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Capítulo 2 (segunda parte)

OLIVIA

—Pensé que te habías asustado.

—¿Por qué? —preguntó tranquilamente entre bocados de su escalopa. Me arrepentí por completo de pedir ensalada. ¿Quién cena esas pajas en La Napolitana? Solo yo. «¿Si le pido un poco, me dará?»

Viendo esa carne al termidor siendo devorada por aquellos apetitosos dientes, casi me hace olvidar que él esperaba una respuesta.

—Porque pensaste que me había ido. De ser así, ¿cómo me habrías localizado?

Su cubierto quedó paralizado en el aire.

—Aquí. —Se encogió de hombros.

—¿Y si no venía nunca más?

—La otra noche me dijiste que este era uno de tus restaurantes favoritos.

—¿Y si me mudaba de ciudad?

Dejó de masticar por un momento.

—¿Piensas viajar a alguna parte?

Me quedé observándolo por un instante. Ya no sabía quién de los dos reservaba curiosidades allí. No le respondí y me divertí con eso, a sabiendas de que no me lo exigiría.

Entonces, continué comiendo.

—¿Está buena tu ensalada?

—Sí.

—¿Te gustó la cerveza?

—Es mi bebida favorita.

Dejó de comer nuevamente.

—Pensaba que era el vino.

—También me gusta, pero mucho más la cerveza.

Seguimos comiendo, pero me daba cuenta que ya casi terminábamos la cena.

—El vino te cae muy bien. —Lanzó su comentario, deslizando la frase con bastante sugerencia.

Sonreí.

Coloqué el tenedor en el borde de mi plato y me incliné hacia delante. Le hablé bajo…

—Te puedo asegurar, querido Carlos, que también lo hace la cerveza.

Demasiado quieto, matándome con la mirada, separó un poco los labios para intentar respirar profundo sin que se notara. Arrancó la servilleta de su regazo y se limpió la boca. La lanzó sobre el mantel y luego alzó la mano para pedir la cuenta.

OLIVIA

Su carro se parecía a él: sobrio, reservado, sencillo, elegante y misterioso. Carrocería color verde militar, asientos de un beige cremoso, espacioso, demasiado cómodo y con olor a nuevo. En los parlantes: un rock alternativo que no conocía.

»—¿Qué suena? —llegué a preguntarle.

»—Reserved for Rondee. La canción se llama Age me —llegó a responderme.

No quería preguntar a dónde íbamos, pero fue inevitable desear hacerlo al ver que llegábamos al peaje del puente que nos sacaría de la ciudad.

A punto de hablar, él se adelantó:

—Reservé una habitación al otro lado.

No sabía en qué trabajaba, a qué se dedicaba. Por mucho que no me crean, tampoco quería saberlo porque de igual forma no me animaba romper nuestro protocolo con lanzarle datos de mi vida. Sin embargo, comenzaba a pensar que Carlos era un maestro de la oratoria, puesto que varias veces para no tener que explicarme nada, moldeaba su tono de voz, cambiaba la cara y claramente le entendía. La vida, su empleo o lo que fuese, le había enseñado aquello, a perfeccionarlo. Y lo único que llegué a preguntarme fue con quién más lo practicaba, quién más le entendía como yo.

Poco tiempo después de atravesar aquel maravilloso escenario bajo el Puente sobre el Lago, llegamos a un precioso hotel. Todo clandestino, como la primera vez. ¿Por alguna razón él necesitaba ese resguardo? Pues, yo también.

Entramos a la habitación y temblé por el frío del aire acondicionado. Él se acercó detrás de mí con su boca muy cerca de mi cuello y su altura, su cuerpo, adaptándose a mi figura.

Uno de sus dedos recorrió lentamente mi brazo derecho en ascendencia, calmando todos mis temblores y sin importarle chocar en contra de la manga a media asta de mi vestido, la cual se encontró a medio camino. Apenas me tocaba, y ya me encontraba demasiado encendida.

—Algunos dicen que si te expones al frío con frío, lo matas.

Cerré los ojos para sentir la fuerza de su voz y sus caricias colmándome toda. Con mi pequeño bolso en mano, maniobré con los botones frontales de mi vestido. Comenzaba a sentir que aquella tela gruesa me ahogaba.

Desabotoné botón a botón y Carlos dio inicio a sus besos en el lateral de mi cuello. Y eventualmente, enterró la palma en mi nuca. Y de repente enredó los dedos en las cerdas de mi cabello… Todos sus toques desde atrás, pero fueron mis pezones y mi vientre quienes los sintieron.

Tomé aire con mucha necesidad cuando entendí que se alejaba un poco de mí para comenzar a desvestirse. Camisa, zapatos fuera, la hebilla de su correa tintineando… Sonidos gloriosos, los amé de inmediato.

Me volteé lanzando el clutch al suelo y me forjé en su boca, famélica, ¡loca! Deseaba desarmarlo de una vez. Cantó un gruñido divino y me tomó en brazos llevándome a la cama. Mi vestido cayendo sobre mis muslos, su pantalón flojo obedeciendo nuestras ganas. Y como por arte de magia, ya la camisa no estaba.

Separé las piernas justo después de que me sacara de mis prendas. Alzándome un poco, hice lo mismo con las suyas quedándonos completamente desnudos. Porque en veloces movimientos, mis sandalias y sus medias se habían ido lejos.

Arreguindada, anclada a su nuca, adueñándome de su cabello negro, se posicionó en mi entrada y me penetró.

—Uff…

—Por Dios…

No supe quién dijo qué, ya no era yo. Solo era un disfrute del mundo, un caramelo endurecido. Enterró su lengua en mi boca con fervor y comenzamos a movernos. Pero de repente y con la respiración acelerada, me miró.

—Exquisita, Olivia… —Sus palabras me hicieron arquear el cuerpo, y mi nombre en sus labios me hizo jadear—. Estás divina.

Ofrecí mis senos, yo era su festín. Abrí más las piernas para que me condimentara, para que le diera más sazón a mi organismo.

Entendió todas mis señales, porque encendió el taladro y no paró, haciéndome vibrar. Su gran cuerpo bien precioso, bien formado, liderando una batalla que parecía no culminar. Colocó las manos debajo de mis muslos y los subió a los suyos para darle al juego más viejo y perfecto del mundo.

Estiré el cuerpo hacia atrás, los brazos sobre mi cabeza con manos sosteniéndose con lo que encontrase. Apretó las carnes de mis caderas y me movió, me folló, me penetró, una y otra vez, sudando, haciéndome sudar, ¡haciéndome gritar!

CARLOS

Esa mujer no me pesaba, pero tampoco era una pluma. El explayarse así para mí con esa entrega viciosa, traía kilos de excitación encima. Y ellos ahora eran mi responsabilidad, no podía dejarlos caer.

Mordí mis labios y comencé a cogérmela duro, así…, como nos comenzaba a gustar, subiéndole unos grados al ardor de haber sucumbido aquella primera vez; la misma noche que nos conocimos.

Maldición, sin protección, sin una m****a encima. Ni siquiera recordaba sus palabras exactas cuando me aseguró que estaba limpia, y menos las mías certificando lo mismo. Era la segunda vez que nos veíamos y de nuevo lo hacíamos así. Estábamos chiflados, nos comportábamos como bestias sin cerebro. Pero ni que me pusieran una pistola en la cabeza la soltaba. Si me obligaban a alejarme de ese manjar de Dios, la llevaba conmigo a rastras.

Apoyó los tobillos en la cama y se impulsó como toda una maestra hacia delante. La atrapé por la cintura y comenzó a brincar, a danzar y a removerse sobre mí, abrazada a mí, restregándose conmigo. Esa sensación tan jugosa del sagrado ejercicio cuando se encaja a la perfección, donde los diálogos no importan y las preguntas tampoco; mientras la ayudaba con mis piernas y manos a moverse una y otra vez, sin parar, con fuerza y vigor… Esa vil mentira del trabajo que se borra, cuando se va el calor de una ciudad que te puede hacer cambiar de humor, donde las cuentas no se pagan, donde el cielo es del color que uno desee… Ese sentimiento de moldura y follada, de sexo crudo y centinela de una pulcra unión, sin baches, era demasiado placentero, fue demasiado para mí sentir eso de nuevo y casi no llego a explicarlo con aciertos. ¡Hacer el amor con Olivia era estar en el puto reino!

Me fui con ella, le di la vuelta, la puse en cuatro y le di hasta que se me olvidó que todo tenía un final. Le di, le di profundo, le di durísimo a esa Olivia, una mujer que aún era casi una desconocida. Le dejé rojo el sentido de cordura, halé su cabello y mi premio fue estar de acuerdo. Mordí su espalda, hombros, escupí mi mano y me fui a otra puerta. La asusté, me reí, salí, me metí en la de siempre, la penetré cien veces, me hizo jadear en celo, me restregó que el ego es un muñeco de trapo sobre el pavimento.

Nos follamos, me folló después, me dio sus tetas dándome la espalda y se las apreté como dos distinguidas masas sobre un plato de vajilla fina. Estaba desesperado, vuelto loco, no sabía qué hacer con tanto.

Se puso boca arriba y ambos, estiramos sus propias piernas y seguimos en la faena pero con la clara diferencia de nuestros largos besos; la mejor parte.

Me encantaba besar a Olivia, me encanta besarla, me encanta follarla y besarla al mismo tiempo y besarla antes, durante y después.

Mi pelvis se movía ligera, acostumbrada ya, mientras las lenguas hacían su danza natural. Mordí sus labios, mordió los míos, sus jadeos fueron de muerte.

Me acerqué a ella y la miré. Y tuve que bajarle un poco a mi revolución por el impacto. ¡Diablos, estaba bellísima! Tenía marcas rojas en la cara, muecas de esfuerzo y placer, el maquillaje algo corrido… Tal vez era todo un desastre pero sobre esa cama, ese desastre era mío.

Abrí la boca para tomar aire y decir algo. Aunque antes la besé.

—Me vuelves loco, Olivia. —Tenía que decírselo. Luego tuve que tragar para alejar la sequedad de mi garganta.

—Ahh, Carlos. Ahh…

Ella impulsó su centro hacia mí como martillo de feria, y… Uff, que alabados sean todos esos groseros movimientos que hacen las mujeres en la cama. Ese empuje fue una súplica y asentí a sabiendas de lo que pedía.

«Claro que sí, mi vida», respondí en pensamiento.

Me fui abriendo paso con velocidad; o mejor dicho, a un ritmo medido para hacerla llegar a ella primero. Muy bien sabemos que no solo se trata de orgullo, sino del espectáculo que supone el verlas acabar.

Presionó mis caderas con sus hermosas piernas, atacó mi espalda con sus preciosas uñas, jadeó ruidosa y desinhibida… Olivia ya no estaba en ese cuarto, pude sentirla volar tras el temblor de su cuerpo y mucho más allá, con el apretón de mi miembro y su dulce manjar mojándome todo.

No pude más, no sería tan cruel como para alargarlo. Empujé, me metí, socavé.

Oh…

Maldición.

Enterré mi cara en su cuello y con un empujé más, terminé de derramarme dentro.

Y… se hizo el silencio.

Ninguno de los dos habló. Ninguno de los dos se movió y me pareció que pasó un buen rato hasta que me erguí un poco y la observé. Sus labios aún seguían separados, ojos cerrados y un tanto mojados en las esquinas. Respiraba aceleradamente, tragando también; debía tener bastante sed.

—Mírame.

Obedeció. Abrió sus ojos y no supe si fue por la iluminación del cuarto (que no era mucha), o por todo lo que acabábamos de hacer.

Pero los vi por primera vez un tanto claros. No conocía a esa mujer tanto como para definir esos cambios físicos en ella, pero ese de allí, me encantó. Y me dieron ganas de besarla lento, así que lo hice. Siempre disfruto probar los labios de una mujer recién follada. Pero ella no era una simple mujer, era una dama. Mejor dicho, era Oliva recién follada, algo muy distinto. Sentí que sonrió pegado a mí y tuve que seguirle la mueca, también quería sonreír.

Me salí con cuidado y me coloqué boca arriba. Ella y yo nos movimos al unísono. Deseaba que se acostara en mi pecho, pero ya ella lo estaba haciendo. Fue extraño, porque mi cabeza proyectó alguna visión sobre polos opuestos e imanes. Por fin descansó su cabeza sobre mí. Enredamos las piernas, la abracé y permanecimos así hasta quedarnos dormidos.

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