5. EL ALFA KIERAN

KIERAN:

Me había quedado en mi despacho después de que mi Beta y mi primo se retiraran sin que hubiéramos llegado a un acuerdo. La voz de mi lobo Atka me sacó de mis enmarañados pensamientos cuando intentaba encontrar una solución.

—Kieran, creo que nuestra humana tiene problemas —me sorprendió escucharle referirse así a ella.

—¿Nuestra? Atka, sé que quizás llegue a ser la madre subrogada de nuestros cachorros, pero eso no la hace nuestra —aclaré mientras me ponía de pie. A pesar de no tener ningún vínculo establecido con Claris, podía sentir su miedo con una intensidad desconcertante. —Vamos a ver qué le sucede, y sobre todo, averigüemos de quién es ese aullido que estoy escuchando.

Salí del edificio con paso firme, ignorando las miradas curiosas de mis empleados. El aroma del miedo de Claris era cada vez más fuerte, mezclado con algo más... La preocupación se instaló en mi pecho mientras aceleraba el paso hacia mi automóvil.

—Es débil, está asustada y necesita protección —insistió Atka en mi mente—. No olvides que lleva  a nuestros cachorros.

—No empieces con eso —gruñí mientras encendía el motor—. Ya tenemos suficientes problemas con lo que hizo Gael, y encima de eso la manada del norte insiste en unirse a nosotros.

 Mientras conducía por la carretera forestal, siguiendo el rastro de su esencia, no pude evitar recordar aquella noche de hace años. Ahora estaba convencido: era ella. Podía percibir el mismo aroma de miedo que aquella vez cuando la encontré por primera vez. En aquel entonces era apenas una niña protegiendo a otra niña. No podíamos estar equivocados. ¿Qué la había traído a mi territorio? ¿De quién escapaba aquella vez y de quién huía ahora?

 El aullido volvió a resonar en la distancia, y esta vez reconocí la firma: lobos del norte, intrusos en mi territorio. Mis ojos cambiaron instantáneamente a su color rojo alfa mientras un gruñido amenazador surgía de mi garganta. Tomé mi teléfono y llamé a mi gamma Rafe; debía alertar a la manada.

—Rafe, tenemos intrusos del norte en nuestro territorio —expliqué de inmediato y agregué con autoridad—. Reúne a los guerreros y establece un perímetro. No quiero sorpresas esta noche.

—¿Ubicación, mi Alfa? —preguntó Rafe con profesionalismo.

—Carretera forestal, cerca del límite este. Y Rafe... —hice una pausa mientras divisaba la camioneta averiada de Claris—, hay una civil involucrada. Asegúrense de mantener nuestra naturaleza en secreto.

 Corté la llamada justo cuando me estacionaba junto a su vehículo. Esta situación era una molesta coincidencia que debía resolver rápidamente. No podía permitir que los del norte causaran problemas en mi territorio, y menos aún que una humana quedara en medio del conflicto. 

 Bajé despacio la ventanilla, sonreí al ver la expresión que puso. Estaba seguro que no esperaba verme por allí.

—Señorita Claris— la saludó mirando hacia su camioneta. —¿Problemas mecánicos? Permítame ayudarla.

Sin darle tiempo a contestar, me bajé de inmediato quitándome el saco y abriendo el maletero para tomar las herramientas. Aunque estaba lejos de querer arreglar su vieja camioneta, abrí sin más el capó. Ella me siguió en silencio sujetando la linterna que le había dado. Podía percibir que en verdad se sentía mal; agudicé mis sentidos y pude escuchar dos latidos en su vientre.

¡Gemelos! Llevaba dos cachorros míos en su vientre.

 Tuve que contenerme todo lo que pude para que mi lobo no tomara el control y la reclamara allí mismo como nuestra, sin importar que fuera una humana. Llevábamos siglos esperando por escuchar esos latidos y ahora estaban allí, en el vientre de una débil mujer de una raza inferior. Luego de desprender unos cables, me giré despacio hacia Claris, quien volvió a vomitar a un costado del camino.

 —Me temo, señorita Claris, que su camioneta murió. Pero no se preocupe —me apresuré a decir—. La empresa debe proporcionarle un auto, el de la asistente; mañana estará listo para usted. Ahora suba, la llevaré. No puede quedarse en medio del bosque a estas horas, hay animales salvajes.

—Muchas gracias, señor Kieran —dijo con voz débil—. Ya me veía caminando hasta mi casa.

 El silencio pesaba como plomo dentro del auto. Mantuve mis manos firmes en el volante, intentando ignorar cómo su dulce aroma inundaba el reducido espacio. Claris se había pegado tanto a la puerta del copiloto que parecía querer fundirse con ella. El Audi se sacudía violentamente mientras avanzábamos por el camino empedrado. La oscuridad del bosque nos engullía, apenas rota por los faros del auto que revelaban fragmentos de vegetación salvaje y piedras sueltas. 

 Maldije cuando una piedra particularmente grande hizo saltar el vehículo, pensando en mis cachorros. A mi lado, Claris se aferró instintivamente al asiento. Su respiración se había vuelto más errática con cada kilómetro que nos alejaba de la civilización.

—¿Se siente bien? ¿Desea que me detenga? —pregunté, temiendo que vomitara dentro del auto. Frené quizás con demasiada brusquedad, notando cómo ella se tensaba aún más. 

—¿Qué fue eso? —preguntó asustada. Un lobo había cruzado por delante de nosotros.

—Es un zorro —mentí, volviendo a poner en marcha el auto, procurando ir más despacio, lo cual sin decirlo sentí que la alivió. Los dos latidos en su vientre tenían a mi lobo eufórico, tanto que evité mirarla para que no notara el cambio en el color de mis ojos—. Creo que debe descansar mañana, se ve muy mal.

—Con todo respeto, señor Kieran, puedo manejar mi trabajo perfectamente —respondió, irguiéndose en su asiento.

Guardé silencio, prefiriendo concentrarme en su presencia a mi lado. Hasta ese momento no había sido consciente de lo alejada que estaba su vivienda de la empresa. Aquella casa antigua donde vivía había pertenecido a una loba que sucumbió a manos de invasores. No podía dejarla allí, expuesta, aunque tampoco podía mostrar abiertamente mi preocupación por ella.

—Señorita Claris —comencé con tono calculadamente neutral—, además del auto, el puesto de asistente incluye una vivienda cerca de la empresa. ¿No se lo informaron cuando comenzó a trabajar? Como le mencioné al inicio, necesito sus servicios las veinticuatro horas del día. Me temo que deberá mudarse mañana mismo.

Mi tono dejaba claro que no era una sugerencia, sino una orden. No podía permitir que permaneciera en ese lugar, vulnerable ante mis enemigos. Si detectaban el aroma de mis cachorros en su vientre, sería el fin, tanto para ella como para toda su familia.

—Me gusta mi casa, señor —murmuró sin atreverse a mirarme.

—No es una sugerencia, señorita —repliqué con voz firme que no admitía discusión—. Si desea continuar trabajando para mí, la mudanza debe realizarse mañana. —Hice una pausa antes de agregar—: Daré instrucciones para que trasladen sus pertenencias a primera hora.

—Señor, no puede hacer eso, compré mi casa —protestó con vehemencia.

Ahí estaba ella, rechazándonos otra vez. Mi lobo gruñó furioso en mi pecho y yo con él. Nadie, absolutamente nadie, se atrevía a desafiar mis órdenes. El animal en mi interior exigía someterla, doblegarla a nuestra voluntad. La bestia salvaje que habitaba en mí no estaba acostumbrada a recibir negativas, y menos de una simple humana que llevaba a nuestros cachorros.

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