Lenis se había colocado una bata corta de dormir color dorado y se había calzado sus pantuflas de gamuza que ya comenzaba a amar. Empujó lentamente la puerta del despacho de George. Ya estaba entreabierta y supo que él había regresado allí. El abogado aún no se había colocado su pijama, que generalmente consistía solamente en un pantalón de cordón en la parte frontal de la cintura. En cambio, seguía con sus prendas del trabajo, con solo el pantalón y la camisa blanca. Iba descalzo, estaba sentado en una de las sillas de invitados, de espalda a la entrada, con un vaso de whisky en la mano, escuchando una canción. Lenis no podía saber si tenía los ojos abiertos o cerrados, mucho menos su expresión, pero su cuerpo daba lectura a una severa concentración, tensión casi, y se preguntó si tenía tiempo bebiendo. Durante la ducha que ella había tomado, no pudo saberlo. Tocó la puerta abierta con sus nudillos. —¿Te encuentras bien? —le preguntó a él. George se volteó y le sonrió. Lenis, en
El abogado se salió del cuerpo de Lenis y la giró, tragando saliva para quitarse la terrible sequedad en su garganta.Lenis había quedado aletargada y sonriente. Él miró sus senos, estaban rojos, cada uno tenía marcas de tela doblada y dedos, ni siquiera él recordaba en qué momento los presionó, pero ella no parecía adolorida o molesta, al contrario, parecía haber encontrado la tierra prometida.George pasó la lengua por sus propios labios y retiró unos mechones negros y ondulados de cabello sobre el hermoso rostro de ella, hasta chocar con aquellos ojos grises de párpados entrecerrados, cansados por el maratón sexual que acababan de protagonizar.Él no estaba bien, su ánimo anterior regresó intacto, pero esta vez traía consigo algo peor: aridez. La decisión tomada lo cambiaría todo. La hora había llegado.
George se enderezó y miró de nuevo a Lenis. —Mamá se había casado con ese imbécil, esa era la noticia por la que Peter me llamó. Así que la cité para verme con ella y tuvimos una de las peores discusiones. No lo podía creer, ¡ella no daba su brazo a torcer! —gruñó las palabras—. Lo peor fue que, todo lo que le dije que le sucedería, ocurrió. Él vuelve a engañarla en tan solo unos meses y empezó a quitarle dinero, la dejó en bancarrota el muy maldito y hasta utilizó su nombre y apellido para sus estafas. Hizo lo mismo que con Peter, la metió en problemas serios. Y no solamente a ella, a mí también. Allí fue cuando Turgut escapa por primera vez yéndose a la capital. Y no se detuvo. Lenis secó su cara y tragó de nuevo. —Ahórrate todo lo demás —le dijo con la voz completamente quebrada. George respiraba acelerado desde hace rato y apenas se daba cuenta—. Toda esta historia, todo esto que me estás contando… no puedo creerlo, George. —Lenis… —Es imposible. —Él apretó la mandíbula al esc
George se alarmó, Lenis se veía muy mal. Así que se acercó a ella para auxiliarla en lo que pudiese, pero Lenis no dejó que la tocase. Las manos del abogado quedaron en vilo. La secretaria se recuperó un poco del dolor en el estómago estando ya de pie, al igual que él. Luego, alzó la cabeza y lo miró. George tragó grueso. El gris de los ojos de Lenis se había transformado en acero. —Adelanta esa historia, J. Miller —dijo, con la voz cambiada—. ¿En qué momento fue que comenzaron a engañarme? Él no reaccionó de inmediato. —Lenis… —O a utilizarme. —George arrugó el rostro y ella recordó algo de súbito, abriendo los suyos, llorosos, de par en par—. Porque no has dejado de utilizarme… —resolvió ella. —¿Qué estás diciendo? —No has dejado de utilizarme —repitió—. Quieres… Ustedes quieren… —Ella miraba para todos lados, como perdida, intentando atar cabos. —Lenis, escucha todo, por favor. —¿Qué más vas a decirme? —Gesticuló con las manos, indicándole con ellas que no se acercara—. ¡¿
Para George, el mundo no tenía sentido. Se levantó, lento, como si tuviese una de las peores resacas encima, o tal vez, una herida sangrando, molestando y debilitándolo con cada paso. Aunque, si él se sinceraba consigo mismo, así se sentía, sangrante y provocador de heridas, asesino de almas. Se sentía como una persona deplorable. Sin embargo, su cabeza no estaba del todo nublada. A pesar de sentirse patético, era plenamente consciente de la situación, sobre todo, de que Lenis había salido corriendo sin maleta, sin dinero, solo con una bata puesta y unas zapatillas, estaba casi seguro que no llegaría demasiado lejos, sin contar la barrera de seguridad con la que se toparía. De todas formas, conociéndola un poco y recordando —con una punzada de dolor— lo que ella misma le había contado, sobre las varias escapadas mientras vivía con Jefferson, podía sentirse inseguro, podía perderle la pista de un momento a otro. No colocaría a Lenis en una situación de
Maximiliano se había levantado temprano. Esa noche, como las dos anteriores, no había podido dormir bien. Gracias a Dios, el dolor de cabeza había amainado, de hecho, ya no lo sentía. La reunión que tuvo anoche le había sentado fatal. En la madrugada del jueves recibió una llamada de Peter informándole que su secretaria había sido informada de todo lo que ellos tramaban. El propio Miller se lo había contado. También, el agente de seguridad le informó lo que Max temía: que a ella no le había sentado bien la noticia, que de hecho, Lenis ya no se encontraba en el apartamento de George, sino más bien hospedada en el hotel, reserva hecha por su guardaespaldas, T.C, gastos a cargo del abogado. También había sido informado de la estrategia de salida por la que T.C optó al llevarse a Lenis, gracias a que Donald, la mano derecha del gobernador, se encontraba afuera del complejo de edificios, corroborando lo temido: que Smith seguiría creando un escenario de intimidación. Max quiso verla, por
Unos brazos fuertes cubrían a Lenis desde atrás. George y ella estaban acostados en el suelo en medio de la sala de estar del apartamento del abogado, justo en frente de las puertas de la terraza. El aire acondicionado estaba apagado, por lo que George abrió las corredizas de vidrio colocándolas de par en par para dejar entrar el viento de la tarde, uno que describía un excelente clima que un piso diez y el comienzo del tercer trimestre del año le regalaba a la ciudad, sobre todo en esa parte, la cual era el pulmón de la metrópolis donde ambos hacían vida. Ellos habían decidido no hacer nada más que venerarse los cuerpos, las mentes, y sin quererlo de tajo, pero siendo plenamente conscientes, venerarse el corazón. Ambos estaban desnudos, arropados hasta la cintura con una de las sábanas color verde agua que George guardaba en una de las gavetas de su habitación. El abogado había arrimado los sillones, despejando el área, pero había recostado su espalda en los asientos del mueble de
Lenis se levantó de la cama, claramente aletargada, sin embargo, despierta desde hace minutos. Se dirigió al tocador y cerró la puerta tras de sí con lentitud. Se quitó el pijama que Maximiliano le había prestado y se bañó completa, colocando su rostro bajo el fuerte chorro de la ducha. Sabía que afuera la esperaba George. Sus ganas la motivaban a no querer verlo. Ni a él ni a nadie más. De hecho, había pensado en toma de decisiones, por lo que regresaría en ella, inevitablemente, esa manera de ver la vida, calculándola con cabeza fría y buenas estrategias que funcionasen a su entero favor, siempre con la idea de protegerse. Se colocó un albornoz y salió del tocador, con el único propósito de buscar las prendas que se colocaría. George, al ver que la puerta se abría, se levantó del sillón. —Lenis…Ella no prestó atención. Él definió que le estaba aplicando la ley del hielo, pero nada a la ligera; sintió miedo de nuevo, su comprensión de todo, de la forma de ser de ella, más sus vi