—Buenos noche, mi amor —Sonríe Antonella mientras toma a la pequeña Isabella entre sus brazos para amamantarla, coloca su pecho entre sus labios pero la niña no succiona como habitualmente lo hace. La pelirrubia, como toda madre primeriza, se preocupa e insiste pero la bebé continúa rechazando su pecho. Al tocarle el rostro, siente que está más caliente de lo normal. En seguida toma el termómetro digital, lo coloca en su boquita y la niña comienza a llorar. Camina de un lado a otro, intentando calmar el llanto de su pequeña. La acuesta en la cama, recordando algunos consejos de su madre, toma una toalla, la humedece y envuelve los piecitos de la bebé para bajarle la temperatura. Angustiada, llama a Angelo a su móvil, pero éste no le atiende. Mira la hora, ya debería estar en casa. Decide llamar a la empresa, aguarda algunos segundos y nadie contesta. “Quizás ya viene en camino” piensa. Deja entonces un mensaje de voz, informándole sobre la situación de su hija. Ansiosa, nervio
—¿Me estás chantajeando, Sandra? —cuestiona con severidad. —No, Angelo, te estoy advirtiendo. —increpa— No es justo que yo haya rechazado al padre de mi hijo por estar a tu lado y que tú, sigas prefiriendo a una mujer que no te ama. Angelo frunce el entrecejo, guarda silencio pues sabe que su amante tiene toda la razón. En tanto, en el hospital, mientras el médico conversa con Antonella sobre la condición de salud de Isabella, Inés observa con detenimiento a la pelirrubia. Aquella mujer parece ser buena, y no la bruja del cuento como le ha contado su hija. —Es apenas una virosis, la paciente estará mejor dentro de un par de días, si la fiebre persiste u observa algún otro síntoma de cuidado, no dude en traerla. —¿Seguro que está bien, doctor? —insiste aún preocupada. —Sí, se lo aseguro. Sólo siga las indicaciones y cumpla con el tratamiento tal como le dije, Isabella va a estar bien. —La voz suave y amable, provocan sosiego en la alterada madre.— Una vez que le suministren
—Buenas noches Sr Paulini, ¿Cómo le va? —Sus palabras están cargadas de completo sarcasmo. —¿C-cómo e-está Inés? —tartamudea. La voz detrás de Inés, la distrae de sus intenciones, mientras Antonella le dice a la enfermera, con los ojos abiertos que no lo delate aún. —Inés —Estefanía la interrumpe— El doctor necesita hablar contigo.La tensión puede sentirse en todos y cada uno de ellos. —Con permiso debo seguir trabajando. Fue un gusto verlo, Sr Paulini —Se da la media vuelta y regresa a la sala de emergencias. —¿La conoces? —pregunta ahora Antonella. —S-sí, es una antigua conocida —responde. Antonella exhala un profundo suspiro. El nivel de descaro de su esposo la perturba a tal punto, que se cuestiona si todas aquellas historias que le contó sobre el abandono de su esposa y su hijo, fueron reales. La pelirrubia se acerca a su padre para informarle sobre la situación de la niña y pedirle que sea él quien la lleve hasta su casa. Aunque Mauro no sabe que ella está al t
Antonella, mira el almanaque digital sobre su escritorio. Ver la proximidad de aquella fecha, era un poco estresante para ella. Su madre, no hacía otra cosa que esperar ansiosa la noche de navidad sólo con la esperanza de ver a su hija llegar acompañada de algún pretendiente. Sin embargo, el sueño de su madre de verla frente al altar, no es el sueño de Antonella. Ella es una mujer liberal, con convicciones diferentes, segura e independiente. Decir que no creía en el amor es exagerar un poco; mas, si de ella dependía, jamás se casaría por complacer a los demás. Blas entra en la oficina, coloca sobre el escritorio el lote de carpetas, dejándolos caer abruptamente para que su amiga volviese a la realidad. Antonella dio un brinco sobre la silla al escuchar el estrépito cerca de ella:—¿A ver, qué tiene mi geme, que está fuera de cobertura y sin señal satelital? —dice, cruzándose de brazos y elevando su ceja izquierda. —¡Qué me has asustado, tío! —exclama.—Es que entro a tu ofic
Antonella toma su agenda electrónica y se dirige a la oficina de su jefe. Toca la puerta y entra sólo cuando escucha que este aprueba su entrada. —¡Adelante! —ella entra y se aproxima al escritorio. —Dígame Sr Miller ¿En qué puedo servirle? —¡Siéntese por favor! —ella obedece y lo mira nerviosa, agitando su pierna izquierda.— ¿Podría dejar de mover su pierna? —le ordena y ella coloca la mano sobre su rodilla para evitar aquel movimiento que como una especie de TIC nervioso se activa cuando se encuentra ansiosa. —Sí, señor. Disculpe. —Necesito que agende para después de la celebración de navidad, un vuelo para Francia, con un pasaje de ida y tres de regreso. —¿Cómo dijo? Disculpe no entiendo. —Qué debe reservarme un boleto de ida —hace una señal con su mano— para Francia y tres boletos de regreso. ¿Entendió? —¡Ah! Viajará con dos personas más desde Francia. —¿Está segura que no se le cayó a la enfermera de los brazos cuando estaba recién nacida? —Antonella eleva sus h
Albert baja del auto, camina hacia la entrada, marca la contraseña y la puerta se abre. Escuchar la dulce voz de su hija y ver sus hermosos y grandes ojos azules, es la única razón por la que vale la pena para él, regresar a aquel lugar. Un lugar que pasó de ser el más importante en su vida para convertirse –desde hace dos meses– en su infierno.—Papá, llegaste —Shirley corre hacia su padre.—Hola mi princesa —la levanta entre sus brazos.— ¡Qué grande estás! —la niña sonríe y besa su mejilla.— ¿Y Sam, dónde está? —En su cuarto, viendo video juegos. ¡No se aburre! —refunfuña la pequeña.—Vamos a verlo, necesito que también me dé un abrazo así tan rico como el tuyo. Albert sube las escaleras con Shirley en brazos. Toca la puerta de la habitación de su hijo, quien está tan entretenido en el computador que no escucha cuando suena la puerta. El padre abrie lentamente, coloca a su pequeña en el piso y ella corre hacia su hermano.—¡Llegó papá, Sam! Vino a vernos. —El chico se quita
Albert abre la puerta de su oficina, se sienta en el sillón de cuero, se lleva las manos al rostro. De pronto, mira sobre el escritorio el retrato familiar de la navidad anterior, contempla los rostros sonrientes y se pregunta a sí mismo: ¿Cómo puede una imagen guardar tanta felicidad y luego convertirse en el peor de los recuerdos? Él escucha los pasos aproximarse, deja el retrato en su lugar y entrelaza los dedos de sus manos. Marta entra, cierra la puerta y se aproxima a él: —Aquí tienes. Léelo bien. —Le entrega la carpeta, él la abre, lee el documentos y se dispone a firmarlo. Se queda pensativo, levanta el rostro y la mira con enojo: —No entiendo como puedes apartarme de mis hijos, Marta. —Por Dios, no exageres Albert. Será sólo un fin de semana. —esgrime. A ella no parece importarle en lo más mínimo el sufrimiento de aquel hombre. —Es la Navidad. Ya pedí sus regalos. ¿Ahora qué hago con eso? —pregunta desconcertado, tratando de hacerle recapacitar y cambiar de opi
La paciencia no es el fuerte de Albert, por lo que al ver que ya habían transcurrido más de media hora, se abre paso entre la gente y entre empujones logra salir del local. Finalmente llega hasta su coche, justo cuando abre la puerta, su hermano se acerca a él. —¿No me digas que te vas sin esperar a tu hermano? —Robert lo abraza con efusividad. —Joder, que llevo más de media hora esperándote. —se aparta de él con enojo. —Vamos, no seas tan obstinado. Quiero celebrar que he vuelto a Madrid. —¿Vuelto? —pregunta sorprendido. —Sí, me separé de Raquel, que es que me tenía hasta la coronilla, tío. —¿Pero cómo si os he visto en las redes posteando fotos muy felices? —No todo lo que ves en las redes es verdad. Albert se regresa con su hermano, no quiere hacerle un desprecio, al fin de cuentas, ambos están casi en la misma situación. Se sientan en la barra nuevamente, Robert pide un par de tragos y luego de brindar con Albert, inicia la ronda de preguntas predecibles “¿Por qué