Buenos Aires, Argentina.
El vuelo había salido cerca de la medianoche del día anterior y a pesar del sueño no pudieron dormir mucho. El viaje transcurrió sin problemas a pesar de lo largo que ella consideraba había sido. Solamente cuando pasaban por el Amazonas sintieron algo de turbulencia, y eso inquietó un poco a la niña. Le contó que eso era normal cuando viajaban en avión y ella se tranquilizó. Como siempre, Julianne le transmitió la seguridad y confianza que necesitaba cuando se sentía inquieta o preocupada por algo. A pesar de no ser su madre la crió como si lo fuera, en especial cuando su hermano le pidió encarecidamente que lo hiciera por él. Se consideraba su madre, pues la había tenido bajo su cuidado prácticamente desde que había nacido.
Y para Marianne ella era su madre.
El capitán anunció por los altavoces en inglés y en español que ya se acercaban al aeropuerto y comenzó con las maniobras de descenso para el aterrizaje, ordenando a los pasajeros abrocharse los cinturones de seguridad. Por la ventana, Marianne veía la ciudad acercarse poco a poco, y a pesar de que se sentía inquieta de nuevo por la sensación en el estómago cada vez que el avión descendía, no le dijo nada a su madre y aferró su mano a su brazo firmemente. Julianne sintió la mano de la niña en su brazo y la sujetó a su vez con su mano, esbozándole una leve sonrisa tranquilizadora. Finalmente el avión aterrizó y salieron contentas de haber finalizado el largo viaje desde los Estados Unidos.
El aeropuerto internacional de Ezeiza «Ministro Pistarini» de Buenos Aires es el más importante de Argentina. Y también el más grande. Tuvieron que recorrer varias secciones antes de llegar a donde tenían que buscar sus maletas, y luego dos secciones más para pasar a la aduana. Una vez que les hubieron sellado los pasaportes pasaron a la terminal, donde se dispusieron a buscar a la persona que las debería estar esperando. Su hermano le había dicho que no iba a poder recibirlas él mismo y que enviaría a alguien que lo hiciera, por lo que buscaba entre las personas con los cartelitos a quien tuviera su nombre, y luego de unos pocos segundos lo encontró. Era un joven alto y algo corpulento, y se dirigió a donde él estaba, pero cuando llegaban a su lado notó que éste estaba acompañado de otro hombre y un niño como de la misma edad de Marianne, y por un momento no lo reconoció. Solo cuando lo tuvo cerca se dio cuenta de que era su hermano, y soltando la maleta corrió a su encuentro, contenta.
−¡Julius! −exclamó con alegría, abrazándolo−. ¡Cuánto tiempo!
El doctor Julius Hansen besó a su hermana en la mejilla, visiblemente emocionado.
−Once años, querida mía −le dijo−. ¡Once años!
−¡Estás muy cambiado! Aunque reconozco que te ves muy bien.
−Bueno, el retiro forzado me ha obligado a no tener más preocupaciones. Supongo que eso es lo que me hace ver bien.
−Dijiste que no ibas a venir a recibirme −le reclamó Julianne−. ¡Eres un mentiroso!
−Quería darte la sorpresa.
Volvió a abrazarla, y cuando se separaron le presentó a los que lo acompañaban.
−Él es David Cranston, y este pequeño aquí es Joseph, mi hijo −acarició la cabeza del niño.
−Es un placer conocerla, señora −dijo David, estrechándole la mano−. ¿Cómo estuvo su vuelo?
−¡Uff, agotador! Salimos anoche y mire la hora que hemos llegado.
Joseph dio un paso adelante, mirándola.
−Es un gusto conocerla al fin, tía −dijo, abrazándose a ella. Julianne correspondió al abrazo, algo emocionada. Miró a su hermano y éste pudo entender en su mirada lo que estaba pensando, por lo que le hizo un leve gesto negativo con la cabeza. Ella entendió que no era el momento de hablar del niño. Sabía todo lo que había sucedido con su hermano y el niño seis años atrás, y aunque quiso comunicarse con él nunca pudo hacerlo en aquel momento. Sólo pudo tranquilizarse un año después de todo aquel revuelo, cuando su hermano la llamó y le dijo que estaba bien y fuera de peligro, prometiéndole que se reunirían de nuevo cuando fuera el momento propicio, y ese momento ya había llegado, por lo que además de emocionada, estaba muy contenta de encontrarlo a él y al niño sanos y salvos.
El doctor Hansen reparó en la niña y se inclinó frente a ella. Julianne se dio cuenta de que no la había presentado.
−Ella es Marianne −dijo−, tu sobrina.
El doctor Hansen miró a la niña por unos segundos, detallándola. Le acarició una mejilla con la mano, luego sonrió. Era una niña muy hermosa, con ojos grandes de color marrón claro y larga cabellera de color castaño claro. Le llamó la atención el color de su piel: era morena clara.
−Es un placer, pequeña −dijo al fin.
−Hola, tío −Marianne estaba algo tímida, ya que era la primera vez que veía al tío del que tanto hablaba su madre. Joseph se acercó a ella y la abrazó.
−Me alegra conocerte al fin −le dijo, casi en silencio. Ella le sonrió.
−A mí también me alegra conocerte.
El doctor Hansen se incorporó y se frotó las manos.
−Bien, es hora de irnos. Les encantará la casa donde vivimos, y más aún les encantará el lugar donde está. ¡Vamos!
Salieron de la terminal y se dirigieron al estacionamiento. A los pocos minutos abordaban un Volkswagen Suran y abandonaban el aeropuerto, rumbo a la ciudad. Era ya mediodía.
Nueva York, Estados Unidos.
Terminaba de cargar en el computador las fotos que había tomado más temprano ese día cuando sonó el timbre de la puerta. Pulsó el botón debajo de su escritorio y la cerradura eléctrica permitió que la puerta de la oficina se abriera, dando paso a una mujer atareada con dos bolsas de hamburguesas y dos Coca Cola. Cerró como pudo y puso las bolsas encima del escritorio, luego se sentó en una de las sillas frente al mismo y se dispuso a comer, sacando una de las hamburguesas de una bolsa, y un refresco de la otra. Él levantó la mirada y la observó por unos segundos. Ella se dio cuenta y se quedó mirándolo.
−¿Qué? −le preguntó, con la hamburguesa en la mano.
−Te he dicho que no comas en mi escritorio −le reclamó él−. Siempre lo dejas lleno de manchas y de comida.
Doris no le hizo caso y le clavó un mordisco a la hamburguesa. A él no le quedó más remedio que tomar la suya y comenzar a comer también, resignado.
Luego de haber dejado ir al doctor Hansen, a David Cranston y a Joseph, las cosas no resultaron de la mejor manera para Mark Forney y Doris Ventura. A pesar de haber tenido un excelente expediente como detectives de homicidios de la policía de Nueva York, no se les perdonó el hecho de haber ayudado a escapar a aquellas personas y fueron destituidos de sus cargos, sin importar que el capitán Mulligan abogara por ellos hasta el cansancio. El presidente de los Estados Unidos había estallado en cólera al enterarse de ello y eso fue suficiente para que sus carreras acabaran. Ahora se encontraban trabajando como detectives privados y eran muy pocos los casos para los cuales los contrataban. Luego de un breve periodo de sequía, les llegó el encargo de un importante banquero para que vigilaran a su esposa, de la cual sospechaba le estaba siendo infiel, y a pesar de que no era lo que más les gustaba hacer, aceptaron, y esa misma mañana habían tomado las primeras evidencias fotográficas de la infidelidad, las cuales estaba cargando él en ese momento en el computador.
−Esta tipa es increíble −dijo Mark, señalando la pantalla del monitor y en referencia a la mujer que vigilaban−. No han transcurrido ni diez minutos desde que su esposo se fue, cuando llega el amante disfrazado de técnico de cable.
−Eso sin contar que tooodos los días se le daña el cable −dijo Doris masticando aún un pedazo de comida−, y es el mismo tipo que aparece a «arreglarlo» −enfatizó esto último con una sonrisa.
Mark negó con la cabeza. El banquero y su esposa vivían en una exclusiva zona en las afueras de Nueva York, donde cada residencia a pesar de quedar una al lado de la otra, se separaban por grandes extensiones de terreno, con piscinas, clubes campestres y hasta caballerizas, por lo que no se presentaba oportunidad alguna para que ningún vecino espiase al otro, y así poner en evidencia el engaño que día a día se desarrollaba en el lugar. Ya tenían una semana y media de vigilancia sobre su objetivo y no les quedaba lugar a dudas de que la mujer engañaba a su esposo. Sin embargo, y a pesar de las fotos tomadas en las afueras de la residencia, debían tener más pruebas de la infidelidad en pleno desarrollo, por lo que deberán arriesgarse a entrar en las adyacencias de la casa y obtener más fotos mucho más de cerca, o al menos con ambos protagonistas teniendo algún contacto físico que evidencie que tienen una aventura. Para ello deberán contar con que el esposo les facilite la entrada a la propiedad, les dé la clave de acceso del portón principal de la cerca perimetral, y así acceder sin problemas una vez que haya entrado el «técnico» y se encuentre en plena labor de «reparación».
−Debemos llamar al «cornudo» para que nos dé la clave −dijo Doris con comida aún en la boca.
−Sí, lo haré más tarde. Recuérdame hacerlo antes de irnos.
El timbre sonó. Ambos se quedaron viendo uno al otro extrañados, ya que nadie solía acudir a su agencia a esa hora del mediodía. Mark apartó su hamburguesa, tomó un sorbo de Coca Cola y se limpió las manos. Doris se levantó de su silla, tomó el resto de su hamburguesa y la de Mark y las puso sobre la nevera ejecutiva en el rincón junto a las dos sodas. Luego se limpió un poco y se paró al lado de Mark, quien apretó un botón debajo de su escritorio. La cerradura eléctrica de la puerta dio paso a tres hombres ataviados de traje y corbata. Por un momento a Mark le pareció que eran hombres de negocios, pero el ceño fruncido y la forma como se pararon dos de ellos a cada lado de la puerta y detrás del que iba en el medio le hizo darse cuenta de que no lo eran. El hombre del medio, ya entrado en los cincuenta, se acercó al escritorio y se sentó en la silla que pocos segundos antes había ocupado Doris.
−Buenas tardes, caballeros −les saludó Mark−. ¿Qué podemos hacer por ustedes?
El hombre dio una mirada a su alrededor y luego miró a Mark. En su rostro no había expresión alguna. Doris puso una mano en el hombro de Mark, como señal de que estaba preparada para lo que fuera. El hombre vio el movimiento y por unos segundos esbozó una leve sonrisa.
−No tiene por qué sentirse nerviosa, señorita Ventura −le dijo el hombre−. No somos lo que piensa. Estamos aquí en representación del señor Philip Richmond, quien nos pidió que viniéramos con ustedes para que nos ayuden a localizar a una persona. Dos, en realidad.
−De acuerdo −dijo Mark−. Veo que ya nos conocen. ¿Y quiénes son estas personas que quiere le localicemos?
−Uno es el niño clon, Joseph. Ustedes ayudaron al doctor Hansen hace cinco años a escapar de la custodia del gobierno junto al niño, y eso les costó sus carreras. Estamos aquí en nombre del señor Richmond para que nos digan a dónde fueron, y por esa información está dispuesto a pagarles muy bien.
−¿Y de cuánto estamos hablando? −preguntó Doris. En seguida Mark levantó su mano pidiéndole que callara.
−¿Y se puede saber por qué ese repentino interés de su cliente en el niño, después de todos estos años? −Mark no se fiaba de aquellos hombres, y aparte de eso no quería romper la confianza que Hansen había depositado en ellos cuando les ayudaron a escapar y mantenerse lejos de personas que como aquellas querían encontrarlos.
−Ese es un asunto que solo interesa a nuestro cliente, señor Forney −el hombre esbozó una leve sonrisa, y luego volteó hacia Doris−. Y en respuesta a su pregunta, señorita Ventura, mi cliente me autorizó a ofrecerles un monto mínimo de un millón de dólares, a cada uno, si esa información nos lleva a encontrar al niño.
Doris carraspeó y apretó el hombro de Mark. Éste sintió el apretón y lentamente quitó su mano de su hombro.
−Es una oferta muy generosa, señor.... −Mark hizo una pausa esperando que aquel hombre le dijera su nombre, pero no lo hizo, por lo que continuó−. Lamentablemente no tenemos esa información. El día en que usted dice que ayudamos a escapar al doctor Hansen no nos dijo a dónde iba. Solo le pagamos un taxi y se fueron. Así de simple.
Mark sintió que Doris le volvía a poner la mano en el hombro y apretaba de nuevo. El hombre frente a ellos parecía divertido por lo que estaba viendo y se inclinó hacia adelante en la silla, viendo a Mark a los ojos fijamente.
−Dos millones para cada uno. Está dispuesto a pagar esa cantidad por la información que le lleve a Hansen y el niño.
Doris sintió que se iba a desmayar y apretó más el hombro de Mark. Éste volvió a quitar su mano, esta vez con un poco más de dificultad. El hombre sonrió de nuevo.
−A su amiga le va a dar algo. Les conviene darnos esa información, es mucho dinero de lo que estamos hablando.
Mark le miró fijamente por unos segundos, luego se inclinó hacia adelante también, sosteniéndole la mirada.
−Le repito: no tenemos esa información. Dígale al señor Richmond que pierde su tiempo con nosotros.
El hombre le miró por unos segundos más y dejó de sonreír. Luego se echó atrás de nuevo en la silla, bajó la mirada y buscó algo en el bolsillo del traje. Sacó un teléfono celular y marcó un número. Esperó unos segundos, hasta que del otro lado de la línea le contestaron.
−Como usted dijo, señor. Se niegan de entrada a dar la información. O de verdad no la tienen.
Escuchó unos segundos a su interlocutor, cerró la comunicación y le dirigió una mirada franca a los dos ex detectives de la policía de Nueva York.
−El señor Richmond los invita cordialmente a su residencia para discutir personalmente el asunto.
−Bien, dígale que mañana temprano estaremos allí −Mark buscó un talonario de anotaciones, arrancó un papel y tomó un bolígrafo−. Dígame la dirección.
−Los espera ahora −le dijo el hombre−. Les ruego nos acompañen.
Mark quedó perplejo. Esbozó una sonrisita y soltó el bolígrafo.
−Disculpe, pero estamos almorzando. Además, tenemos trabajo pendiente. No creo...
−Ya su cliente tiene información precisa sobre el engaño de su mujer −le interrumpió el hombre−. Hace pocos minutos uno de nuestros hombres habló con su cliente y le entregó las pruebas que necesitaba. Pueden considerar el caso cerrado.
Esta vez fue Doris la que se ofuscó y lo enfrentó.
−¿Cómo sabe de nuestro caso, y quién le dijo que interviniera?
−Hace días que les hemos estado observando. Sabemos de su caso y de lo poco que han hecho hasta ahora. El señor Richmond nos ordenó asistirlos para que dieran por finalizada su investigación y estuvieran disponibles para trabajar para él, en caso de que su respuesta a su propuesta inicial fuera negativa.
−¿Y qué le hace pensar que trabajaríamos para él?
El hombre le miró por unos segundos antes de responderle.
−Por favor, detectives... ¿puedo llamarlos así? El señor Richmond los espera. Les sugiero que primero escuchen lo que tiene que decirles y luego decidan qué harán.
Luego de decir aquello se levantó de la silla y se ajustó el traje.
−¿Podemos irnos ya?
El Vaticano, Estado de la Ciudad del Vaticano.Estaba a punto de acostarse a dormir cuando escuchó llamar a la puerta de su habitación. Perezosamente fue y la abrió, encontrándose con un hombre ya entrado en los sesenta y con rostro inexpresivo. Estaba igual que él, con pijamas y pantuflas.−Cardenal Agnello −le saludó, intrigado−. Estaba por acostarme. ¿Qué se le ofrece?−¿Puedo pasar? Sólo me tomará unos minutos...Se hizo a un lado y el recién llegado entró en la habitación. En medio de la misma se volteó a mirarle, aún con rostro inexpresivo. Luego de varios segundos, que le parecieron una eternidad, comenzó a hablar:−Cardenal Nitti, acabo de recibir una información muy importante y no quise esperar hasta mañana para comunicársela. Es importante que tome
Nueva York, Estados Unidos.El Bentley se detuvo frente a uno de los grandes edificios de la Quinta Avenida, cerca del Museo Metropolitano. Bajaron del auto e ingresaron en él. El hombre que les había hablado siempre entró con ellos en el ascensor, mientras que los otros dos que lo acompañaban se quedaron en el auto y siguieron camino. Llegaron a un amplio hall de entrada a uno de los apartamentos, con pisos de mármol y paredes cubiertas con algunos cuadros que suponían debían costar una fortuna. Un mayordomo los recibió y los condujo a través del hall hasta llegar a un despacho que más bien parecía una biblioteca, a juzgar por la cantidad de libros. El mayordomo les pidió que se sentaran, mientras que el otro sujeto les dijo que iba por el señor Richmond, saliendo inmediatamente.−¿Les puedo servir algo, mientras esperan? −les pregunt&oa
Buenos Aires, Argentina.Julius y su hermana pasaron casi toda la noche conversando y rememorando parte de los recuerdos de su infancia. David y Karen se unieron a ellos una vez que los niños se hubieron dormido, y compartieron con ellos parte de sus vivencias y experiencias vividas a lo largo de los años. Julianne estaba sorprendida por la cantidad de familias por las que había pasado David cuando quedó huérfano, pero él le aseguraba que a pesar de todo había aprendido muchas cosas de cada una. Cuando era un adolescente no les dio la importancia que merecían ni agradeció el sacrificio que hacían para tenerlo, razón por la cual terminó cumpliendo el servicio militar cuando pudo hacerlo. Ahora que podía pensar todo con la madurez necesaria, estaba dispuesto a regresar con todas y cada una de ellas para agradecerles sus esfuerzos y voluntad que le dedicaron a
El Vaticano, Estado de la Ciudad de El Vaticano.Ya estaba comenzando a caer la noche, cuando el Cardenal Agnello recibió un mensaje de WhatsApp en su teléfono. Abrió la aplicación y observó las imágenes que acababa de recibir, junto a un mensaje que decía: «El objetivo es el de jeans y camisa azul claro. A su lado, en la primera foto, el padre, y en las siguientes junto al protector y algunos de sus amigos.» Agnello detalló las fotos, en unas se veía a un niño de unos once o doce años, acompañado de un hombre adulto, en otras junto a otro más joven, y en las últimas en compañía de otros niños de su misma edad. Agnello reconoció la cara del doctor Hansen por los reportes del investigador contratado para ubicarlo, pero nunca le presentó ninguna del niño, por lo que asumió que aquel de jeans y camis
Washington, Estados Unidos. En el despacho oval de la Casa Blanca, el presidente Sean Martin Collins revisaba algunos papeles con relación a los tratados comerciales que los Estados Unidos había firmado recientemente con la República Popular China. Literalmente había librado una auténtica batalla con el presidente del gigante asiático por su intención de elevar los aranceles de exportación de sus productos, en especial de los automóviles, lo que estaba afectando a los empresarios locales y desatando una competencia desleal. Cuando llegó a la Casa Blanca, su principal objetivo y promesa electoral fue revisar los acuerdos y tratados comerciales firmados entre ambas naciones para tratar de mejorar la alicaída economía estadounidense, y en eso estaba, cuando sonó el intercomunicador ubicado a su derecha.−¿Si? −preguntó, sin siquiera
Buenos Aires, Argentina.Ya estaba declinando la tarde cuando los amigos de Joseph se fueron a sus casas. Habían compartido todo el día contándole sus aventuras y anécdotas a Marianne, quien disfrutaba de su compañía y se veía feliz, a pesar de las barreras del idioma, pero con Joseph como dedicado y eficiente traductor podía entender todo lo que le decían.Estaban solos en la habitación de Joseph, y comenzaron a hablar de cosas de la escuela y de sus vidas diarias. Al cabo de unos minutos de animada charla Marianne se queda callada, observando a Joseph fijamente. Éste, al darse cuenta, también le mira por unos segundos, al cabo de los cuales le dice:−Vamos, suéltalo. Pregunta de una vez.−¿Cómo sabes que quiero preguntarte algo?−Simplemente lo sé. Es algo que puedo hacer desde que comencé
Nueva York, Estados Unidos.Las dos personas lo habían sorprendido en su casa temprano ese día, cuando aún estaba durmiendo. Lo tenían recostado boca arriba sobre una silla a la cual le habían quitado el espaldar, las manos y los pies atados juntos por debajo de la misma. Al principio Samuel Talbott se había negado a hablar, aguantando la presión sobre su vientre, pero cuando le pusieron una toalla sobre la cara y le vaciaron una jarra de agua completa sentía que se ahogaba, y decidió decir todo lo que sabía.Los dos agentes del Mossad escucharon con atención lo que dijo, mientras uno de ellos le colocaba el silenciador a la pistola calibre 22. La mujer se veía algo contrariada, y su compañero se lo hizo notar.−¿Sucede algo?−Nada −dijo ella−. Pensaba que iba a ser más difícil.−Me tem
Buenos Aires, Argentina.Luego de un poco de investigación y de sobornar a una asistente de personal en la Universidad Caece, Mark y Doris por fin tenían la dirección de la casa del doctor Hansen, alias Andrew Farnsworth, y se dirigían allá para encontrarse con él. Según la trabajadora, él no impartía clases ese día, por lo que debería estar en su casa. Era casi mediodía−¿Cómo crees que se pondrá al vernos? −le preguntó Doris a Mark, quien iba al volante de un Ford Fiesta alquilado.−Recuerda que los ayudamos a escapar. No deberían alegrarse de que los hayamos encontrado, pero tampoco considero que deban enojarse, y más con la noticia que les traemos.Recorrieron unas cuantas calles más hasta llegar a la casa indicada. Bajaron del vehículo y recorrieron los escasos metros desd