vez! Y deja que te explique...
–No quiero ninguna explicación. Es simple: no voy a salir de nuevo del país. ¡No me voy a ir a ningún lado!
Mercedes, Romer y cuanta persona se acercara, podían escuchar los gritos de padre e hija.
–¿Pero qué carajo le pasa a esa niña? –preguntó Aragón en un susurro.
Mercedes respiró hondo.
–Ella es así. Por eso la dejé pasar de una vez...
–Te vas a donde yo diga, ¡y punto!
– ¡Me quieres fuera de la casa! Ya soy mayor de edad y puedo estar donde yo quiera...
–No te quiero fuera de la casa... Es más chica, si no dejas de gritar, ¡llamo a Karlina y que te ponga en el primer avión!
–Karlina, Karlina. ¡Karlina! Siempre con tus amenazas. Si quieres que me vaya de la casa, ¡me iré y ya está! Pero no voy a cursar otros de tus cursos de idiomas. Y si viene tu secretaria, ¡no le haré caso!
–Cálmate, Canela. Te lo advierto...
–¡No me calmo! Ten en cuenta de una vez, Mendoza, que si insistes en enviarme nuevamente fuera de Venezuela, me iré de la casa. Y no quiero que me vayas a buscar llorando después para que regrese.
–¿Ahora me estás amenazando tú, niña impertinente?
–Ya no soy una niña. Tenlo en cuenta. ¡Que no se te olvide!
–Voy a llamar a tu madre para ver si te comportas igual de grosera con ella.
–¡No hace falta! Voy ahora mismo a hablar con mamá. ¡Permiso!
Ambos afuera, Mercedes y Aragón, adivinando que abrirían la puerta en ese momento, se quedaron en vilo esperando por alguna escena tan desagradable como la discusión de la que sin querer estaban siendo testigos.
–¡No se te ocurra gritarle a tu madre!
–¡Déjame en paz! Si quieres comprar un pasaje de avión, cómpraselo a Karlina. Que la tienes explotada de trabajo.
Romer se echó para atrás en un segundo y en otro, sintió en su cara una corriente de aire proveniente de la violenta manera en la que fue abierta la puerta. Como secuela de aquel despelote, la hija del Señor Mendoza chocó contra él, quien por inercia la sostuvo para no desplomarse.
–Shit! –exclamó la joven en inglés, intentando apartarse de aquel obstáculo humano.
Romer la tomó de la cintura y la aferró a su cuerpo, pero nada más allá de querer enderezarla.
–¡Suélteme! –dijo ella.
Romer estaba enredado. Quería enderezarla, pero ella no dejaba de moverse.
–Imbécil. ¿Me suelta o qué?
–¡CANELA! –gritó su padre.
Romer cerró los ojos y apretó la mandíbula. Odiaba a la gente grosera. Pero sin querer y pensando que era imposible, le llegó un olor dulzón que le hizo abrir los ojos de inmediato e inclinar la cabeza. Esa rabia al escuchar el insulto se disipó tan solo un segundo al ser testigo de las formas delicadas del rostro de la jovencita. Pero ese segundo dio paso nuevamente a la ira y la soltó de inmediato. La joven se tambaleó por el empujón nada delicado del hombre, y arrugó completamente la cara. Mendoza salió velozmente detrás de su escritorio.
Ya para ese momento, Romer estaba preparado para defenderse y con una suave pero tensa voz, preguntó:
–¿A quién llamaste imbécil?
Canela se fijó en aquel troglodita que le impedía salir. Separó los labios un poco sin percatarse. Aquel hombre, quien la miraba con desparpajo, le hizo darse cuenta de la molestia caisada. No había visto antes unos ojos tan oscuros y... sinceros.
–¿A quién le dices imbécil? –repitió el hombre.
–Aragón –pronunció Mendoza, carraspeando la garganta–, perdona a mi hija. Canela, pide disculpas.
–Eh... –Ella no podía soltar nada coherente.
–Canela... –Su padre se acercó a ellos y abrió más la puerta. Con los brazos cruzados en el pecho, dijo–: te presento a Romer Aragón, el administrador de Lácteos del Lago.
La chica emitió un quejido y su rostro se puso de un rojo escarlata. Miró detrás de Romer para darse cuenta de la presencia de Mercedes. Esta última movió la cabeza, alentándola a que dijera algo.
–Disculpe. Yo... Disculpe –susurró.
–¿Cómo dices? –preguntó Romer inclinando la cabeza y arrugando la nariz–. Josué, creo que a tu hija le comieron la lengua los ratones.
–¿Los ratones? –opinó el padre de Canela–. Gavilanes, querrás decir.
Mercedes hizo un sonido extraño con la garganta. Mendoza, en cambio, no se resistió y se echó a reír. Canela giró el cuello hacia su padre con los labios arrugados.
–¿Te vas a disculpar sí o no? –preguntó el director.
–¡Señorita, señorita! –Todos escucharon la voz de José, el vigilante, acercarse por los pasillos–. Ya acomodé su carro, aquí tiene la llave.
–Gracias, José. Y disculpa lo de antes.
Romer abrió la boca en desconcierto y emitió una sola exhalación. ¿Se disculpaba con el vigilante pero no con él?
–Canela Sofía, dile algo a Romer y luego te vas para la casa.
Su hija respiró hondo para desacelerar su instinto asesino. Habría pedido disculpas y hasta se habría ido de allí, si no fuese por la extraña energía que le generaba aquel hombre tan altanero. Le dio tiempo a pensar en lo increíblemente guapo que era. Se preguntó desde cuándo tendría el puesto.
–Quiero disculparme con usted, señor...
–Aragón. Romer. El Imbécil –completó él mismo.
Mercedes se devolvió a su sitio de trabajo.
Canela se aclaró la garganta.
–Perdone por haberlo llamado de esa forma, señor...
–Aragón.
–Aragón –repitió la joven.
–Romer –dijo su padre.
–¡Romer! –repitió la joven con los dientes apretados–. Disculpe, señor Romer Aragón –soltó, con una sonrisa falsa.
–Ahora vete a casa y compórtate –demandó el dueño de la empresa.
Un solo suspiro era lo que ella necesitaba. Y tras tomarse su tiempo, se alejó de aquellos dos sabiendo que se burlaban de ella. Pero antes de cruzar hacia la izquierda para bajar las escaleras, giró su cuello tan solo unos segundos por morbosa curiosidad. Romer la seguía con la mirada.
Mendoza dejó salir un largo resoplido después de acomodarse en su asiento.
–Juro que esa muchacha acabará con mi vida.
Romer se sentaba en una de las sillas ubicadas frente al escritorio. Movió las cejas como diciendo "parece complicado". Sacó su celular y lo puso sobre la mesa.
–Ha crecido demasiado, Josué. Si no la escucho llamarte papá, nunca me habría imaginado que era tu hija. Las fotos que me mostraste son viejas o el tiempo pasa volando. ¿Cuándo llegó?
–Ayer –negó con la cabeza.
Romer asintió, recordando que Mercedes ya se lo había contado. Entonces, Josué alzó las palmas al frente como para detener una obviedad.
–Sé que puede parecer algo terrible lo que voy a decir, pero quiero que se vaya. Es demasiado rebelde para esta tierra de locos. Y entre los nervios de su madre y los míos, prefiero que se mantenga alejada.
Romer se puso serio.
–¿Cuándo te vas a buscar un escolta?
–¿Otra vez, muchacho? ¡Que no hace falta!
–¿Entonces por qué la quieres fuera del país? –Josué clavó su mirada en él–. Una vez, no, dos veces te han robado, has sido estafado, todavía te estás recuperando del desastre en los galpones de Mérida y apenas hace unos meses, vienes a tener vehículo nuevo después de que te jodieran el anterior. Debes tener un escolta y ahora con más razón –dijo, señalando hacia la puerta.
Josué respiró hondo. Obvió parte de lo que Romer estaba diciendo, para seguir hablando de Canela.
–¿Por qué la quiero lejos de aquí? ¿No la viste? Es una niña con el cuerpo de mujer. ¡No sé liderar con eso!
Romer movió la cabeza imperceptiblemente, intentando no afirmar eso último.
–¿Cuántos años tiene?
–Dieciocho años –respondió Josué–. Los acaba de cumplir, ahora en agosto. –Mendoza negaba con la cabeza–. Parece mentira, pero ya es mayor. Y pareciera que a esa edad, accionaran un suiche en los muchachos que les hace ser más contestones y altaneros.
–Es normal que sea rebelde. Es hija tuya –dijo Romer, sonriendo.
Mendoza compartió la sonrisa.
–Nada que ver, muchacho. Yo no tengo nada de culpa en las locuras que hace mi hija.
–Bueno, lo que tú digas. Y exactamente, disculpa que me meta…, ¿por qué discutían?
El señor suspiró de nuevo resignado a contarle a su mejor empleado, la situación que amenazaba con ser un cáncer.
–Porque no quiere irse del país… otra vez. –Alzó las manos–. Me lo imaginaba, pero no sé por qué no la vi venir. Llegó ayer. ¡Ayer! La bienvenida fue color de rosa hasta que… hasta que le dije: ¡Sorpresa! ¡Te vas para Suiza! –Se inclinó hacia delante en su silla–. Cualquier jovencita de su edad saltaría de alegría con ese regalo. ¿Por qué ella no puede ser como todas? ¡¿Por qué?! –Tomó un bolígrafo, lo batuqueó en su mano y lo soltó de inmediato–. No cualquiera se va a Suiza así nada más, de la noche a la mañana y menos a estudiar; y lo más engorroso y terrible para estos padres que somos Nereida y Yo: ¡A vivir sola! La verdad, es que no entiendo. ¡No entiendo! –Romer se reía–. Y ¿quién le explica algo a esa chiquilla? ¿Quién? ¿Quién la convence? ¿Su madre? ¡Jm! Se iría primero Nereida que Canela.
–¿Se iría primero? –preguntó Romer, extrañado. Al ver que Josué no le respondió, siguió opinando–. Bueno, me dijiste que acaba de llegar. De Nueva York, ¿no? Creo que ya ha tenido mucho.
–Sí, supongo.
–¿Cuánto tiempo estuvo viviendo allá? ¿Un año?
–Sí. –Mendoza lo miró serio–. Un año, sola.
Aragón alzó las cejas por el dato.
–Josué… ¿Sola? ¿En serio?
Mendoza suspiró y asintió.
–Bueno, ella ha crecido –continuó Romer–. Y en vez de emanciparse completamente, viene y se enclaustra en tu casa y decide quedarse con ustedes. Yo creo que debes contarle lo que pasa, Josué. Porque si se queda, que es lo más seguro, le vas a tener que poner un escolta. Si no te cuidas tú, entonces invierte el dinero del viaje al que ella no irá, en una buena agencia de seguridad.
Mendoza se quedó pensativo, mirando al joven de tan solo 25 años. Un consejo bueno, muy bueno. Lo que le faltaba a Josué, era palmearle la cabeza para elogiar su discurso. Pero no dijo nada más. Lo pensaría, como pensaba cada cosa que Romer le recomendaba.
–Por cierto… –preguntó el administrador–, ¿ya llegó Carlos con los proveedores?
–No –respondió Mendoza saliendo de su burbuja. Miró el reloj–. ¡¿Dónde está ese muchacho?!
–¡Dios mío, qué bueno está esto! –Batuqueó las caderas al ritmo de Corona y su Rhythm of the night–. No conocía esta canción.–¡¿No conocías esa canción?! –Quien había dicho eso, miró hacia abajo y vio que la mujer no estaba haciendo su trabajo–. ¡Vamos pues! Dale rápido.–Es que no puedo hacerlo rápido, Carlos, te calmas.–¿Qué me calme? ¡¿Qué me calme?! Mira la hora que es, Dina.Ella soltó una risa.–Culpa total de Romer, que no te llamó temprano.–Cada vez que viaja... Hace que los demás parezcamos impuntuales, siempre llega a tiempo.–Es que… , eres un impuntual, Carlos.–Cállate. Dame un poco.Dina esnifó algo sobre la encimera del baño. Luego acercó su boca a la de Carlos para darle, con su lengua, un poco de lo que había pedido.–¿Te gusta? –preguntó la fémina.–Sí. ¿Dónde la compraste?–Del mismo lugar de siempre –informó Dina, encogiéndose de hombros.–Sí, claro. ¡Hey! ¿Vas a terminar de hacerme
Dina quería responder, Carlos lo sabía. Él quería moverla de allí para que nadie la viera, pero decidió no hacerlo. Quizás ya era hora de que no fuese su problema.–Dina, deberías irte a ver esas heridas. ¿Cómo te las hiciste? ¿Te caíste?La mujer comenzó a emitir unos sonidos extraños. Carlos ladeó y arrugó la cara como para intentar oírla mejor, hasta que se dio cuenta de que eran risas. Se echó para atrás.–Dina.–Inhaló y exhaló. El susto inicial no se había ido del todo. Más bien, seguía tan asustado como cuando creyó que Dina era la famosa Llorona de los cuentos, o la Sayona de las leyendas–. Deberías irte. A tu casa o a un hospital. Estás temblando.–Sí, estoy temblando –pudo decir la mujer, entre el carraspeo de su garganta.El hombre abrió más los ojos. La voz estaba demasiado transformada y nunca la había escuchado hablar en ese tono tan… destrozado.–Mira… –dijo Carlos–, si quieres te ayudo a ubicar un taxi
Canela se detuvo un instante mientras miraba a su primo con una sonrisa burlona. Él sin darse cuenta movía un pie con nerviosismo y de pronto sintió un golpe ligero en su nuca. Una cinta le cubría la oreja izquierda y otro pedazo de tela, el hombro del mismo lado.–Pero… ¿qué…?–Mejor no me pongo brasier, hace calor –explicó ella, riéndose un poco.Carlos resopló con molestia, apartando la prenda íntima de su cara y lanzándola en la cama.–¡No me fastidies!La chica se terminó de poner una camiseta manga sisa, se puso un jean ajustado, unas bailarinas y una cola alta.–¡Lista! –Se acercó a la espalda de su primo y le dejó un beso en el hombro.–¿Para dónde vas? –El joven atrapó el brazo de Canela con intención de que le explicara lo del viaje, pero no midió bien su agarre y terminó empujándola hacia sí con poca sutileza.Canela miró sorprendida a su primo pero luego suavizó la expresión. Carlos la observó a los ojos, luego a sus labios
–¡Ya vuelvo! –exclamó Carlos a la familia–. ¡Voy con Romer!–No, dile que no se vaya, que tengo que hablar con él –demandó Josué.Carlos se quedó quieto mirando a su tío.–Aquí están los quesitos –anunció Canela.–Cani, ¿vienes conmigo? –El joven intentaba que no se notara su creciente desesperación.Ella lo miró con las cejas arrugadas.–¿Pero no te ibas con…?–Canelita –interrumpió su madre–, sube un momentico y me buscas en el closet las cortinas Verde Agua, por favor,–Carlucho, no puedo ir contigo, disculpa.El joven salió entonces al garaje con paso lento y algo de tensión en su espalda.–¿Listo? –preguntó Romer al verlo llegar hasta él.–Tío te está llamando –informó Carlos, apretando la mandíbula.–Ah... Ok.–Romer –llamó su amigo ya con la puerta abierta del carro.Carlos se quedó un instante de pie casi dentro del carro sin decir nada, por unos largos segundos. Negó con la cabeza.–Na
Envuelto hasta la cintura con sus sábanas azul celeste, desnudo por completo y quizás, aguantando un poco el frío de su apartamento, Romer se encontraba en total tensión. Era en esos momentos de desvelo que recordaba que aún no era un hombre completo. Podía tener una vida llena de responsabilidades y todo lo contrario en los momentos de ocio. Pero sabía exactamente el peso de la que no tenía.¿Qué lo tenía en vela esa madrugada? Generalmente, asistía al rescate de la "loca de Dina", como él la llamaba. Se desfogaba en cosas que sin querer admitirlo, le gustaban y después terminaba por conciliar el sueño de una vez; como un bebé.Al salir del apartamento la había escuchado gritar. Estaba cansado, no podía dormir, pensar en Dina le daba tiempo para que amaneciera y lograra encontrar en algún momento ese sueño tan anhelado.Volvió a negar con la cabeza. Recordó cómo Dina llegó a la hacienda donde trabaja su madre. Eran los dos tan solo unos niños... La pequeña estaba
–¡Me quieren joder! ¡¿Qué más va a ser?! –dijo casi al grito, el dueño de la empresa, cuando se encontraban en la sala de reuniones.Un grupo policial revisaba la camioneta, otros dos de mayor rango interrogaban a los representantes de Lácteos del Lago.–Cálmese, señor –dijo el oficial más alto–. Esto puede pasar en cualquier momento. Estaban bajo lps efectos del alcohol, de seguro...–Borrachos o no, siempre me han querido joder. Ya existe un historial por intento de secuestro.Aragón movió las manos con las palmas hacia abajo y le hizo señas a su jefe de que le bajara dos grados a su intensa perorata y se calmara de una vez. –Oficial, es normal que el señor Mendoza tenga miedo –dijo Romer señalando a Josué–. Lo han intentado secuestrar varias veces y ha recibido amenazas en otras ocasiones.–Estamos enterados –dijo el mismo policía–, pero se acerca La Feria de La Chinitay en diciembre son las elecc
Gran parte de la casa de los Mendoza se encontraba en silencio. Nereida había salido con Carmen. Josué, aprovechó para tomar una siesta y desconectar por unas horas. Mientras, dos jóvenes discutían en el jardín del frente. Lugar que casi nunca se usaba, ya que la parte trasera de la casa era la única vía para entrar y salir.Carlos se encontraba allí como lo había prometido, dispuesto a conversar con Canela sobre acatar de forma tranquila, informarla de la incorporación de los escoltas a la casa, con la fe en alto de que Canela entendiera a la perfección el peso de lo que sucedía. Carlos era optimista.También se encontraba la posibilidad remota de que Canela saliera nuevamente del país. Así que comenzó tratándola como si fuese una alumna de tercer grado de escuela básica. ¡Error garrafal! Porque Canela era buena en las palabras, y las usó para defenderse.Luego de la perorata, Canela se levantó. Carlos la siguió hasta el equipo de sonido ubicado en el b
Canela sujetaba contra su pecho el teléfono fijo de su casa. Sus ojos estaba puestos en la pintura blanco perla del techo, pero su mente no se encontraba allí. Acostada sobre su cama, dejó que las dos llamadas que habían cruzado la línea hace una hora, se asentaran y calmasen los latidos de su corazón.Se había inscrito en Administración de Empresas por su padre, para que no fuera molestada por él ni por nadie. Pero tenía otros planes y no era salir del país. Canela Mendoza era una joven dolida y la razón de aquel sentimiento triste solo la conocía una persona: Alma. Una mexicana rubia y muy hermosa, de 27 años, quién se convirtió en su confidente.Al contestar la llamada de larga distancia, su amiga le había saludado con tanto fervor, que a Canela le costó mucho evitar las lágrimas.–¿Cómo se encuentra el trabajo?–Querrás decir, cómo me encuentro yo –dijo Alma, riendo.Canela, más calmada, la siguió.–Alma de mi alma, sabes a lo que me refiero.