Mike giró entre los pilares que flanqueaban la entrada de su casa, y silenció su reloj cuando este señaló su intrusión. Una mirada por encima de su hombro le reveló que Kamila McClellan había sucumbido al agotamiento. Ella yacía en una postura desgarbada, tumbada sobre el asiento detrás de él. Su cinturón de seguridad parecía que la estaba estrangulando.
Durante la última media hora, la había visto luchar contra los efectos de la droga que había tomado. Era obvio que quería permanecer despierta, probablemente, creía que era víctima de un secuestro. Aunque él admiraba su tenacidad, el hecho de que ella se hubiera tragado esa píldora le preocupaba mucho.Sería su culpa que la hija de Stanley se convirtiera en una abusadora de píldoras recetadas. Pero él tenía una tolerancia cero a las drogas, así que iba a hacer que su estancia en su cabaña fuera una pesadilla. Se estremeció al imaginarla en medio de un delirium tremens. Demonios, tenerla en su casa iba a ser un problema. Una chica que tomaba pastillas no se lo pensaría dos veces antes de acusarlo de algo que no había hecho.¿Y a quién iba a creer Stanley?Dios, ¿cómo se había metido en este problema? Se había escondido en Overlook Mountain por una razón: para mantenerse lejos de todo el mundo. Habría sido mejor que lo dejaran en paz.Con un golpe impaciente en los frenos, cambió la tracción de dos ruedas a cuatro.—Despierta —la llamó.Mike echó la vista atrás y comprobó que todavía estaba inconsciente, con la cabeza laxa. Tenía garantizado un buen dolor de cuello.—Hola. —Pasó la mano por encima del asiento y le sacudió ligeramente la rodilla, sin dejar de observar con cautela al perro, que parecía ser un cruce de pastor alemán—. Despierta —repitió, esta vez en tono más suave.Ella se despertó con un grito de asombro, gimió y se llevó las manos al cuello.—Hemos llegado —anunció él, escueto, abordando la empinada pista de grava hasta su cabaña.Su palidez y sus ojos abiertos como platos le confirmaron que ya no lo tomaba por ningún caballero de brillante armadura. Sabía que debía explicarle en qué había quedado su plan original con Cougar, pero no deseaba hacerlo. No quería pensar en las implicaciones de tener que compartir su espacio con ella.Nunca había aceptado ser una niñera. Diablos, nunca le habría hecho el favor a Stanley de haber sabido que tendría que traer a la mujer con él.Los chicos de su equipo iban a reírse bastante.Su decisión de dejar la guerra y abandonar a sus compañeros de equipo había dado un giro de ciento ochenta grados. Ahora mismo, el karma lo tenía agarrado de las pelotas y no iba a soltarlo tan fácilmente.Kamila miró alterada por la ventanilla. Se había dormido de nuevo, y no tenía ni idea de dónde estaba, pero era seguro que aquello no se parecía a las Montañas Blue Ridge. Por el camino había visto señales de Skyline Drive y de un centro de esquí, aunque no podría fijar su ubicación en un mapa si necesitaba salvar su vida.
Le rezó a Dios para que no tuviera que hacerlo.Mike conducía por una carretera a la que solo un vehículo de tracción a las cuatro ruedas podía acceder. A través del ligero follaje a su izquierda, divisó un claro arroyo que caía sobre un lecho rocoso. A su derecha, una abrupta quebrada daba paso a un valle verde brillante, salpicado de pequeñas granjas y rodeado por montañas de tonalidades azules. En otras circunstancias, habría disfrutado del paisaje, pero ahora, este se le antojaba amenazante y perturbador.Abrió la boca para despejar la presión que se acumulaba en sus oídos. Tenía la lengua como si hubiera sido frotada con algodón. Necesitaba un baño y un vaso de agua, en ese orden, pero ignoraba si Amer Len iba a proporcionarle alguno de los dos.Después de tomar una curva sobre el precipicio, llegaron a un terreno llano, donde se detuvieron.Justo delante de ellos había una cabaña rústica bajo la sombra de un gran roble. Una pila de troncos y un balde de lata oxidado llenaban el patio. La floración de la forsitia y el cerezo añadían color a la escena, que de otro modo sería deprimente. ¿Esto es todo?Cuando él apagó el motor y fue a sacar al perro, ella empujó desde el asiento trasero y descubrió que sus piernas se negaron a sostenerla. Aferrada a la puerta, esperó a que desapareciese la inesperada debilidad.Terry se metió en el patio, encontró un lecho de ranúnculos amarillos y empezó a rodar sobre él. Por lo que a él respectaba, habían llegado al cielo.—¿Vienes? —le preguntó Mike mientras se dirigía hacia la casa.Kamila agarró su bolso. Salió de la camioneta y cerró la puerta, a la espera de que sus piernas la llevaran hacia el porche de la propiedad. «Por favor, Dios, que haya agua corriente».Mike se quedó de pie junto a la entrada, observando su progreso con los ojos entrecerrados. Cuando ella llegó al umbral, él abrió la puerta con un empujón. —No esperaba compañía —admitió.Kamila se agarró a la barandilla del porche para apoyarse.—Entonces, ¿por qué estoy aquí? —No era por criticar la decisión de su padre, pero Mike era tan acogedor como un verdugo, y este lugar se encontraba un poco remoto para su gusto.—Me he estado haciendo la misma pregunta —le respondió él con sequedad. Luego, movió la cabeza para indicarle que entrase.Kamila llamó a su perro. No iba a aventurarse en esa oscuridad ella sola. La vivienda era deplorablemente primitiva, sin una pizca del encanto rústico para el que tenía el potencial. El mobiliario era anticuado, un juego de sofás marrones, una mesa de café de madera cruda y una estufa de leña ocupaban la mayor parte de la sala. Había una mesa junto a la ventana delantera, flanqueada por sillas con respaldo de listones. Alineados en la pared del fondo, algunos armarios y unos pocos electrodomésticos viejos creaban lo que se suponía que sería una cocina.Bienvenidos a las montañas.Sin embargo, tuvo que admitir que el lugar no podía estar más limpio. Cada superficie aparecía perfectamente ordenada, sin una mota de polvo a la vista. Incluso el desgastado suelo de madera reflejaba un brillo apagado. Se sintió lo bastante segura como para liberar a su perro.—Dormirás arriba —le dijo Mike—. El baño está al fondo.Kamila dedujo que la puerta cerrada junto a la que estaba parado conducía a su dormitorio. A través de una hoja de madera entornada vio los paneles blancos del aseo, y se dirigió hacia él con alivio.—No hay televisión —explicó Mike, obligándola a detenerse—. Tampoco hay radio, solo libros. Así que, si esperas entretenimiento, has venido al lugar equivocado —agregó de forma innecesaria.Ella se puso rígida y lo miró fijamente. Guau. Dos frases enteras esta vez. —Yo no he venido aquí —le recordó—. Tú me trajiste, ¿recuerdas?Con una expresión hosca, Mike subió de dos en dos los escalones que tenían enfrente. Kamila supuso que debía seguirlo. ¡Maldita sea!Tratando de contener su vejiga, caminó detrás de él hasta que llegaron a una puerta baja al final de las escaleras. Cuando él la abrió, Kamila descubrió lo que parecía ser la antigua buhardilla, ahora convertida en un espacio extra para dormir. La pintura descascarillada, el techo inclinado y la ventana daban a la habitación un aspecto extravagante. Sin duda, el colchón y el somier estaban allí desde la construcción de la cabaña, décadas antes. A la cómoda le faltaban dos cajones.—Es bastante básico. —El disgusto en la voz de Mike le hizo parecer menos cruel.—Está bien —le aseguró ella. Había visto cosas peores cuando vivía en el extranjero.—Haré la cama mientras vas al baño —le ofreció, dejándola libre por fin.Kamila bajó con desconfianza la planta inferior, debido a la ausencia de una barandilla y la debilidad en sus piernas. Justo en la mitad de la escalera, sus rodillas se negaron a sostenerla, por lo que tuvo que descender sentada, igual que en la casa segura, solo que los peldaños de madera de Mike eran más resbaladizos... y mucho más duros.Antes del último escalón, el bolso se deslizó de su hombro y todo su contenido se desparramó por el suelo, incluido su frasco de pastillas, que rodó hasta la puerta.Con un gimoteo de humildad, Kamila se palpó el trasero para comprobar si se había roto el coxis. Por cualquier milagro, no se había meado en los pantalones. Era consciente de que Mike había ido tras ella. Él cayó en cuclillas a sus pies y le cogió la barbilla entre el pulgar y el índice.—¿Te has hecho daño? —le preguntó, inclinando su cabeza para poder ver su cara.Su toque hizo que los nervios la estrangulasen. —No. —Ella sacudió su barbilla y se liberó de su cálido agarre. Ignoró su mano extendida y se levantó por sus propios medios. Enseguida se dispuso a reunir todas sus cosas y guardarlas en su bolso, como el tampón con el envoltorio desgastado y sus píldoras. Pasó junto a su anfitrión sin decir palabra, y huyó hacia el baño con la cara roja como un tomate.Kamila tuvo que encender el interruptor de la luz para confirmar sus sospechas. No, la puerta no tenía cerradura. Con un gemido ahogado, se giró para estudiar la habitación.El lavamanos y la bañera estaban manchados por depósitos minerales que atestiguaban que el agua provenía de un pozo. El aseo era tan austero como el resto de la casa, con la excepción de la bañera de patas de garra, que añadía un toque de encanto vintage. Pero, por muy básicos que fueran los servicios, al menos funcionaban.Cuando iba a lavarse las manos, advirtió que solo había un grifo. Agua fría… La única toalla pertenecía al gobierno, con el nombre CALHOUN impreso en ella. Al diablo, no pensaba tocarla. Quizá habría más en el armario. Solo que no se trataba de un armario. Después de un vistazo a los muebles espartanos de su anfitrión, supo que había dos maneras de acceder a su dormitorio.Cerró la puerta, se giró para usar la toalla y entonces vio su reflejo en el espejo moteado. Dios. La mañana le había pasad
La princesa malcriada estaba enfurruñada por sus medicamentos perdidos, decidió Mike, mientras llevaba dos platos con estofado desde la estufa hasta la mesa de campo que servía de comedor.Kamila se sentó rígida en la silla mientras sostenía un vaso de agua helada. El sol, que ya se ocultaba, iluminaba sus ojos hinchados y enrojecidos. Cómo se las arreglaba para estar tan preciosa, incluso regia, después de su arrebato emocional, era un misterio para él. Pero gracias a eso, su suavidad y su olor se habían impreso en sus sentidos, dando lugar a un molesto impulso sexual.—Retrocede —le dijo a Terry, que le cortaba el paso sin dejar de olisquear. El perro se acostó, puso la cabeza entre sus patas, y miró lastimosamente hacia arriba.—Tiene hambre —gruñó Kamila en su defensa.—Ya le he dado de comer.—Oh...Al poner la cena frente a ella, Mike se preparó para una respuesta negativa. Era la hija de un general de cuatro estrellas, por lo que imaginó que estaba acostumbrada a comer en resta
—Vale, así que el hombre de UPS no se autoinmoló —dijo Hebert, poniéndolos al día sobre sus pesquisas—. Ashwin Patel había sido ciudadano estadounidense desde los dos años, además de practicar el hinduismo.—Eso podía ser una carnada—insistió Kurt.—El gerente dijo que un pendejito había enviado el paquete, pagando en efectivo. —Hebert apartó la bolsita con el dinero para que el Equipo de Respuesta de Emergencia la llevara a Quantico y así buscar huellas dactilares—. Está todo en la cinta, la han rebobinado para nosotros.Kurt insertó la vieja cinta de cassette en un reproductor compatible de los viejos, y todos miraron con la boca abierta.—Ese es el chico —afirmó Hebert.—¡Dios! —exclamó Kurt—. ¿Qué edad tiene, quince años?«El mierdecilla», determinó Michael. Acababa de regresar de la búsqueda infructuosa de Pedro, el jardinero. El chico de la cinta parecía demasiado joven para estar involucrado.—¿Cómo diablos vamos a encontrar a un chico tan joven? —se quejó Kurt. A pesar del air
La visión de los senos maduros de Kamila, tan claramente delineados bajo su escueta camiseta de tirantes, le quemó las retinas. Las formas generosas y la sombra de sus pezones endurecidos, le desgastaron los nervios como el raspón de la lengua de un gato.Dios, y él no podía quejarse por ello.Mike buceó hasta las profundidades de su deseo y halló un poderoso anhelo, pero lo echó a un lado con la misma intensidad despiadada. Ella había alterado el delicado equilibrio que había logrado construir para sí mismo, encerrándose en las Montañas Blue Ridge.Aquí, en Overlook, nunca ocurría nada que perturbase su paz. Solo sus sueños lo obligaban a recordar el pasado. En la actualidad, su única preocupación era la supervivencia, una habilidad en la que destacaba, por lo que se dedicó a entrenar a los demás. En su soledad, casi podía autoconvencerse de que el enemigo ya no existía. Después de todo, Osama Bin Laden estaba muerto. Se había hecho una importante mella en la guerra contra el terrori
—Nuestro activo no reconoce al chico de la tienda de UPS —anunció Brad, justo cuando Michael regresaba al motel, con la respiración agitada después de su carrera matutina.La habitación aún estaba oscura con las cortinas cerradas. La pantalla del teléfono móvil de Brad se apagó al terminar la llamada que debió haber despertado a los otros dos mientras Michael se encontraba fuera. Catorce años en el cuerpo de marines habían condicionado al soldado para que se levantara de la cama antes del amanecer y corriera cinco millas.—Eso es porque el chico no es un terrorista.Michael se mordió la lengua. No había necesidad de provocar a Kurt a primera hora de la mañana.—¿Qué hay del tipo que se hace pasar por Pedro? —preguntó Hebert, sofocando un bostezo—. ¿Lo reconoció el activo?—Apenas pudo ver su cara —dijo Kurt, que había empezado a sonar enfadado.—¿Pedro no ha aparecido todavía? —Michael ya sabía la respuesta; solo quería hacer un comentario de manera indirecta.—Todavía no. —Kurt sacó
Kamila McClellan lo estaba castigando con su silencio. Mike sonrió contento. Había logrado pasar veinte minutos sin decir una palabra, probablemente un récord para ella. En el proceso, se había mordido el labio inferior tantas veces que parecía que la habían besado a fondo. Maldita sea, ahora estaba pensando en besarla.«Ni siquiera la mires», se ordenó a sí mismo.Pero no podía dejar de hacerlo. Incluso sin una mota de maquillaje, con su cabello recién lavado recogido en un moño húmedo, su ropa del día anterior y una mirada enfurruñada en su cara, Kamila no se parecía a ninguna otra mujer de Elkton, Virginia, con una población de dos mil habitantes.Era demasiado atractiva y, cuando hablaba —lo que sin duda no tardaría en hacer—, usaba un inglés apropiado y gramatical muy diferente al acento montañés de esta parte de Virginia.Y comprar ropa en Dollar General estaba claro que era una tarea poco habitual para ella. —Casi no hay nada de mi tamaño —gruñó, después de revisar sin éxito l
—Acaba de verte —anunció Michael, apartándose de la ventana polarizada con un rictus. Sabía que debían haber traído el Taurus, mucho menos molesto que el Centro de Comando Móvil de cuarenta pies de largo.—No seas ridículo. —Kurt bajó los binoculares y le dirigió una mirada despectiva.—Lo seguiremos —dijo Hebert, quien dejó su asiento para comprobar la consola del ordenador.—Espera. —Kurt miró el Durango que ya enfilaba hacia la salida—. Deja que se vaya. Nos supera en velocidad. Además, sabrá que estamos aquí.«Demasiado tarde», pensó Michael.Hebert abrió los ojos como platos tras sus gafas de repuesto.—¿Quién es ese tipo?—Sabemos quién es —dijo Kurt, mientras consultaba el informe que acababa de ser enviado por fax desde el Departamento de Vehículos Motorizados de Virginia—. Y la matrícula lo confirma: Isaac Thackery Calhoun. Hebert, llévalo al Servicio de Investigación Criminal de la Marina ahora mismo. Y compruébalo en la oficina del sheriff. Tal vez tengan antecedentes penal
—Caballeros, digámosle al sheriff Olsen quién vive en Overlook Mountain, ya que no parece tener ni idea. —El tono burlón de Brad Kurt llenó la estrecha sala de reuniones en el sótano del ayuntamiento, donde se encontraba la oficina del sheriff del condado de Rockingham.Molesto por la grosería de su supervisor, Michael miró las cejas pobladas del sheriff y se dio cuenta de que el hombre no se sentía intimidado en lo más mínimo.—Michael, empieza tú —dijo Kurt.Michael miró las notas que tenía en la mano, información suministrada por sus analistas una hora antes, ninguna de las cuales le había sorprendido. —El nombre del propietario es Isaac T. Calhoun. Antes de marzo del año pasado, trabajó para la Marina de los EE.UU. como francotirador SEAL. Sirvió en África, Irak y Afganistán y se le atribuyen dieciocho asesinatos. En marzo pasado, renunció a su cargo y compró sesenta y tres acres en Overlook Mountain.—¿Sabe, sheriff? —interrumpió Kurt—. Puede que le beneficie conocer a sus elect