4. LAS DUDAS DE CLARIS

CLARIS:

Salí de la oficina casi corriendo, no sé. Había algo en la mirada de mi jefe que me hizo temer. Ahora entendía porque nadie quería trabajar con él y como muchas mujeres antes de mí habían renunciado a ese puesto. Kieran Thorne era, sin duda, un hombre extraordinariamente atractivo, el tipo de ejemplar que raramente se encuentra en la vida. Alto, probablemente rozando el metro noventa, con un físico que parecía esculpido por los dioses: hombros anchos, cintura estrecha y músculos definidos que se marcaban incluso bajo sus impecables trajes de diseñador. 

 Su rostro lo enmarcaba una mandíbula fuerte y definida, labios carnosos que rara vez sonreían, y una nariz recta que le daba un aire aristocrático. El cabello negro que llebaba siempre perfectamente peinado hacia atrás, dejaba al descubierto una frente amplia y unas cejas expresivas que acentuaban la intensidad de su mirada.

 Pero eran sus ojos los que verdaderamente me perturbaban. De un gris acerado que parecía cambiar de tonalidad según su estado de ánimo, como si ocultaran algo sobrenatural tras ellos. A veces parecían plata líquida, otras veces se oscurecían hasta parecer casi negros, y en ocasiones, como hoy cuando me negué a que me llevara a casa, podría jurar que se tornaron de un rojo sangre intenso.

 Debía mantenerme firme, alejar cualquier tipo de acercamiento que iniciara. No podía permitirme ningún tipo de relación romántica. Tenía que limitarse estrictamente a lo profesional: él como CEO y yo como su asistente, nada más. De eso dependía nuestra supervivencia, la de mamá, Clara y la mía.

 Detuve mi vieja camioneta a la salida del pueblo, justo donde el asfalto se convertía en un serpenteante camino de tierra que se adentraba en el espeso bosque, ruta que debía recorrer cada día para llegar a casa. Los mareos y las náuseas se intensificaron, obligándome a cerrar los ojos mientras el mundo giraba a mi alrededor. Con un suspiro tembloroso, recosté la cabeza contra el desgastado volante, intentando controlar las oleadas de náusea que me revolvían el estómago.

 El silencio se vio interrumpido por un aullido lejano que erizó cada vello de mi cuerpo. Levanté la cabeza de golpe, y fue entonces cuando mi mirada se encontró con el sobre blanco que descansaba en el asiento del copiloto, ese que el doctor me había entregado con una expresión grave que aún me perseguía. Las palabras se repetían en mi mente como un eco atormentador: “Estás embarazada”

—No, esto no puede ser verdad—, murmuré para mí misma, mientras un escalofrío recorría mi espalda. No había tenido relaciones con ningún hombre. ¿Habría heredado yo también la misteriosa enfermedad que consumía lentamente a Clara? El pensamiento me provocó un nuevo mareo, más intenso que los anteriores, mientras las sombras del bosque parecían cerrarse a mi alrededor.

 Mi pobre hermana no se había recuperado después de aquella noche fatídica. Todo comenzó cuando mamá, que tenía una cita en la ciudad, nos llevó escondidas con ella antes de que llegaran aquellos que siempre nos vigilaban con sus oscuras intenciones. Pero la mala suerte quiso que la descubrieran y la siguieran.

—Corre, Claris —me había dicho mientras nos bajaba en medio del bosque—. Escóndete hasta que regrese, hija. Cuida a tu hermanita y no salgan a menos que las llame. Los despistaré y volveré por ustedes.

Y así fue como de pronto nos vimos en medio del bosque en una noche oscura, siendo perseguidas por unos hombres que escucharon los gritos desesperados de mi hermanita. Por mucho que traté de hacerla callar, Clara estaba realmente horrorizada y gritaba con todas sus fuerzas llamando a mamá, hasta que uno de los tipos nos encontró.

—Ven aquí, pequeña —me llamó tambaleándose, evidentemente ebrio—. No te pasará nada, solo pórtate bien y todo saldrá bien.

—¡No te me acerques! —grité cubriendo a Clara con mi pequeño cuerpo.

 Mientras luchaba para que el hombre me soltara, un enorme lobo apareció de la nada y lo atacó, desapareciendo con él entre la maleza. Clara gritaba y corría lejos de mí, aterrorizada. Cuando al fin la alcancé, me acurruqué bajo un árbol al ver que se acercaba el enorme lobo, que para mi asombro, caminaba en dos patas.

—No temas, Claris, no les haré daño —escuché una voz masculina en mi cabeza—. Las acompañaré hasta donde las espera su madre.

 Para mi sorpresa, Clara extendió sus brazos hacia él, pidiendo que la cargara, y el lobo lo hizo con una delicadeza increíble. Lo seguí sin entender por qué confiaba en él. Incluso, cuando notó que yo apenas podía avanzar por el fango, se agachó y me cargó también hasta que llegamos a la carretera donde mamá nos buscaba angustiada. Nos depositó suavemente en el asfalto, indicándonos que fuéramos hacia ella.

Nos subimos al auto y lo último que vi fue aquel enorme lobo cruzando por delante del vehículo, ahora a cuatro patas. Era impresionante, y nos miró con sus ojos rojos... ¡los mismos que acababa de ver en mi jefe! ¡Por Dios, Claris, estás alucinando!, me reprendí mentalmente.

Había transcurrido tanto tiempo convenciéndome de que todo había sido producto del miedo y la oscuridad, como aseguraba mamá, pero encontrarme con esos mismos ojos rojos que creí ver en mi jefe me desestabilizaba por completo. Intenté arrancar la camioneta nuevamente, pero el motor solo emitió un quejido lastimero. —Perfecto— murmuré con ironía, —justo lo que me faltaba. 

 La noche comenzaba a caer y las sombras del bosque se alargaban amenazadoramente. El pánico comenzó a trepar por mi garganta cuando escuché otro aullido, esta vez más cercano. Las luces de un automóvil me hicieron girar la cabeza esperanzada. De seguro era la extraña vecina que se empeñaba en ser nuestra amiga.

 Suspiré resignada, pensando que muy a mi pesar tendría que aceptar su ayuda. Con movimientos rápidos, tomé mi bolso escondiendo el sobre del doctor y bajé dispuesta a aguantar la charla interminable de la señora Zaria. Sin embargo, mi corazón dio un vuelco cuando reconocí el imponente Audi negro del señor Kieran materializándose entre la bruma del atardecer. ¿Qué hacía por esta ruta tan alejada? ¿Me estaría siguiendo?

 El vehículo se detuvo suavemente junto a mi camioneta, y el cristal tintado del conductor descendió con un zumbido eléctrico. Los ojos de Kieran, ahora normales, me estudiaron con una intensidad. Una media sonrisa curvó sus labios mientras inclinaba ligeramente la cabeza.

—Señorita Claris— me saludó mirando hacia mi camioneta. —¿Problemas mecánicos? Permítame ayudarla.

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