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Primeras Emociones. 05

Vanesa despertó con una sensación de vacío, la cama a su lado estaba fría, y Alejandro, como ya era costumbre, no estaba en casa. La distancia entre ellos se había vuelto tan gélida como el vacío en aquella habitación.

Se levantó, sin prisa, y después de prepararse, llamó a Roger, el chófer. Era el único en quien sentía que podía confiar con ciertos límites; aunque su relación se limitaba a intercambios formales, él parecía siempre dispuesto a ayudarla.

Mientras tomaba su llave, que había echado en porta llave de cristal, echó una vista rápida al inmenso departamento: todo estaba impecablemente limpio, pero sin rastro de vida. Alejandro había insistido en no tener empleadas domésticas fijas; Decía que podía esparcir rumores sobre sus asuntos privados, aunque Vanesa sospechaba que más bien quería evitar que alguien presenciara las grietas en su matrimonio.

Al salir, Roger ya la esperaba en el auto, abriendo la puerta para que ella subiera. Vanesa, tras ajustarse en el asiento de cuero, le dirigió una mirada a través del retrovisor.

—Roger, necesito que me lleves a una tienda fuera de la ciudad, por favor —le pidió, su tono seguro, aunque no dejó de mirar por la ventana.

Sabía que cualquier movimiento suyo era vigilado por los medios, siempre ávidos de captar una imagen que alimentara rumores sobre la vida de Alejandro y ella, algo con que poder cuestionar la perfección que su esposo intentaba proyectar.

Roger avanzó en silencio, conduciendo hacia las afueras de la ciudad. Sabía que no debía preguntar, aunque el lugar era inusual para una mujer de su clase, que normalmente enviaría a alguien a comprar en su nombre o haría sus adquisiciones en tiendas exclusivas. Pero él solo miraba al frente, concentrado en el camino.

El paisaje fue cambiando a medida que se alejaban del centro, dejando atrás los edificios altos y las calles transitadas. La ciudad comenzaba a difuminarse y el campo, amplio y libre, se desplegaba frente a ellos. Vanesa, después de unos minutos, se relajó un poco y finalmente miró a Roger. Había algo en él que la hacía sentir protegida.

—Gracias por esto, Roger. Te pido que no le comentes nada de esta ruta a Alejandro. Quiero algo de privacidad donde los medios no tengan acceso a qué hago, y donde lo hago. Necesito respirar —comentó con una sonrisa leve, casi resignada.

Él la miró a través del retrovisor, con una ligera inclinación de cabeza.

—Es mi trabajo, señora Adán. Lo que usted necesite, para eso estoy —instó con cortesía, pero ella recibió una nota de simpatía en su voz.

Vanesa dudó unos segundos antes de agregar:

—Para no levantar miradas, podrías dejarme y regresar en una hora.

Roger la escuchó en silencio. No tenía la autoridad para intervenir en los asuntos privados, pero por primera vez le pareció ver en los ojos de Vanesa un anhelo de algo más que el lujo y el estatus que le rodeaban. Un anhelo de tener intimidad.

Roger detuvo el auto frente a la entrada principal del centro comercial y miró a Vanesa con una sonrisa suave.

—Nos vemos en un rato —le dijo, mientras ella asentía y salía del coche.

Vanesa ajustó su bolso al hombro y, tras lanzarle una última mirada a Roger, se adentró en el bullicio del centro comercial. Mantuvo su caminar pausado, observando las vitrinas sin detenerse demasiado, como quien no busca nada en particular. Sabía que no quería llamar la atención.

Finalmente entró a una tienda, y tras medirse varios atuendos, pudo escoger un vestido azul, le quedaba como creía que Alejandro quería que vistiera. Bueno, adecuado para el momento.

Mientras recorría los pasillos, sus ojos se detuvieron en una tienda que hasta entonces había pasado desapercibida para ella. En la vitrina, colgaban diminutos cuerpos, pequeños conjuntos de colores suaves, y zapatos que cabían en la palma de su mano. Su corazón latió más fuerte al ver el letrero de la tienda de ropa de bebé. Dudó un momento, sintiéndose insegura. Asegurándose de que nadie conocido la veía, decidió entrar.

Al cruzar la puerta, una extraña mezcla de nervios y emoción la envolvió. Observó la ropa, tocando suavemente los pequeños conjuntos y admirando los diminutos detalles. Entre todas las cosas, una pequeña cajita de medias llamó su atención: eran tan diminutas, tan suaves, que no pudo evitar imaginarse un par de pies pequeñitos llenándolas. Al acariciar las medias, sintió un nudo en la garganta y un hormigueo en el pecho que le impedía despegarse de ellas. La mantuvo un momento, dudando, pero finalmente se dirigió a la caja y la compró.

Salió de la tienda con la pequeña bolsa de las medias en su mano, y un calor en el pecho que la acompañaba. Guardó el paquete con cuidado en su bolso y decidió distraerse comiendo un cono de helado y, mientras caminaba, se dio cuenta de que había pasado mucho más tiempo del que imaginaba.

Casi como si lo hubiera planeado, vio el coche de Roger acercándose. Él la esperaba con una sonrisa, como si el tiempo no hubiera pasado.

—¿Encontró todo lo que vino a buscar ? —le preguntó, ayudándola a entrar tan amable como siempre.

Había disfrutado muchísimo de la privacidad que le ofrecía la multitud, el no tener reporteros a su espalda y el agobio de las preguntas invasivas.

—Sí, todo…

Vanesa subió al coche y se acomodó en el asiento sintiendo una mezcla de emoción y nervios por lo que llevaba en su bolso. Él la miró de reojo, notando una sonrisa serena en su rostro, pero no preguntó nada. El trayecto fue corto, y en cuanto llegaron a su edificio Vanesa se despidió.

Al entrar, la suave calidez del lugar la envolvió, haciéndola sentir en casa. Cerró la puerta, asegurándose de que estaba sola, y casi corrió hacia su habitación, deseando guardar la pequeña media de bebé en un lugar especial. Era el primer objeto para su futuro hijo, y eso lo convertía en un símbolo tan importante que su corazón se llenaba de ilusión solo al pensarlo.

Pero al cruzar el umbral de la sala, se detuvo en seco. Allí, sentada en el sofá con una actitud relajada, estaba una mujer que Vanesa no conocía. Era esbelta, de piel bronceada que resaltaba bajo la luz suave de la tarde, y tenía el cabello rizado, lleno de volumen. Sus ojos, oscuros y profundos, la miraban con una seguridad que casi rozaba el descaro. Parecía cómoda, como si la espera en aquel sofá fuera natural para ella. Lo que más le había impactado fue divisar entre sus dedos unas llaves que reconoció muy bien: esas eran las llaves de su departamento, pero no cualquier llave sino una en específicas, el juego de llave de Andrea.

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