Dina quería responder, Carlos lo sabía. Él quería moverla de allí para que nadie la viera, pero decidió no hacerlo. Quizás ya era hora de que no fuese su problema.
–Dina, deberías irte a ver esas heridas. ¿Cómo te las hiciste? ¿Te caíste?
La mujer comenzó a emitir unos sonidos extraños. Carlos ladeó y arrugó la cara como para intentar oírla mejor, hasta que se dio cuenta de que eran risas.
Se echó para atrás.
–Dina. –Inhaló y exhaló. El susto inicial no se había ido del todo. Más bien, seguía tan asustado como cuando creyó que Dina era la famosa Llorona de los cuentos, o la Sayona de las leyendas–. Deberías irte. A tu casa o a un hospital. Estás temblando.
–Sí, estoy temblando –pudo decir la mujer, entre el carraspeo de su garganta.
El hombre abrió más los ojos. La voz estaba demasiado transformada y nunca la había escuchado hablar en ese tono tan… destrozado.
–Mira… –dijo Carlos–, si quieres te ayudo a ubicar un taxi. –Dina no dejaba de mirarlo. La verdad era que su mirada fija en él, podría matarlo si ese poder existiera–. Es tarde, es peligroso y veo que no andas bien. –Intentaba hablarle con tacto. Era casi espontáneo hacerlo de esa forma.
–No.
Carlos se estaba impacientando. Miró nuevamente al interior del hotel. Recordó que había salido para tomar aire y a fumarse un cigarrillo. Entonces, se palpó un bolsillo del pantalón y sacó la cajetilla.
–¿Quieres uno? –le preguntó a la mujer.
Necesitaba despistarse. Y hacer que ella moviera ese esparadrapo de cuerpo en el que se encontraba. Que moviera los brazos, las manos, las piernas. Algo…
Las risas extrañas otra vez afloraron.
–No, no quiero fumar.
Era una súplica. Su mirada tan femenina, la cual se hallaba algo perdida, emitía un grito de desesperación. Pero Carlos no confiaba. ¡No sabía muy bien qué hacer! Guardó la caja de cigarros notando que él mismo, temblaba un poco. «Es el licor», justificó su pequeña debilidad.
En ese momento, Dina se movió tan solo un poco y para Carlos, las alarmas se encendieron al completo. En el pequeño arrastre, la mujer había dejado marcas rojas sobre el yeso del pilar. De inmediato, como si le hubiesen susurrado al oído, se echó para atrás nuevamente.
–Ya va, ya va. ¡Dina! –La mujer reía–. Por Dios santo. Estás sangrando. ¡Debes ir a un hospital!
–Mmm, no –gimió, riendo.
–¡Déjame verte! Por el amor de Dios, ¿quién te ha hecho eso?
–Déj… Déjeme tranquila. –Risas–. Váyase a la… a la fiesta.
El joven respiraba muy fuerte. Le desconcertó aquella forma de hablarle, como si él se tratara de un extraño. La situación lo ponía al borde de un ataque de pánico.
–¡No te muevas de aquí! Voy a buscar ayuda...
–¡NO!
Dina hizo detener en seco a Carlos con su grito. Había sacado fuerzas para alzar la voz y la temblequera, delataba en ella algo más allá de un simple frío o dolor por las heridas. Pero de nuevo comenzó a reír, poniendo a Carlos con los pelos de punta.
–Bueno… –él intentó calmarse–, por lo menos, entra al hotel para que te sientes. Yo puedo buscarte una habitación para que…
«¿Qué estoy haciendo? ¿Le estoy ofreciendo una habitación? ¿Qué coño estás pensando, Carlucho?»
–Ok –continuó interrumpiéndose a sí mismo–, no entres si no quieres. Pero… –vaciló un poco, estaba nervioso–, ¿qué hacías aquí afuera? No entiendo. ¿Esperabas a alguien?
Dina, sin quitarle la mirada de encima, se apoyó con mayor soltura sobre el pilar y le dijo, obviamente esforzándose para hacerlo:
–Lo esperaba a usted.
Carlos arrugó la cara en desconcierto. Miró a un lado y al otro para ver si ella le hablaba a él o a otra persona. Pero al ver la certeza en sus facciones, poco a poco su alma fue abandonando el cuerpo, lentamente. Y antes de transformarse en hueso y carne sin vida, vio cómo después de esas palabras, Dina de nuevo, se despegaba del pilar. Y sin disponer de tiempo para pensar claramente en lo que pasaría, el hombre divisó la mano derecha de la dama. Un brillo tenue llegó a sus pupilas, marcando el terror de algo que jamás hubiese pensado que vería en las manos de nadie.
Un cuchillo grande, uno de esos que se estilan en las cocinas más prestigiosas, era apretado por la palma temblorosa de Dina, quien no pretendía mostrarlo. Con el brazo abajo y arma en mano, se acercó hasta él. Carlos echó otros tres pasos hacia atrás.
–¡¿Qué es eso?! ¿Qué estás haciendo?
Dina alzó la fulana mano.
–¿Puede… Puede llevarlo adentro? ¿A la cocina?
–¡¿Qué?! –Carlos se avergonzaría de su voz si se escuchara él mismo.
–Usted… –Ella seguía intentando darle el arma–. Necesito que… que lo devuelva a la co… cocina.
–Pero… ¡¿qué coño haces con eso?! ¿Por qué me hablas de usted?
–Eso no tarda nada. Llévelo.
–Dina, por Dios del cielo –dijo en un tono de urgencia–. Suelta ese cuchillo. ¿Qué haces con eso? A caso… –Miró para otro lado pensando en la posibilidad de que las heridas estuvieran relacionadas con el arma–. Dina… –Apretó los dientes.
¡Era suficiente! Empezó a mirarle como loco todo su cuerpo. Vio el pilar ensangrentado, y notó un hilo de sangre arrastrarse por una pierna. Entonces, palideció.
–¿Qué hiciste? –susurró la pregunta–. ¡¿Qué coño HICISTE?! Dina, nooo. ¿Qué hiciste? –Esta vez no susurró.
La dama se movió tambaleante hacia el frente, con una sonrisa de medio lado y ladeando la cabeza como si en cualquier momento, fuese a caérsele del cuello. Se detuvo justo en la media luna donde los carros dejaban a los clientes del hotel.
Carlos se había quedado sin habla. Dina estaba herida casi por todos lados; como si una tunda de animales salvajes, hubiese pasado por encima de ella. Ahora que la tenía más cerca, él pudo observar manchas en el cuchillo, el pelo enmarañado, parte de la cartera ensangrentada. No había explicación lógica para lo que veía. Entonces, la mujer se giró y posó su perdida mirada en él.
–Él me dijo –ella hablaba despacio, entre susurros y palabras huecas. Había algunas risas que para Carlos, estaban demás– que me apartara. Mejor dicho, que él se apartaría. –Carlos cerró los ojos con fuerza al escuchar aquello.
–Nadie sabe quién soy –seguía hablando la mujer, mientras él quería correr al interior y dejarla allí. La imagen era de terror. Sin embargo, no podía dejarla sola. Y menos, viendo que la joven aceleraba su respiración.
–¡Nadie sabe lo que soy! –continuó ella. Carlos moriría de desesperación, estaba seguro–. Usted ni siquiera... ¡Usted! –continuó la atormentada mujer–. ¿Usted acaso sabe quién soy yo?
–Dina, por favor… –Hurgó dentro de sus retinas–. ¿No me reconoces? ¡Soy Carlos! Vamos a llamarte un taxi. No estás bien…
–Estoy harta… Me siento cansada de que me sigan tapando. Cómo si yo les diera vergüenza.
Carlos tragaba grueso y las líneas de expresión que se dibujaban en su frente, daban a entender a kilómetros lo incómodo, asustado y molesto que estaba. Sus manos estaban al frente, como para evitar que Dina cometiera una locura.
–Préstame atención… –El joven quería hablar lo más seguro posible pero sus palabras eran casi susurros. Aunque como buen negociador, ya era hora de cambiar de estrategia–. Te veo nerviosa, Dina. Y no me gusta verte así. Me encantaría que pudieras venir conmigo al lobby y ver si alguien nos busca un poco de agua.
Ella encogió un hombro y curveó los labios hacia abajo como una niña. Lo pensó por un momento antes de hablar.
–No creo que pueda volver a entrar a ese lugar –dijo, levantando el cuchillo para secarse algunas lágrimas con el dorso de esa mano.
–¿Por qué? –Carlos estaba pálido.
Dina respiraba una y otra vez. A pesar de la distancia entre ambos, se podía notar que la dama en cualquier momento estallaría.
–Porque… yo hice algo…
Dina bajó la cabeza y se paró en seco. Detuvo todo movimiento. Por un instante, Carlos pensó que se había quedado congelada de alguna forma. Y se dio cuenta de que, para él, era mejor que se moviera, a que no hiciera nada. Como pudo, preguntó en un hilo de voz:
–¿Pasó algo malo, Dina?
La mujer cambió súbitamente su rostro. Molestia, burla, horror… tristeza. Por un segundo, él reconoció aquella mezcla de expresiones en ese mismo rostro.
Dina comenzó llorar. Sus hombros se batuqueaban sin parar y se pasaba la palma de una mano y el dorso de la otra sobre las mejillas y párpados, para secar el torrente de lágrimas.
–Carlos… –Fue en ese momento donde Dina miró por segunda vez en la noche al hombre que tenía delante, y éste pudo ver su miedo. En un súbito encuentro quizás con la realidad, la mujer recordó todo lo que había sucedido. Las imágenes viajaban como montadas en un viejo tren, pero sabía que aquello no era nada antiguo, ¡acababa de ocurrir! Y ella era la causante de todo.
–Dina, deja de llorar, bella. ¿Qué pasó? –preguntó acercándose poco a poco para consolarla. Pero mientras eso sucedía, un recuerdo comenzó a tomar posesión de la magullada cabeza de Dina. Recordó las náuseas que sintió al ver lo que vio. Recordó la conversación en los baños del restaurante, una discusión...
–¿Dina?
Las palabras duras y fuertes, aquel beso en ese altar, el salir disparada de aquel lugar y de repente, verlo todo rojo.
–¡Baja eso!
La delgada mano de Dina, la más peligrosa y menos confiable, se alzó como asta sobre su cabeza, y ondeando un segundo aquella arma sucia, sudada y ensangrentada, la bajó de repente como guillotina y con toda fuerza, hasta el muslo derecho, enterrándola, abriendo las carnes blancas.
–¡Dina, no!
El silencio de la noche se rompió como seda rasgada, al evocarse un grito lejano y siniestro, un grito de mujer, un grito a todo pulmón. Pero por increíble que pareciera, no era la voz de Dina.
***
Año 1998.
–¡Carlos!
El grito desaforado de Canela hizo sordos a todos los presentes, pero las risas eran las protagonistas del arrebato. Canela corrió hacia su primo y abracó con sus piernas la pobre cintura del joven, quien de inmediato la giró.
–¡Sigues tan flaquita! –Reía junto a ella–. Déjame verte.
Carlos la separó para mirarla mejor y sintió que el corazón se le salía, al verla mostrar todos los dientes. Canela llevaba un short rosado, estaba en medias y cargaba puesta una camiseta de un grupo de rock. Miró de nuevo, demasiada personalidad en ella.
–Creo que rebajaste diez kilos –le dijo él.
Canela se puso seria a propósito.
–No seas idiota, Carlos Javier. –Intentó morderle el hombro, pero él adivinó sus intenciones y la soltó de inmediato. Para él, ella era la única mujer que se disgustaba porque la llamaran flaca.
En ese momento se acercaron los demás.
–Suéltense ya –dijo Nereida, la madre de Canela–. Carlucho, no te quedes ahí parado como un monigote. Adentro hay jugo.
–Ok, tía, ya voy –dijo, poniendo los ojos en blanco.
Canela enroscó un brazo alrededor de la cintura de su primo y comenzó a caminar junto él.
–Creo que estás más alto. –Lo miró a la cara–. ¡Demasiado alto!
–Yo creo que es al revés, tú estás más enana.
Ella le dio un codazo en el costado.
–¡Carlos y Canela! –gritó Nereida de forma exagerada. El joven se despegó por completo y pasó a la casa junto a su prima.
Carlos salió de la empresa tres horas después que su tío, y tomó su mismo rumbo. Eran las 4:00 PM cuando estacionó en el garaje del jardín. Y justo al entrar a la casa por la puerta trasera que comunicaba a la cocina, Canela haló a Carlos por el brazo y lo llevó escaleras arriba.
–¿No te ha dado chance de acomodar nada? –preguntó Carlos nada más ver el desorden que había.
–Cállate. A penas llegué ayer. Y no critiques mucho, que aquí se queda tu hermana cuando tus padres se van de fiesta.
El primo suspiró hondo, negando con la cabeza.
–¿Qué me ibas a enseñar? –preguntaba Carlucho al recorrer la destartalada habitación.
–¡Ya verás!
Canela se acercó a su closet y sacó un álbum de fotos, lo lanzó a la cama y lo abrió justo donde quería que Carlos mirara.
–Fíjate donde me encuentro en esas fotos, primito.
Carlos acercó su cara al libro abierto sobre el colchón. Ensanchó sus ojos y dejó aflorar una sonrisa.
–Heeey. –Alzó el álbum–. ¡Esto se ve espectacular! –La miró–. Te ves espectacular –afirmó alzando las cejas y señalando una imagen donde aparecía Canela en medio de un paisaje azul celeste, con un vestido veraniego y una sonrisa relajada.
Carlos siguió pasando las fotografías y con cada una, hacía un comentario de lo bello que era todo y de lo hermosa que se encontraba su prima en ellas. Mientras, Canela rodaba por toda la habitación acomodando enseres, buscando ropa y zapatos para arreglarse y bajar a la sala donde se encontraban sus padres, quienes ya desde allí se podían escuchar sus conversaciones a viva voz. También, se podían divisar otras voces. Canela pensó que sus tíos se habían unido a la tertulia. Carlos miró hacia la puerta con la cabeza baja, como queriendo prestar atención a las voces del piso inferior.
–Llegaron mis padres –confirmó él.
–Ajá… –Canela seguía fajada en su recorrido y rápidos movimientos.
El joven Carlos siguió pasando los plásticos que forraban las impresiones Kodak18 cuando de repente, se concentró en una fotografía donde aparecía Canela junto a unas que el mismo Carlos conocía y detrás del grupo que posaba para la cámara, había un letrero que decía: Luna de Margarita.
El joven arrugó la cara y de lleno, abrió los ojos como platos.
–¿Margarita? ¿En serio?
Canela se acercó hasta el álbum. Sonrió un poco y miró a su primo.
–Sip. ¿No lo habías notado? –respondió sin aparente preocupación, entrando al baño de la habitación.
Carlos estaba un poco desconcertado.
–Espera. –Se pasó la mano por la cara–. ¿Esto cuándo fue?
Desde afuera, el chico podía oír los movimientos de su prima en el baño. Así que se acercó al recinto.
–Canela, te hice una pregunta… –Pero él se interrumpió al ver que su prima se encontraba desnuda de la cintura para arriba mientras se abrochaba un sostén, desde la parte delantera de la cintura. Se volteó de inmediato para darle un poco de privacidad. Aunque más bien, era por no querer verle mucho sus hermosos y pequeños senos. Carraspeó la garganta–. ¿Cuándo te fuiste a Margarita?
–¿Qué pasa, primito? ¿No te gustaron las fotos?
–Canela… –advertía con su voz, impacientándose–. Estas fotos son recientes. ¿Cuándo estuviste en la posada de tía Lu?
La chica sonreía por dentro. Al parecer, le estaba dando resultado su pequeña broma.
–Deja que me aplique el desodorante y…
–¿Podrías ya, este… vestirte? –suplicó Carlos.
Canela se detuvo un instante mientras miraba a su primo con una sonrisa burlona. Él sin darse cuenta movía un pie con nerviosismo y de pronto sintió un golpe ligero en su nuca. Una cinta le cubría la oreja izquierda y otro pedazo de tela, el hombro del mismo lado.–Pero… ¿qué…?–Mejor no me pongo brasier, hace calor –explicó ella, riéndose un poco.Carlos resopló con molestia, apartando la prenda íntima de su cara y lanzándola en la cama.–¡No me fastidies!La chica se terminó de poner una camiseta manga sisa, se puso un jean ajustado, unas bailarinas y una cola alta.–¡Lista! –Se acercó a la espalda de su primo y le dejó un beso en el hombro.–¿Para dónde vas? –El joven atrapó el brazo de Canela con intención de que le explicara lo del viaje, pero no midió bien su agarre y terminó empujándola hacia sí con poca sutileza.Canela miró sorprendida a su primo pero luego suavizó la expresión. Carlos la observó a los ojos, luego a sus labios
–¡Ya vuelvo! –exclamó Carlos a la familia–. ¡Voy con Romer!–No, dile que no se vaya, que tengo que hablar con él –demandó Josué.Carlos se quedó quieto mirando a su tío.–Aquí están los quesitos –anunció Canela.–Cani, ¿vienes conmigo? –El joven intentaba que no se notara su creciente desesperación.Ella lo miró con las cejas arrugadas.–¿Pero no te ibas con…?–Canelita –interrumpió su madre–, sube un momentico y me buscas en el closet las cortinas Verde Agua, por favor,–Carlucho, no puedo ir contigo, disculpa.El joven salió entonces al garaje con paso lento y algo de tensión en su espalda.–¿Listo? –preguntó Romer al verlo llegar hasta él.–Tío te está llamando –informó Carlos, apretando la mandíbula.–Ah... Ok.–Romer –llamó su amigo ya con la puerta abierta del carro.Carlos se quedó un instante de pie casi dentro del carro sin decir nada, por unos largos segundos. Negó con la cabeza.–Na
Envuelto hasta la cintura con sus sábanas azul celeste, desnudo por completo y quizás, aguantando un poco el frío de su apartamento, Romer se encontraba en total tensión. Era en esos momentos de desvelo que recordaba que aún no era un hombre completo. Podía tener una vida llena de responsabilidades y todo lo contrario en los momentos de ocio. Pero sabía exactamente el peso de la que no tenía.¿Qué lo tenía en vela esa madrugada? Generalmente, asistía al rescate de la "loca de Dina", como él la llamaba. Se desfogaba en cosas que sin querer admitirlo, le gustaban y después terminaba por conciliar el sueño de una vez; como un bebé.Al salir del apartamento la había escuchado gritar. Estaba cansado, no podía dormir, pensar en Dina le daba tiempo para que amaneciera y lograra encontrar en algún momento ese sueño tan anhelado.Volvió a negar con la cabeza. Recordó cómo Dina llegó a la hacienda donde trabaja su madre. Eran los dos tan solo unos niños... La pequeña estaba
–¡Me quieren joder! ¡¿Qué más va a ser?! –dijo casi al grito, el dueño de la empresa, cuando se encontraban en la sala de reuniones.Un grupo policial revisaba la camioneta, otros dos de mayor rango interrogaban a los representantes de Lácteos del Lago.–Cálmese, señor –dijo el oficial más alto–. Esto puede pasar en cualquier momento. Estaban bajo lps efectos del alcohol, de seguro...–Borrachos o no, siempre me han querido joder. Ya existe un historial por intento de secuestro.Aragón movió las manos con las palmas hacia abajo y le hizo señas a su jefe de que le bajara dos grados a su intensa perorata y se calmara de una vez. –Oficial, es normal que el señor Mendoza tenga miedo –dijo Romer señalando a Josué–. Lo han intentado secuestrar varias veces y ha recibido amenazas en otras ocasiones.–Estamos enterados –dijo el mismo policía–, pero se acerca La Feria de La Chinitay en diciembre son las elecc
Gran parte de la casa de los Mendoza se encontraba en silencio. Nereida había salido con Carmen. Josué, aprovechó para tomar una siesta y desconectar por unas horas. Mientras, dos jóvenes discutían en el jardín del frente. Lugar que casi nunca se usaba, ya que la parte trasera de la casa era la única vía para entrar y salir.Carlos se encontraba allí como lo había prometido, dispuesto a conversar con Canela sobre acatar de forma tranquila, informarla de la incorporación de los escoltas a la casa, con la fe en alto de que Canela entendiera a la perfección el peso de lo que sucedía. Carlos era optimista.También se encontraba la posibilidad remota de que Canela saliera nuevamente del país. Así que comenzó tratándola como si fuese una alumna de tercer grado de escuela básica. ¡Error garrafal! Porque Canela era buena en las palabras, y las usó para defenderse.Luego de la perorata, Canela se levantó. Carlos la siguió hasta el equipo de sonido ubicado en el b
Canela sujetaba contra su pecho el teléfono fijo de su casa. Sus ojos estaba puestos en la pintura blanco perla del techo, pero su mente no se encontraba allí. Acostada sobre su cama, dejó que las dos llamadas que habían cruzado la línea hace una hora, se asentaran y calmasen los latidos de su corazón.Se había inscrito en Administración de Empresas por su padre, para que no fuera molestada por él ni por nadie. Pero tenía otros planes y no era salir del país. Canela Mendoza era una joven dolida y la razón de aquel sentimiento triste solo la conocía una persona: Alma. Una mexicana rubia y muy hermosa, de 27 años, quién se convirtió en su confidente.Al contestar la llamada de larga distancia, su amiga le había saludado con tanto fervor, que a Canela le costó mucho evitar las lágrimas.–¿Cómo se encuentra el trabajo?–Querrás decir, cómo me encuentro yo –dijo Alma, riendo.Canela, más calmada, la siguió.–Alma de mi alma, sabes a lo que me refiero.
–Quiero de ese color marrón… –Nereida chasqueaba los dedos para recordarse de esa forma lo que necesitaba traer a colación–. Ese color marrón... ¡Carmen! Espabílate, Mujer. Ayúdame aquí.La madre de Carlos, Carmen, se encontraba sentada en una butaca muy cómoda por fin, después de tanta caminata en el centro de Maracaibo. Quería seguirle el ritmo a su cuñada, pero era imposible.–Déjame descansar, Nereida. Que ya no aguanto las piernas. Mira… Las várices se me empiezan a notar.Nereida reviró los ojos. Se giró de nuevo hacia la vendedora para seguir con la faena de encontrar el color de tela específico que buscaba. Al cabo de un rato, luego de tomarse un jugo de panela con limón, se dirogieron al estacionamiento privado donde habían estacionado el carro de Nereida.El centro de Maracaibo era una zona estrepitosa y odiada por muchos. Llena de bazares, buhoneros y tiendas antiguas, las cuales nadie se preocupaba porque tuviesen mejor aspecto
Canela se colocó frente a la puerta para escuchar la terrible conversación que se desarrollaba, llorando. Sus padres discutían, Nereida estaba más que determinada a irse a Nueva York,Lloró por el abandono, a pesar de entenderlo como una escapada que quizás no duraría para siempre. Se sintió abandonada de nuevo y todo por culpa de factores ajenos a ellos. Pensó en las miles de personas dejando el territorio por traumas, vivencias o escenarios dramáticos. Ella no veía un atraco como razón suficiente, los atracos eran ley de vida en la ciudad.Se levantó y puso sus manos sobre los párpados para restregarlos. Bajó de prisa las escaleras y salió al patio de la casa. Romer alzó la cabeza y la vio salir, pero quedó asombrado por el rostro tan devastado de la joven. Corrió trás ella.La encontró en el patio al lado de uno de los carros, llorando en silencio. Se quedó de piedra. Odió verla así y en ese instante no impotó si ella era alguien, por decirlo, intocable, p