Camelia juega con los niños en el jardín de su casa; ese día decidió pasarlo con ellos porque era sábado. Ariel había salido sin decir a dónde iba. Desde que fue a la editorial, no ha podido sacar a Lucrecia de su cabeza, ni olvidar la conversación que sostuvo con Nadia.
—¿Y dices que estaba agachada debajo del buró de Ariel? —preguntó su amiga. —¡Sí! No sabes el susto que me llevé. Creí que estaban haciendo algo... algo más —dijo todavía asustada por el recuerdo—. Pero enseguida me di cuenta de que Ari ni se había enterado de nada, porque se le iluminó el rostro al verme feliz. Nadia la observó por unos segundos. A pesar de que Camelia insistía en que no estaba pensando cosas raras, su amiga la conocía demasiado bien como para no notar que la duda se habíAmbos guardias dirigen entonces su mirada hacia Nadia, esperando que ella intervenga, pues saben que es la única persona a la que Camelia escucha sin protestar. Sin embargo, Nadia simplemente se encoge de hombros, impotente, como diciendo que no hay mucho más que pueda hacer. Israel suspira y avanza unos pasos hasta quedar frente a Camelia, quien lo mira con resignación antes de dejar caer los hombros. Después de un momento, parece prepararse para escucharlo, aunque sea a regañadientes. —Señora, por el modo en que se está comportando, parece que volvió a ser la Camelia de antes de conocer al señor Ariel. Por eso todos queremos que reaccione —dijo Israel con determinación mientras conseguía que lo mirara, y con un tono de cariño añadió—: ¿Para qué la entrenamos tanto si a la primera se esconde en su casa? ¡Usted no
Caminando distraído hacia su oficina, se detiene al notar una luz encendida. Intrigado, se acerca con cautela, pero su guardia de seguridad le pide que espere mientras ellos revisan la situación. Ariel accede; no quiere correr riesgos innecesarios en su vida, especialmente ahora. Escucha los pasos de los guardias al entrar en la oficina, seguidos de gritos sorprendidos y alarmados. Sin perder tiempo, corre detrás de ellos y lo que ve lo deja atónito: sentada en su silla, en ropa interior, está Lucrecia, tomándose fotos de manera descarada. —¿Qué cree que está haciendo, señorita Lucrecia? —la interpela Ariel, furioso—. ¿Quién le ha dado permiso para estar en mi oficina? ¿Y cómo demonios entró aquí? —¡No es lo que crees, Ariel! —exclama Lucrecia, tratando torpemente de cubrir su desnudez&mdas
La doctora corre a su lado y lo sostiene mientras lo revisa rápidamente en busca de heridas. Al parecer, está al tanto de la condición médica del capitán. Le toma un brazo, lo pasa por encima de sus hombros y lo sujeta firmemente por la cintura para ayudarlo a mantenerse en pie. —¿Así está mejor? Vamos, Miller, no te rindas —le dice con una seguridad en su voz que sorprende al capitán. —Creo que no puedo caminar, Elizabeth —responde Miller, haciendo un esfuerzo evidente por mantenerse consciente—. Me golpearon muy fuerte en la cabeza, justo donde tengo el implante de platino. Siento que me voy a desmayar. —Abrázate fuerte de mí, Miller, solo aguanta hasta que lleguen los demás —le indica, decidida, mientras guarda su arma para poder sostenerlo mejor—. ¡Ustedes, vengan a ayudar! —grita a l
En la casa de Ariel, éste camina hasta donde Camelia no deja de mirar el teléfono, evidentemente nerviosa. Al verlo llegar, ella lo mira aterrada, con los ojos llenos de incertidumbre. —¿Qué pasa, Cami? ¿Por qué me miras así? —pregunta Ariel, temiendo que Lucrecia, la desequilibrada que había dejado sembrando el caos en la editorial, le haya enviado algo perturbador a su esposa, justificando la expresión de pánico en su rostro. Se acerca más, notando que ella no responde. Camelia solo mantiene la mirada fija en la pantalla de su teléfono. Ariel se lo quita suavemente de las manos y lee el mensaje que acaba de llegar. La expresión de su rostro se endurece al instante al comprender la razón del comportamiento de su esposa. Sin dudarlo, la abraza estrechamente y llama a la nana. —Cuida de los niños. Nosotros tenemos que salir &md
Ariel miró a la pareja que tenía delante sin poder todavía creer que estuvieran juntos, y ahora pidiéndole un favor tan descabellado como aquel. Pero no dijo nada, esperó que se explicaran para ver que tramaban ésta vez. Porque estaba convencido que este encuentro no era casualidad, nada con ellos lo era.—Tú sabes que lo perdimos todo. Eleonor y yo nos conocimos al salir de la cárcel. Nos casamos, pero ahora que estábamos esperando a nuestro bebé… nos quedamos en la calle. No queremos perderlo—explica tratando de sonar sincero Enrique. —No entiendo de qué estás hablando… ¿Eleonor tuvo un bebé? —intervino Camelia por fin, rompiendo su silencio. Había estado observando fijamente a Eleonor, notando su esbelta figura y sintiendo en su interior una inquietud creciente. Algo le decía que esos dos eran problemas.
A nadie le pasaron desapercibidas las tensiones palpables entre ambas mujeres. La doctora Elisabeth miraba a Malena con una seriedad notoria, mientras ésta devolvía la mirada con un resentimiento que casi se podía cortar con un cuchillo. Los demás, al notar la atmósfera pesada, intercambiaron miradas inquietas, sintiéndose incómodos ante la situación.No conocían bien a ninguna de las dos. La doctora acababa de iniciar su colaboración en la asociación, recomendada con entusiasmo por el doctor Félix y Clavel; en cambio, Malena había aparecido de la nada en la casa de Ismael y Sofía, reclamando saber del capitán Miller.—Soy la prometida del capitán Miller —declaró Malena, sorprendiendo a todos los presentes. —Ex prometida, Malena —corrigió Ismael, con un tono firme que resonó en la sala mie
Ismael no es alguien que se deje intimidar, así que se acerca despacio a la militar. La teniente Malena lo enfrenta, al notar la seriedad en su mirada. Su esposa Sofía se le aproxima rápidamente, porque conoce a su esposo: él defiende a sus compañeros sin importar de quién se trate, y en este momento, está a punto de estallar ante las descabelladas reclamaciones que lanza la mujer.—¡Tú no eres nadie para impedir que me lleve a mi prometido! —grita Malena, furiosa—. ¡Solo eres alguien con dinero que se dedica a esconder a todos los desertores del ejército, y te denunciaré por ello!—¡Teniente Malena! —responde Ismael, con un tono amenazador—. Respétame, que soy su superior. Soy el capitán Rhys, aunque esté retirado, y puedo demandarla por falta de respeto.—¡Me llevaré a Miller por encima de cualquier
Enrique y Eleonor, tras haber sido espantados por Ismael Rhys, a quien ninguno de los dos quiere tener como enemigo, se sueltan apenas salen del hospital y se introducen en una camioneta negra, donde los esperan dos personas.—¿Y bien? —pregunta una de ellas, con un tono de urgencia.—Nada —responde Enrique, su voz tensa.—¿Nada? ¿Están seguros de que revisaron bien el hospital? —reclama la otra persona, con desdén.—Sí, a ella no la trajeron. Al capitán Miller lo asaltaron —explica Enrique Mason. —Estoy seguro de que piensan que fuimos nosotros. Es mejor que nos vayamos, porque ahora mismo han llegado Marlon Rhys y el Mayor Sarmiento con algunos hombres.Enrique habla visiblemente nervioso, girando la cabeza repetidamente para mirar hacia la entrada del hospital, donde todavía permanecen varios militares que llegaron con el Mayor.<