Mike salió del todoterreno y sus fosas nasales se impregnaron con el olor a aire de campo y estiércol de caballo. Había intentado llamar a Cougar mientras conducía, pero la sinuosa carretera que los llevaba lejos de la circunvalación de Washington D.C. hacía que la cobertura del móvil fuese intermitente. Además, el teléfono desechable que había comprado para la misión era una basura barata, que solo funcionaba cuando inclinaba la cabeza treinta grados hacia el sur.
Había llegado el momento de que Cougar, que había estado ausente sin permiso, se hiciera cargo, como estaba planeado.Mirando al Durango, se aseguró de que la hija de Stanley siguiese dormida. La píldora que se había tomado antes la había dejado inconsciente, ahorrándole el estrés de escuchar su charla nerviosa. Si llegaba a su destino, podría entregársela a Cougar sin tener que mediar palabra.No era nada personal, pero era el tipo de mujer que hacía difícil no sentir nada y no ser nada. Cuanto menos tiempo pasase con ella, mejor.—Vamos —murmuró, deseando que Cougar contestara. Él lo había metido en este lío, y ahora no aparecía cuando lo necesitaba.Después de insistir durante diez minutos, Cougar por fin respondió a su llamada.—¿Dónde diablos estás? —gruñó aliviado—. Tengo el paquete. Dime dónde encontrarte y te lo entregaré.—Cambio de planes, teniente.Mike frunció el ceño ante el mensaje críptico. —¿Qué quieres decir?—No puedo dejar a Carrie ahora mismo.La esposa mayor de Cougar —y el motivo de su apodo—, tenía problemas de salud. Acababan de diagnosticarle cáncer de mama cuando Cougar se unió al equipo de Mike.—«No puedo dejarla» —repitió Mike—. ¿Qué significa eso?—Estoy rodeado de personal de cuidados paliativos, no puedo guardar el paquete aquí.Cuidados paliativos... Oh, Dios. Entonces, la esposa de Cougar se estaba... muriendo. —Maldita sea. —Mike sintió como si el suelo se hubiese movido—. Lo siento, hombre.—Sí, yo también.Sin saber qué más decir, escuchó la trabajosa respiración de Cougar. —¿Qué quieres que haga? —le preguntó por fin. Todavía tenían un problema mutuo con el que lidiar.—Pops dijo que podías quedarte con el paquete —contestó Cougar.—No. —La respuesta de Mike fue inmediata y visceral.—Una vez que todo se calme, te llamará.Mike notó un latido distintivo en sus sienes. —Negativo. Mi casa no es adecuada para ella. Tiene que haber otra manera —insistió, abandonando su lenguaje de códigos.—¡Pues no la hay! —exclamó Cougar furioso—. Carrie va a morir, y nadie puede hacer nada al respecto.—No estaba diciendo...—Sé lo que estabas diciendo. ¿Por qué no piensas en alguien más que en ti mismo, bastardo egoísta?El dolor se apoderó de Mike. Cougar no solo hablaba de su situación actual. Se refería al incidente de Yaqubai. Cerró los ojos y levantó una mano para masajearse la nuca. —No puedo llevarla a mi casa —reiteró.—Vete a la m****a, teniente. ¿Quieres renunciar? Entonces llama al comandante y díselo tú mismo.—No cuelgues...El clic en el oído de Mike sonó como un disparo. Parpadeó y lanzó el teléfono barato desde el granero hacia un arbusto de bayas.«¡Hijo de puta!».Se pasó los dedos sobre las puntas plateadas de su pelo, miró a su Durango y puso una mueca de dolor. ¿Y ahora qué? No podía dejar a Kamila junto a una carretera rural. Pero llevarla a su refugio era impensable. El lugar era un basurero, aunque a él le bastaba. Quería recluirse, no un lugar de vacaciones en las montañas. Después de tres años en Afganistán, su cabaña fue un gran paso adelante. «Ojos azules», por otro lado, seguro que no había pasado por ninguna situación parecida en su vida.M*****a sea, lo último que necesitaba era una hermosa e intocable mujer bajo sus alas. ¿Quedarme con ella? ¿En qué diablos estaba pensando Stanley?Con el roce de una nariz húmeda, Kamila se despertó sobresaltada. Los acontecimientos de la mañana la golpearon en el acto. Su corazón se calmó al darse cuenta de que aún estaba a salvo en el Durango, estacionado junto a un viejo granero, a cierta distancia de una carretera rural. La brisa que flotaba a través de la ventana agrietada olía a heno. Terry se quejó, pidiendo que lo dejaran salir.
¿Dónde estaba Amer Len?Se retorció en su asiento y miró frenética a su alrededor. Allí estaba él, de pie a la sombra del granero y mesándose el cabello. El alivio se transformó en incertidumbre al ver su rígida postura. Cada línea de su cuerpo densamente musculoso gritaba de frustración.¿Por qué se habían detenido aquí, y por qué parecía tan enfadado? Habían llegado a salvo desde Silver Spring. Por lo que ella sabía, nadie los había seguido, pero él destilaba ira mientras se dirigía hacia el Durango con el ceño fruncido.Kamila contuvo la respiración. Ahora no se parecía mucho al hombre que la había salvado. Cuando Mike abrió la puerta trasera, ella se encogió y agarró el collar de su perro.—El perro necesita una caminata —dijo él con brevedad al verla despierta. A continuación, cogió la correa de Terry y tiró de ella.—¿Qué hay de mí? —preguntó Kamila, deseando no parecer tan asustada.—No te muevas —respondió Mike antes de dar un portazo.«¿Que me quede aquí?», se preguntó Kamila. ¿Su perro podía estirar las piernas, y ella no?No le quedó más remedio que esperar llena de ansiedad a que regresaran. Al cabo de unos minutos, Mike volvió a meter a Terry en la parte de atrás y luego ocupó su asiento. Mientras él se ponía el cinturón de seguridad, ella se armó de valor para preguntarle qué era lo siguiente.Sin responder, Mike volvió a la carretera, conduciendo como si todos los sabuesos del infierno les persiguiesen.—¿Adónde me llevas? —le preguntó de nuevo.Él aferró el volante y continuó en silencio. A Kamila se le secó la boca.—No me has explicado por qué te envió mi padre —insistió.—Ahora no —gruñó Mike.Kamila comenzó a divagar. Tal vez no trabajaba para su padre. Tal vez él había escuchado por casualidad la historia de Lancaster y eso le servía como medio para hacer que ella colaborara. ¡Tal vez estaba aliado con los terroristas!Él pudo haber sido quien envió la bomba a la casa segura, obligándola a huir por la parte de atrás. Tenía sentido, ¿no? Y ahora la llevaba a un lugar remoto para cortarle la cabeza.¡Oh, Dios mío! Kamila miró por la ventana, y evaluó sus posibilidades de supervivencia si saltaba a esa velocidad.—Relájate —dijo Mike de repente—. Voy a llevarte a un lugar donde estarás a salvo. Eso es todo lo que necesitas saber.«Oh, ¿en serio?». Ella miró su nuca desde la parte trasera, aliviada pero furiosa. ¿Quién era él para decirle lo que necesitaba saber?Mike inclinó el espejo retrovisor. Cuando sus miradas se cruzaron, el estómago de Kamila se revolvió. El recuerdo de cómo se había mostrado de firme y masculino en el cobertizo, la recorrió con un escalofrío de conciencia. Si había cualquier clase de lucha física, estaría totalmente indefensa.Kamila se recostó hacia el otro lado de su asiento, lejos de la trayectoria de su mirada, y agarró el cuello de Terry con fuerza. Había pasado de un estado de peligro a otro aún mayor. ¿En qué estaba pensando su padre?El agente Kurt colgó el teléfono con una sonrisa satisfecha.
—El Washington Post dice que la Hermandad del Islam se ha atribuido el mérito del atentado.—Justo como esperábamos —contestó Hebert. Había regresado de la tienda de UPS con un albarán, dinero en efectivo dentro de una bolsa de plástico, y una copia de la cinta de vigilancia. Además, también había conseguido un nuevo par de gafas.Para Michael, las noticias no eran una sorpresa. El ataque a la hija de McClellan había supuesto un ambicioso paso adelante, comparado con la detonación de explosivos C-4 en un cubo de basura junto al Monumento a Washington, que la Hermandad había hecho el año pasado, sin herir a nadie.—¿Por qué no nos advirtió nuestro agente? —preguntó Michael. Desde el incidente del C-4, el FBI había seguido de cerca a la Hermandad, reclutando a un miembro activo para que fuera sus ojos y oídos.—Mustafá dice que no hablaron del atentado a través de ninguna línea —respondió Kurt.—Entonces, ¿cómo pudieron coordinarlo?—Si lo supiera, Michael, ya habría hecho algún arresto —declaró enfadado su supervisor. Kurt miró a los monitores que tenían enfrente. —¡Maldita sea, nos estamos perdiendo algo!Quienquiera que hubiese enviado la bomba, debió de haber estado a trescientos metros de la casa segura para detonarla, e incluso tuvo que acercarse aún más para estudiar la seguridad del edificio. En algún momento, su imagen habría sido captada por las cámaras, siempre y cuando pudieran distinguirlo de los vecinos o transeúntes.Pero en las últimas cuarenta y ocho horas, no habían conseguido estrechar su búsqueda. —Sigan revisando —ordenó Kurt.Repasaron setenta y dos horas de filmación, aunque no encontraron nada fuera de lo común, solo vecinos que se movían en su rutina diaria, la misma que ya había presenciado en directo durante dos semanas. De hecho, la única persona aparte de ellos y el hombre de UPS que había estado a menos de cinco metros de la casa segura, era Pedro, el encargado del mantenimiento de la urbanización.Michael recordó haberlo visto mientras esparcía mantillo alrededor de cada uno de los edificios. La misma pregunta que se hizo entonces, le vino de nuevo a la cabeza. —¿Por qué la gorra de béisbol?Kurt se lanzó hacia el monitor de Michael. Conmutó las teclas y enfocó la cara de Pedro. Este miraba discretamente a la cámara. La visera ocultaba sus ojos, pero enseguida se dieron cuenta de que no se trataba del jardinero.—¡Te tengo, hijo de puta! —exclamó Kurt, congelando la imagen del hombre—. Michael, ve a ver si puedes encontrar a Pedro en su cobertizo, y tráelo aquí para interrogarlo.—Sí, señor. —Michael salió rodando de su asiento y se dirigió con rapidez hacia la salida. Tenía la corazonada de que Pedro era historia.Mike giró entre los pilares que flanqueaban la entrada de su casa, y silenció su reloj cuando este señaló su intrusión. Una mirada por encima de su hombro le reveló que Kamila McClellan había sucumbido al agotamiento. Ella yacía en una postura desgarbada, tumbada sobre el asiento detrás de él. Su cinturón de seguridad parecía que la estaba estrangulando.Durante la última media hora, la había visto luchar contra los efectos de la droga que había tomado. Era obvio que quería permanecer despierta, probablemente, creía que era víctima de un secuestro. Aunque él admiraba su tenacidad, el hecho de que ella se hubiera tragado esa píldora le preocupaba mucho.Sería su culpa que la hija de Stanley se convirtiera en una abusadora de píldoras recetadas. Pero él tenía una tolerancia cero a las drogas, así que iba a hacer que su estancia en su cabaña fuera una pesadilla. Se estremeció al imaginarla en medio de un delirium tremens. Demonios, tenerla en su casa iba a ser un problema. Una chica que
Kamila tuvo que encender el interruptor de la luz para confirmar sus sospechas. No, la puerta no tenía cerradura. Con un gemido ahogado, se giró para estudiar la habitación.El lavamanos y la bañera estaban manchados por depósitos minerales que atestiguaban que el agua provenía de un pozo. El aseo era tan austero como el resto de la casa, con la excepción de la bañera de patas de garra, que añadía un toque de encanto vintage. Pero, por muy básicos que fueran los servicios, al menos funcionaban.Cuando iba a lavarse las manos, advirtió que solo había un grifo. Agua fría… La única toalla pertenecía al gobierno, con el nombre CALHOUN impreso en ella. Al diablo, no pensaba tocarla. Quizá habría más en el armario. Solo que no se trataba de un armario. Después de un vistazo a los muebles espartanos de su anfitrión, supo que había dos maneras de acceder a su dormitorio.Cerró la puerta, se giró para usar la toalla y entonces vio su reflejo en el espejo moteado. Dios. La mañana le había pasad
La princesa malcriada estaba enfurruñada por sus medicamentos perdidos, decidió Mike, mientras llevaba dos platos con estofado desde la estufa hasta la mesa de campo que servía de comedor.Kamila se sentó rígida en la silla mientras sostenía un vaso de agua helada. El sol, que ya se ocultaba, iluminaba sus ojos hinchados y enrojecidos. Cómo se las arreglaba para estar tan preciosa, incluso regia, después de su arrebato emocional, era un misterio para él. Pero gracias a eso, su suavidad y su olor se habían impreso en sus sentidos, dando lugar a un molesto impulso sexual.—Retrocede —le dijo a Terry, que le cortaba el paso sin dejar de olisquear. El perro se acostó, puso la cabeza entre sus patas, y miró lastimosamente hacia arriba.—Tiene hambre —gruñó Kamila en su defensa.—Ya le he dado de comer.—Oh...Al poner la cena frente a ella, Mike se preparó para una respuesta negativa. Era la hija de un general de cuatro estrellas, por lo que imaginó que estaba acostumbrada a comer en resta
—Vale, así que el hombre de UPS no se autoinmoló —dijo Hebert, poniéndolos al día sobre sus pesquisas—. Ashwin Patel había sido ciudadano estadounidense desde los dos años, además de practicar el hinduismo.—Eso podía ser una carnada—insistió Kurt.—El gerente dijo que un pendejito había enviado el paquete, pagando en efectivo. —Hebert apartó la bolsita con el dinero para que el Equipo de Respuesta de Emergencia la llevara a Quantico y así buscar huellas dactilares—. Está todo en la cinta, la han rebobinado para nosotros.Kurt insertó la vieja cinta de cassette en un reproductor compatible de los viejos, y todos miraron con la boca abierta.—Ese es el chico —afirmó Hebert.—¡Dios! —exclamó Kurt—. ¿Qué edad tiene, quince años?«El mierdecilla», determinó Michael. Acababa de regresar de la búsqueda infructuosa de Pedro, el jardinero. El chico de la cinta parecía demasiado joven para estar involucrado.—¿Cómo diablos vamos a encontrar a un chico tan joven? —se quejó Kurt. A pesar del air
La visión de los senos maduros de Kamila, tan claramente delineados bajo su escueta camiseta de tirantes, le quemó las retinas. Las formas generosas y la sombra de sus pezones endurecidos, le desgastaron los nervios como el raspón de la lengua de un gato.Dios, y él no podía quejarse por ello.Mike buceó hasta las profundidades de su deseo y halló un poderoso anhelo, pero lo echó a un lado con la misma intensidad despiadada. Ella había alterado el delicado equilibrio que había logrado construir para sí mismo, encerrándose en las Montañas Blue Ridge.Aquí, en Overlook, nunca ocurría nada que perturbase su paz. Solo sus sueños lo obligaban a recordar el pasado. En la actualidad, su única preocupación era la supervivencia, una habilidad en la que destacaba, por lo que se dedicó a entrenar a los demás. En su soledad, casi podía autoconvencerse de que el enemigo ya no existía. Después de todo, Osama Bin Laden estaba muerto. Se había hecho una importante mella en la guerra contra el terrori
—Nuestro activo no reconoce al chico de la tienda de UPS —anunció Brad, justo cuando Michael regresaba al motel, con la respiración agitada después de su carrera matutina.La habitación aún estaba oscura con las cortinas cerradas. La pantalla del teléfono móvil de Brad se apagó al terminar la llamada que debió haber despertado a los otros dos mientras Michael se encontraba fuera. Catorce años en el cuerpo de marines habían condicionado al soldado para que se levantara de la cama antes del amanecer y corriera cinco millas.—Eso es porque el chico no es un terrorista.Michael se mordió la lengua. No había necesidad de provocar a Kurt a primera hora de la mañana.—¿Qué hay del tipo que se hace pasar por Pedro? —preguntó Hebert, sofocando un bostezo—. ¿Lo reconoció el activo?—Apenas pudo ver su cara —dijo Kurt, que había empezado a sonar enfadado.—¿Pedro no ha aparecido todavía? —Michael ya sabía la respuesta; solo quería hacer un comentario de manera indirecta.—Todavía no. —Kurt sacó
Kamila McClellan lo estaba castigando con su silencio. Mike sonrió contento. Había logrado pasar veinte minutos sin decir una palabra, probablemente un récord para ella. En el proceso, se había mordido el labio inferior tantas veces que parecía que la habían besado a fondo. Maldita sea, ahora estaba pensando en besarla.«Ni siquiera la mires», se ordenó a sí mismo.Pero no podía dejar de hacerlo. Incluso sin una mota de maquillaje, con su cabello recién lavado recogido en un moño húmedo, su ropa del día anterior y una mirada enfurruñada en su cara, Kamila no se parecía a ninguna otra mujer de Elkton, Virginia, con una población de dos mil habitantes.Era demasiado atractiva y, cuando hablaba —lo que sin duda no tardaría en hacer—, usaba un inglés apropiado y gramatical muy diferente al acento montañés de esta parte de Virginia.Y comprar ropa en Dollar General estaba claro que era una tarea poco habitual para ella. —Casi no hay nada de mi tamaño —gruñó, después de revisar sin éxito l
—Acaba de verte —anunció Michael, apartándose de la ventana polarizada con un rictus. Sabía que debían haber traído el Taurus, mucho menos molesto que el Centro de Comando Móvil de cuarenta pies de largo.—No seas ridículo. —Kurt bajó los binoculares y le dirigió una mirada despectiva.—Lo seguiremos —dijo Hebert, quien dejó su asiento para comprobar la consola del ordenador.—Espera. —Kurt miró el Durango que ya enfilaba hacia la salida—. Deja que se vaya. Nos supera en velocidad. Además, sabrá que estamos aquí.«Demasiado tarde», pensó Michael.Hebert abrió los ojos como platos tras sus gafas de repuesto.—¿Quién es ese tipo?—Sabemos quién es —dijo Kurt, mientras consultaba el informe que acababa de ser enviado por fax desde el Departamento de Vehículos Motorizados de Virginia—. Y la matrícula lo confirma: Isaac Thackery Calhoun. Hebert, llévalo al Servicio de Investigación Criminal de la Marina ahora mismo. Y compruébalo en la oficina del sheriff. Tal vez tengan antecedentes penal