EL HÉROE DEL IMPERIO
EL HÉROE DEL IMPERIO
Por: Demian Faust
CAPÍTULO I

Shaggath es un mundo mayormente cubierto de agua, con un vasto océano que pulula de vida, repleto de temibles monstruos marinos de todo tipo. Su único continente, Gorgonia, es una tierra húmeda y cenagosa, donde una espesa vegetación bulbosa y sin flores, cubre la mayor parte de la tierra como un follaje siniestro. Llovía con mucha regularidad y los lodosos suelos eran siempre difíciles de transitar para quien no fuera nativo.

 Un espeluznante alarido rasgó la oscuridad de la noche…

 Entre los páramos pantanosos bajo la luz de las trece lunas y del firmamento estrellado, una ceremonia horripilante se llevaba a cabo bajo cómplices y sórdidas tinieblas apenas rotas por una antorcha resplandeciente. La luz de esta antorcha iluminaba una frígida lápida plana, sobre la cual se encontraba encadenada una joven mujer. Figuras sombrías y monstruosas la rodeaban y comenzaron a tañer un morboso tambor.

 Los gorgonianos, uno de los pueblos nativos, eran batracios bípedos, de corta estatura y rechonchos, de cara plana y con cinco ojos en la parte superior de la cabeza, de bocas grandes que exudaban viscosa baba que se derramaba por sus mandíbulas y un cuerpo que emitía un desagradable hedor. Cuatro cuernos o espinas hechas de piel emergían de sus cabezas y tenían dos brazos y dos piernas con pies y manos palmeados además de una piel verde musgo repleta de manchas negras que fungían de camuflaje contra los feroces depredadores de las ciénagas.

 La joven víctima de los gorgonianos, por el contrario, era una hermosa y núbil doncella de piel tersa y blanca, y la belleza característica de su juventud. Ataviada con un vestido de seda blanca tan empapado como sus bellos y lacios cabellos negros. Como toda mujer Anaki, tenía unos ojos de color dorado con una pupila rasgada.

 Emitió nuevos y estruendosos alaridos conforme la lluvia la golpeaba.

 De todos los grotescos gorgonianos el más grande y más gordo se aproximó a la víctima a ser inmolada. La lápida se situaba justo al pie de un espantoso tótem de aspecto demoníaco, repugnante y amorfo similar a una mezcla entre calamar y langosta. El líder gorgoniano realizó alguna extraña entonación en adoración al ídolo blasfemo y de inmediato preparó un rústico aunque afilado cuchillo de piedra presto para descuartizar el pecho de la muchacha y extraerle sus órganos.

 La joven emitió una nuevo grito desgarrador y lastimero, casi agónico, como resignada a su destino monstruoso y cerró sus ojos esperando la dolorosa muerte que le esperaba. Pero en vez de sentir el corte del arma en sus costillas sintió un repulsivo derrame de un líquido grasoso.

 La joven abrió los ojos. Su rostro y pecho se encontraba salpicado de la sangre caldosa del gorgoniano cuyo cuerpo fue atravesado por un rayo láser que le hizo estallar la carótida izquierda y parte del rostro derramando sesos, sangre y bilis y haciéndolo caer de espaldas contra el ídolo macabro.

 El resto de sus congéneres escaparon temerosos aunque muchos de ellos fueron abatidos por una concienzuda purga realizada mediante armas láser.

 A las inmediaciones de la laja donde estaba encadenada la muchacha se aproximó un grupo de soldados de uniformes rojos, fajados con cinturones negros, con botas y capas, y físicamente idénticos a la joven en su anatomía. El más alto de todos, un sujeto fornido de edad madura, con barba, cabello largo castaño sostenido en una cola y rostro severo, destruyó los eslabones de la cadena con un arma láser plateada y la liberó.

 —¡Gracias a los dioses! —expresó la muchacha llorosa y trémula y luego abrazó a su liberador. Instantes después los soldados la cubrieron con una cobija y la llevaron lejos a guarecerse y recibir atención médica.

 —Sin duda los dioses te sonrieron —declaró el hombre robusto para si mismo mientras contemplaba los restos viscerales de antiguas víctimas sacrificadas por los gorgonianos que impregnaban el suelo alrededor de la piedra.

 La intermitente lluvia los había empapado a todos y la pestilencia de los cadáveres de batracios repugnantes provocaba náuseas. Sin embargo, el sujeto fornido era un militar veterano y entrenado y parecía simular que la desgastante e incómoda situación no le afectaba en absoluto.

 —General Larg, señor —dijo uno de sus soldados subalternos haciendo el saludo militar correspondiente (golpearse el pecho con el puño derecho)— los sensores de calor detectan la huída de la mayoría de estos animales internándose por áreas tremendamente peligrosas y por cavernas inescrutables ¿Desea que realicemos una persecución?

 —No tendría sentido, sólo perderíamos hombres —dijo Larg para alivio de su subordinado— pero bombardeen la zona como represalia y destruyan las villas gorgonianas cercanas.

 —Sí señor, a la orden.

 Uno de los gorgonianos agonizantes que se desangraba en el suelo pronunció algunas palabras en su lengua encarando a Larg:

 —M’ghui kh’rghx sha’sghtn mep’ghu´tä shag´nath kxshert’oorg z’gfx sher’ghth mowgrr shark’grt n’torh shm’amamrk ghrt’th yog’uoth nakrt äertosh kömerjyaä kharme k’rargth sh’pughui nath’akorhg verk’katheroc orghothpg’ui ma’agnathëk ehsâgg nagg’thk korthuk e’e’e mekh’oluprp o’ghuoluarp bloorp —luego expiró.

 —¿Qué dijo? —preguntó el soldado a su general pues sabía que el viejo militar hablaba la lengua gorgoniana.

 —¡Supersticiones de estos salvajes!

 —Pero…

 —Traducido rústicamente; “Maldición de sangre emponzoñada. El engendro de las tinieblas tiene cerca su advenimiento. Gritos en el olvido. La condena del horror incontenible. Un recuerdo amargo que nunca cesa. Arrogancia y vanidad. De entre pestilencia resurgirá algún día”.

El Gobernador de Shaggath estaba más que complacido con la labor de rescate de Osthar. La muchacha provenía de buena familia y era la hija de uno de los sacerdotes más influyentes de la colonia, amigo personal del Gobernador, por lo que Osthar se ganó una gran felicitación y mérito. Era un hombre austero y hubiera invertido la misma cantidad de recursos y esfuerzos de haber sido una esclava, pero le vendría bien el reconocimiento en su expediente.

 Osthar Larg, curtido militar del Imperio Lothariano, héroe condecorado de muchas batallas que se destacó en la guerra por su valor y gallardía y nombrado general a sus cincuenta años que —para los estándares Anaki— era una edad muy joven para tan alto rango. Llegó a su lujosa mansión en una cápsula espacial unipersonal y descendió en el interior del pequeño aeropuerto. Dentro, su esclava Nashara, una atractiva Anaki que usaba una toga de barata tela sintética, le asistió para cambiarse de ropa, le preparó comida caliente y un baño de tina con agua tibia, así como una bata seca y cómoda.

Relajado y satisfecho llegó hasta la estancia principal ya con un mejor semblante, a beber algo del delicioso licor Ambrosia Líquida que le llevó su esclava.

 —¡Maravilloso! ¡Maravilloso, mi amor! —dijo una de sus esposas (y la única que estaba en ese momento en su casa) una mujer de aspecto notoriamente aristocrático. Mucho más joven que él aunque su verdadera edad era difícil de dilucidar pues, aparte de preservarla como un secreto inescrutable, los tratamientos estéticos y quirúrgicos la mantenían siempre como una jovenzuela. Usaba sus cabellos rubios ondulados sobre el cuello y los hombros en un caro peinado hecho por un estilista androide especialmente diseñado para la tarea. Usaba un elegante vestido que dejaba al descubierto su hombre izquierdo y ambos brazos y se encontraba —quizás excesivamente— decorada con joyas y pendientes. —La noticia de tu hazaña heroica rescatando a esa pobre muchacha de la Familia Shargana ha corrido por todo el Sistema. Esto nos traerá grandes ventajas…

 Osthar suspiró molesto. Sentía desprecio y desdén absolutos por la reputación, los chismes y los tejemanejes de la alta sociedad, si bien no era tan iluso como para despreocuparse de ellos totalmente y sabía conducirse dentro de ese círculo, algo fundamental para avanzar en la sociedad Anaki. Pero, en el fondo, era un hombre sencillo con un fuerte sentido del deber. Nada le aburría más que las insípidas y vacías elucubraciones sociales de su aristocrática y mimada esposa que era tan hermosa como superficial, pero no podía hacer mucho. La Familia Larg era uno de los más antiguos y respetados clanes del Imperio y estaba condenado a una vida de conspiraciones, rumores y vanidades.

 —Lo importante no es que tanto impactó este suceso entre las viejas chismosas, querida Linnath —dijo a su esposa— sino que tanto este evento nos puede servir para ser reasignado a otra guarnición. Odio este maldito planeta infernal con sus habitantes deformes y su clima húmedo.

 —¿A dónde quieres que te reasignen? ¡Déjame adivinar! —dijo con sorna— ¡A Sarconia!

 —Aunque lo digas con sarcasmo, sí.

 —No tienes por qué fingir. Se que amas más a Zammara que a mí. Ella será siempre tu primera esposa y tu gran amor. Pero no olvides esto, Osthar, tu amada Zammara podrá ser una valiente militar como tú pero es estéril y fui yo quien te dio hijos.

 —Sí, sí, lo sé —dijo con tono cansado sentándose frente a la enorme pantalla holográfica que transmitía reportes noticiosos de sucesos en toda la Galaxia. Iluminado por la luz mortecina del aparato comunicador se quedó pensativo ignorando la perorata de su segunda esposa Linnath mientras recordaba a su amada Zammara, militar como él (lo cual era ya inusual en una mujer Anaki) lo que siempre fue uno de sus mayores atractivos. Una mujer fuerte, inteligente y bella con quien podía tener extensas conversaciones sobre historia militar de la que sabía casi tanto como él. Estaban separados por miles de años luz ya que ella había sido asignada al Planeta Sarconia al otro lado del Imperio.

 —¿O es que acaso no amas a las dos hijas que te he dado?

 —Adoro a mis niñas —reconoció Osthar— aunque desearía poder tener un heredero varón…

 Y esas últimas palabras resonaron ácidamente en el corazón de Linnath.

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