CAPITULO XLVIII
La morgue estaba silenciosa, el aire denso, casi pesado. Thomas caminaba por el pasillo con su rostro impasible, pero por dentro sentía una mezcla de incomodidad y curiosidad. Los detectives que lo acompañaban murmuraban entre sí mientras avanzaban hacia la mesa de autopsias. Allí, tendido bajo una sábana blanca, estaba el cadáver de alguien que conocía de sobra.

Pero algo no cuadraba. El hombre que antes había sido conocido por su cabello versátil y su sonrisa maníaca, ahora presentaba un cambio radical. Su cabello, que en vida había sido su sello distintivo, estaba teñido de un rubio cenizo, casi blanco, y la mitad de su rostro estaba quemada, las cicatrices y marcas dejando al descubierto la desfiguración. El color que antes dominaba su personalidad ahora era un gris sombrío que parecía más una mofa de su propia existencia.

"¿Qué diablos ocurrió aquí?", preguntó uno de los detectives, observando las quemaduras que marcaban la piel del hombre de manera tan grotesca.

Thomas p
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