Un Hombre Endurecido

Kamila tuvo que encender el interruptor de la luz para confirmar sus sospechas. No, la puerta no tenía cerradura. Con un gemido ahogado, se giró para estudiar la habitación.

El lavamanos y la bañera estaban manchados por depósitos minerales que atestiguaban que el agua provenía de un pozo. El aseo era tan austero como el resto de la casa, con la excepción de la bañera de patas de garra, que añadía un toque de encanto vintage. Pero, por muy básicos que fueran los servicios, al menos funcionaban.

Cuando iba a lavarse las manos, advirtió que solo había un grifo. Agua fría… La única toalla pertenecía al gobierno, con el nombre CALHOUN impreso en ella. Al diablo, no pensaba tocarla. Quizá habría más en el armario. Solo que no se trataba de un armario. Después de un vistazo a los muebles espartanos de su anfitrión, supo que había dos maneras de acceder a su dormitorio.

Cerró la puerta, se giró para usar la toalla y entonces vio su reflejo en el espejo moteado. Dios. La mañana le había pasado factura. Colocó su bolso sobre el lavamanos y sacó de él los polvos bronceadores.

El golpe en la puerta casi consiguió que los derramase por completo.

—¿Sí?

—Voy a entrar —advirtió Mike con brusquedad, sin esperar a que ella respondiese.

Desconcertada, Kamila retrocedió. La mirada de desaprobación de Amer Len se clavó en la polvera que ella tenía en sus manos.

 —¿Qué estás tomando? —le preguntó.

Kamila se la mostró.

—Nada. Me estoy maquillando.

—Quise decir antes —carraspeó él—. ¿Qué hay en el frasco de pastillas?

—¿Qué te importa? —La ruda réplica la horrorizó, pero, en realidad, ¿era asunto suyo?

Mike entrecerró los párpados y extendió una mano. 

—Entrégamelo. —Parecía estar dispuesto a esperar hasta Navidad o la próxima Pascua, pero, por Dios, ella no lo estaba.

Con una exclamación de asco, Kamila sacó el frasco de su bolso y se la lanzó. 

—Ahí lo tienes. El psicólogo del FBI me lo recetó para la ansiedad.

Mike orientó el recipiente hacia la luz y leyó la etiqueta. Luego, con una mirada inescrutable, se quitó la gorra, se acercó al inodoro y volcó en él las pastillitas azules.

—¡No! —Kamila gritoó de horror—. ¿Qué acabas de hacer? —No podía creer lo que acababa de presenciar.

—No los necesitas —insistió Mike mientras se guardaba el bote vacío en el bolsillo del pantalón.

La sangre trepó a la cabeza de Kamila, empujada por su corazón desbocado.

—¿Estás loco? —La idea de estar sin sus píldoras, después de dos semanas de dependencia, la aterrorizaba. Las imágenes de Eiker con el cuello abierto le producían escalofríos—. ¿Cómo se supone que voy a dormir ahora?

—Estarás bien —afirmó él.

—¿Bien? —Su temor se transformó en furia. Esa fue la misma palabra que Michael había usado a las pocas horas de la explosión de la casa segura—. ¿Esconderse en esta choza en medio de la nada es estar bien? —De nuevo se sintió incómoda por ser tan grosera, pero no podía evitarlo.

Mike se cruzó de brazos. 

—Me importa un bledo lo que pienses de este lugar —respondió, con una voz capaz de congelar el agua—. Mi trabajo es protegerte, incluso de ti misma, si es necesario. Y en estos momentos vas tan colgada, que apenas puedes levantarte.

—¿Colgada? —Su boca se abrió de golpe—. ¿Crees que soy una drogadicta? —Apenas consiguió escupir las palabras.

Mike se encogió de hombros, impasible.

—Dímelo tú.

—¡Ya te lo he dicho! ¡Eres un gilipollas! Esas pastillas eran para la ansiedad. Las necesito para dormir. ¡No tienes ni idea de por lo que he pasado!

—No me importa por lo que has pasado. No soy tu terapeuta.

Ella jadeó. Su insensibilidad fue una bofetada en la cara. Lo intentó de nuevo. 

—No sabes lo que es...

—¿Saber que alguien murió por tu culpa? ¿Pensar que podrías haberlo detenido? ¿Querer recuperar tu m*****a vida? —A cada pregunta fue acercándose un poco más. Su cuello comenzó a adquirir un color rojizo que ascendió hasta sus pómulos.

Kamila lo miró fijamente, sin decir nada, sin estar segura de si hablaba de ella o de sí mismo. Pero no parecía un buen momento para preguntar, y menos, cuando él le lanzó su aliento chirriante a través del volátil silencio.

—Me lo agradecerás más tarde —murmuró Mike, tratando de reprimirse.

La pomposa declaración la sacó de sus casillas.

—¡Y una m****a! —Sin control sobre sus impulsos, Kamila lo empujó hacia la puerta.

Mike la miró incrédulo.

Ella estaba echándolo, junto con su metro noventa de estatura y sus noventa kilos de peso.

—¡Fuera! —repitió. Kamila sabía que estaba a segundos de una crisis. Podía sentir que esta ganaba impulso dentro de ella. En su desesperación, lo empujó por segunda vez.

Todo lo que consiguió fue que él diese un paso atrás y bajase los brazos. La magnitud de su impotencia absoluta se apoderó de ella. Mortificada, Kamila se dio la vuelta y se frotó los ojos ardientes, luchando contra el géiser que se elevaba por su garganta.

Un silencio incómodo invadió el pequeño espacio, hasta que le escapó un torturado sollozo. Sus pulmones convulsionaron. No podría enfrentarse a él. La hostilidad de Mike se sumó al miedo con el que había vivido estas últimas semanas. Los últimos y horribles momentos de Eiker y su casi choque con una bomba de esa mañana, se unieron en una tormenta que se desató sobre ella con furia.

Sonaba como si alguien más estuviera llorando mientras sucumbía al diluvio. Y Mike había tirado por la borda su único consuelo, condenándola a pesadillas en las que imaginaba su propia muerte violenta a manos de un terrorista sin rostro. ¿Cómo pudo hacerle eso a ella este bastardo sin corazón?

Por encima de su llanto desgarrador, percibió un suspiro de sufrimiento.

Al instante, unas manos firmes se posaron sobre sus hombros y la arrastraron hacia delante. A regañadientes, dejó que él la atrajese hacia su cuerpo rígido, pero cálido. La envolvió en un abrazo y la sujetó con seguridad y firmeza.

—Está bien —murmuró él con voz apagada—. Te sentirás mejor una vez que lo elimines del todo.

Se refería a la medicina, adivinó ella, con una oleada de resentimiento. ¿Cómo podía pensar que era una yonqui? Gimió indignada y trató de agarrarlo de la chaqueta para hacerle entrar en razón, pero, en su lugar, se aferró más a él.

Intentar obtener consuelo de un hombre tan endurecido era una lección de futilidad. Pero nada había tenido sentido durante las últimas dos semanas. Como mucho, era un ancla que la sostenía con fuerza frente a las aguas turbias que amenazaban con barrerla.

Poco a poco, sus sollozos se fueron espaciando, hasta recuperar su autocontrol.

Haciendo acopio de dignidad, Kamila se secó las lágrimas, respiró hondo y dio un paso atrás. 

—Lo siento —se disculpó, con la vista fija en las grietas del suelo de baldosas, consciente de su escrutinio implacable.

—Pasará en un día o dos —declaró él por fin. Después, miró a la taza del inodoro, donde las píldoras se habían disuelto, y la dejó allí de pie, amargamente humillada, sintiéndose como una drogadicta en rehabilitación.

«Que te jodan», pensó Kamila, antes de verlo desaparecer.

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